Por Ariel Weinman (*)
Este texto es resultado de una reflexión acerca de…Pero ¡no! Uno no escribe para expresar lo que pudo pensar antes de comenzar a escribir. En una época de peste, uno escribe en primer lugar, motivado por el deseo egocéntrico, genético, intempestivo de constatar que aún continúa vivo. Una comunicación hecha por la conjunción de manos con un teclado de computadora, emitida a nuestro entorno de que aquí estamos, seguimos conversando a pesar de todo. Una prueba de vida. Quizás la escritura, el acto de escribir pueda separarse con precisión de lo escrito, de sus temas, de sus ideas y conceptos, etc., pues si bien una y otro se conciernen mediante un juego de correspondencias -para el lector, ambos aparecen indistinguibles-, hay siempre un exceso del acto de enunciación que jamás podrá decirse, lo que nunca puede enunciarse: los restos, los saldos, los retazos de intensidades, las fuerzas oscuras que habitan y recorren el cuerpo a velocidades desconocidas que no han llegado a formalizarse en lenguaje, pensamiento, consciencia.
En este texto hundido por la mismidad de lo mismo, la escritura expresa que la pulsación de las yemas del redactor mantiene cierta vitalidad. Una señal que éstas, teñidas por el alquitrán de los cigarrillos, eludieron provisionalmente la extensión de las muertes parciales siempre acechante. Porque son ellas las que infringen a ciertas partes del cuerpo una cesantía como efecto de lo vivido, una expansión que siempre, de forma despiadada, unilateral, unívoca, procura encaramarse y reinar de modo total y definitivo. El ser individuado viene al mundo recortando su propia identidad de la continuidad de la vida, la suya propia coincide con el límite que la separa de los otros, humanos o no humanos, que hacen de él el ser singular que es. Por eso él está obligado a defender esos límites para asegurarse la supervivencia. Y la escritura aquí es ante todo, un modo de esa defensa cuando la muerte husmea dónde encontrar un lugar. Entonces, la diferencia entre la escritura y lo escrito para gestionar este certificado de supervivencia. Y después, en segundo lugar, durante el proceso de escritura veré qué puedo pensar, si es que realmente he pensado algo.
Pero el que escribe no es nada sin su texto, se reconoce en él, lo necesita para tener conciencia de que ha podido decir algo. Sin embargo, su enunciado no es suyo propio ni original ni revestido de “derecho de autor”, pues él no sólo hace público entre los capaces de leerlo lo que antes de ponerse a escribir era nada, sino porque lleva las marcas de los textos que ha podido leer, los discursos de los autores y las autoras que le han podido decir algo al oído y que se alzan como condición inmanente de su escritura, aun cuando los haya malinterpretado, incluso tergiversado por la malevolencia de su falta de aptitudes para el entendimiento. No obstante, este enunciador que habla aquí quiere huir de la comunicación. Quizás no tenga qué comunicar, pero ante todo no escribe para un lector ni trata de confundirse con él. Presume que el lector no quiere un texto escrito para él, quiere algo ajeno, una realidad diferente, unos sonidos que lo toquen y lo muevan hacia una experiencia desconocida. Como algo inesperado y único que irrumpe como un tajo en el ritual del encuentro de ojos y oídos que, aunque siempre heterogéneos, se hallan homogeneizados por la codificación. Supone que el lector/oyente no busca la confirmación de lo que ya sabe. No quiere escuchar su propia voz en la voz de otro, la repetición de lo mismo, sino una voz inaudita, impropia, que lo transporte, aunque sea efímeramente, por la experiencia de la perplejidad. Entonces anticipo la decepción del lector y de la lectora frente a mis manos humanas, demasiado humanas, apegadas a la fuerza del hábito bajo el trazo del reconocimiento.
Antes de escribir el que escribe no era nada y si después de hacerlo desaparece del texto, aun así deja un bloque de materialidad hecha de palabras. Aunque inútil e inservible –no busco acceder a la gracia: el prisma de la acumulación indefinida ni insertarse sobre el plano reflejado en la iluminación de la actualidad-, esta voz que habla se calza el traje de “el idiota”, pues murmulla por debajo del suelo de la reproducción del pasado, o sea, la adecuación a un estado de cosas mundanas, que ante el viento de la productividad que amenaza llevarse todo por delante, “quizás haya algo más importante, aunque no sepa qué realmente”. No obstante, sumergido en la contradicción de no parar de escribir para no decir nada, lo que habla en mí mantiene la imposible pretensión de retrotraer el lenguaje a la existencia de las cosas. Desea continuar la persecución infinita que les lanzamos cuando hablamos y escribimos sin alcanzarlas jamás. Y frente a enunciados que afirman que “cualquier texto debe entenderse en sí mismo”, la proclama de una inmanencia textual que se levanta como trascendencia en la traducción de las “consignas”, “la voz de orden” de obediencia hacia un discurso universal y profético –Borges ironizaba que no iba a repetir la historia de Cruz, pues “la aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”- disimulo el enfado, me muerdo la lengua y expongo una breve sonrisa para no ofender a la conciencia “lúcida” con discusiones estériles. Pero mascullando por lo bajo que por ahí vamos derecho al fascismo. Por eso lo que queda no es regresar a las viejas diatribas, sino tirar los dados en la invención de palabras con los rezagos de una historia colonial para agujerear la gramática de la mercantilización, la exégesis del vacío elevada a teología, la que traduce la vida de los vivientes y no vivientes a caracteres matemáticos, el lenguaje cifrado de contraseñas despojado de toda afectividad. ¿Qué es ese saber sino el producto de agencias de veridicción que distribuyen como lo mejor distribuido la lengua global de los signos algebraicos? Entonces para que hablar por escrito no sea ser hablado por el saber de la época, la pregunta podría ser, ¿cómo engendrar prácticas de vaciado del vacío en una lucha contra lo que está en la base de la precarización y la angustia generalizadas. Bueno, admito que por ahora, “no he podido armar un full y jugarlo en este paño, Dios!”.
Ahora bien, cómo fabricar palabras para que lo que retorne no vuelva como lo idéntico y lo mismo, sino como el signo de lo inédito a partir de un dolor que no cesa –porque esto que llamamos “sociedad” opera como una cadena fordista de aflicción y angustia-, de modo que entre aquél y lo sentido no haya diferencia de naturaleza. Aunque no lo sé, me parece que es una buena pregunta. Cómo ponerle palabras para que el dolor no se transforme en suspensión, en parálisis, en pura queja sumergida, en sumisión a un orden que ordena soportarlo como parte de la renuncia a sí, la condición para adaptarse al modelo diseñado bajo la forma de la víctima. “Bueno, sean víctimas dice el poder mientras no estorben. Los dejamos ser pobres sufrientes si quieren”, comunican. Frente a un mandato superior cuyo estatuto parece indiscutible, una voz jerárquica que desciende como la razón misma de las cosas, es decir, las relaciones y los imperativos que no pueden detenerse como el mar que siempre llega en olas –“si hay un docente contagiado de coronavirus, se lo aísla y las clases siguen”-, cómo inventar enunciados que muevan al dolor en otra dirección, hacia el acto afectivo que genere comunidad. Por ejemplo, en este presente, percibir y sentir la vacunación contra el Covid-19 no como un logro o destino individual de lo que se adiciona de a uno, un emprendedurismo de protección sanitaria, antes bien como un hecho de lo común, en que cada uno es la parte molecular de un común inmunizado.
Pero el dolor no es pura idea, porque hay una diferencia entre la sensación y la imagen de ella. Y las sensaciones no responden a formas ideológicas, de modo que no son el resultado de una alienación entre “lo real” y la realidad, sino la dimensión de lo sintiente: las intensidades que recorren los cuerpos y no se dejan formalizar. Los predicados del poder que bajan por la escalera de la circulación indefinida como sinónimo de la existencia dejan restos, heridas, memorias que no pueden ser absorbidos por ninguna red supuestamente omnisciente: aquello que no puede ser visto, aquello que no puede ser hablado. Por eso, si el dolor que circula silencioso por la ciudad amenaza con inscribirse como regularidad cotidiana, si la diferencia indiferenciante ante el sufrimiento ajeno se cierne como “normalidad” bajo la rúbrica de la sobrevivencia del más apto, si el trazado necrológico que subyace esparcido en el sentido común” persiste, lo hará provisionalmente, pues el dolor regresará revulsivo.
Mientras tanto, la pregunta por la fabricación de otros enunciados que muevan el dolor hacia un afuera de lo que existe, una imaginación común de lo que no hay, y ya no como repetición de lo mismo, constituye la urgencia de otros “trabajadores esenciales”. Porque adentrase en los problemas de la lengua envejecida, el problema de las memorias que yacen en los cuerpos, el problema de cómo describir lo nuevo que emerge en cuerpos estallados por nuevas formas de servidumbre en el trabajo cognitivo, por las viejas formas de la explotación y la precarización de la vida, el problema de delinear los nuevos modos de acción callejera que predican el odio y el deseo de muerte hacia los otros -vistos como “lastres” para la vida y que, por tanto, “merecerían ser eliminados”-, no puede considerarse una tarea de segundo orden respecto de las necesidades perentorias de atención sanitaria y vacunación inmunizadora. Hay algo que requiere ser tratado, lo que farfulla en sordina por detrás de los datos y las estadísticas de una ciencia epidemiológica subida poco menos a la posición de “salvadora” de la especie. ¿Realmente estamos convencidos de que la ciencia de manera unilateral nos sacará donde el barco se encuentra encallado?
Ahora bien, la tarea de la renovación de la lengua no será el resultado de una mera labor de profesionales especializados colocados un poco por arriba, un poco por delante de la masas, para transmitirles cómo se constituyen enunciador y enunciatario en el discurso del poder y, de ese modo, desentrañar lo no dicho en los enunciados. En esa perspectiva, sería la condición para acceder a los saberes “verdaderos” a través de los cuales ellas –las masas- podrían elevar su conciencia de clase. Renovar la lengua no es cuestión de semiología, de comunicación, pues no se trata de saber cómo perfeccionar el contrato de lectura, los códigos que relacionan las figuras discursivas enunciador/enunciatario, sino de hacerle decir a la lengua aquello que se escapa de toda codificación. Entonces, más que un saber que evoluciona desde lo no sabido hacia mayores niveles de conocimiento, se trata de un no-saber que, cuando irrumpe, coloca a las gramáticas fuera de sus goznes para dejarlas exhaustas y hundidas en la perplejidad. Además, los actores populares demuestran que pueden arreglarse bastante bien para activar su conciencia política sin la ayuda de profesionales de las ideas que procedan de una exterioridad. Cuando el conocimiento se ha transformado en la principal fuerza productiva de la época, la invención de nuevos enunciados podrá ser un efecto de las luchas de trabajadores en favor de desarmar relaciones de poder productoras de miseria económica y precarización de la existencia. Entonces la elaboración de una nueva retórica para salir de la reproducción del pasado tendrá como condición de posibilidad no la traducción -que literalmente significa llevar algo de un lugar a otro- de un saber catalogado como “verdadero” desde una exterioridad que pasaría de unas manos a otras. Aquí en la base, hay una imagen de pensamiento del capitalismo industrial que planteaba la división entre “trabajadores intelectuales” y “trabajadores manuales”, pero que ha sido derogada por las nuevas relaciones de producción y de vida del neoliberalismo –con la generalización del trabajo cognitivo, por ejemplo-. Sino por el despliegue de un conjunto de prácticas discursivas y no discursivas de trabajadores y trabajadoras en todos los dominios. Pero que enfrenten ahí, donde se hallen tomados por las relaciones de poder, la estrategia de transformar la totalidad del tiempo de vida en tiempo de trabajo, tanto bajo formas de conexión ininterrumpidas, como a través del proceso de desposesión de los resortes claves para la reproducción, que confronten el diagrama de transformación de cada territorio en una superficie de productividad. Y el modelo de la deuda indefinida que involucra, por un lado, a los Estados en una forma de dependencia política ante los poderes financieros globales, pero, por el otro, traza en los barrios populares la heteronomía y la servidumbre de los individuos al poder de los acreedores.
Por eso, no habría nada que traducir en el sentido mencionado anteriormente, sino un trabajo activista de cuerpos hundidos en el dolor ante la experiencia de adecuación al vacío mercantil, para que emerja lo que no hay, lo que no existe, un no-saber que nos ponga afuera del “yo”, de todo lo ya sabido, “otro común” que nos acomune, la comunidad que falta para una comunidad desarrapada. Entonces, hacer el movimiento, pues en el mover hay experiencias que se desgajan de las correspondencias, de las correlatividades y de lo actual determinado, en una apuesta por hacer ascender nuevas determinaciones. Pero hacer el movimiento también concierne a los enunciados, a lo que habla y hace hablar. Pero ¿cómo mover ante una discursividad codificada por parte de quienes dominan las relaciones de poder?
*Conductor de Panorama Federal, lunes a viernes de 7 a 8hs, por Radio Gráfica.
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