Por Ariel Weinman*
La información dice que una mujer que rancheaba debajo de la Autopista en la calle Virrey Cevallos fue quemada viva el sábado 4 de julio por la noche. La imagen fotográfica, tomada por un testigo del hecho y reproducida en el muro de la Asamblea Popular por los Derechos de las Personas en Situación de Calle, muestra una bola de fuego junto a la pared de una edificación y en la parte superior dos terraplenes de cemento. La imagen que irradia luminosidad, acompañada de un epígrafe que indica que allí ardía un cuerpo, aunque imperceptible, contrasta con la oscuridad de la noche. La representación, a pesar de constituir una escena escalofriante para la consciencia visual de quien la contempla, jamás podrá relatar la sensibilidad del cuerpo de la víctima. Frente a esa irreductibilidad entre las figuras en la pantalla y el dolor de un cuerpo, de todos modos, el suelo en el que piso se astilla en mil pedazos y se hunde en un abismo. Bronca, perplejidad, impotencia. Pero, ¿qué sé del sufrimiento ajeno?
Muy cerca de ahí, hace 43 años un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada secuestraba al periodista, intelectual y activista peronista Rodolfo Walsh. San Cristóbal nuevamente se levanta como teatro del horror. Sin embargo, hay un hiato entre ambos episodios: a Walsh lo detiene y lo desparece la violencia estatal como parte de un plan sistemático de desaparición de personas, y el cuerpo del autor de Operación Masacre es parte del martirologio que pagan quienes se han rebelado contra la explotación, la opresión y la injusticia hecha sistema. A la mujer que no conocimos, ni siquiera sabemos su nombre ni su historia personal, fue rociada con nafta y hecha fuego por uno de nuestros semejantes, de esos que nos cruzamos habitualmente por las calles porteñas. Quien ejecutó este acto es un prójimo que paga sus impuestos, que vive entre nosotros y cumple con la ley, según el manual de la corrección ciudadana.
Cuando los “azules” llegaron al lugar de los hechos llamaron a los Bomberos para apagar el principio de incendio. Para la policía y la Fiscalía Criminal y Correccional 52, a cargo de Romina Monteleone, se trata de una “muerte dudosa”, porque dicen que “no saben las causas” que provocaron su muerte. No resulta extraña la apelación a “la duda” por parte de las autoridades que cuando actúan siempre lo hacen después de los hechos. Expresan las incertezas de una investigación supuestamente en curso. Para ellas, lo dudoso es quiénes son los responsables, porque la ley que nos unifica y homogeneiza ante ella, nunca se ocupa de causas, desde el momento en que su función estatal es la de gestionar el castigo. La mujer era una “sin techo”, dice la crónica periodística, pero sin ánimo de restarle responsabilidad política al gobierno porteño, ¿puede explicarse esta siniestra fogata sólo por las políticas oligárquicas? Si estamos frente a un problema que brota desde el seno de nuestra vecindad, ¿no exige arrancarle el problema a la justicia y a los peritos para transformarlo en el centro de nuestra reflexión y acción antifascistas, mucho más cuando eso que llamamos “sociedad porteña”, salvo contadas excepciones, ha permanecido en silencio? ¿O es que tenemos que acostumbrarnos también a que los “descartados” por el neocolonialismo sean asesinados como si fuera un problema que no nos pertenece? Hablar de él, formularnos las preguntas y las acciones imprescindibles para desarmar esta “normalidad”. Y devolverle, aunque sea siempre tarde, el nombre a la mujer quemada, restituirle su historia y procurarle la compañía que no supimos brindarle cuando estaba viva.
Las memorias colectivas de las organizaciones libres del pueblo en acción quizás obtengan que los funcionarios y funcionarias estatales trabajen para reconstruir los hechos, establecer las responsabilidades y distribuir las penas. Está bueno reclamar justicia y cuestionar las políticas del desamparo de un Estado gestor de negocios, que ve en cada cuerpo a una mercancía ahora con fecha de vencimiento. Pero quizás, la actualidad imponga plantearse preguntas inactuales, anacrónicas, fuera del tiempo, para no dirigirlas sólo a indagar sobre la narrativa policial y jurídica, ni orientadas a saber, exclusivamente, si el crimen será esclarecido e identificada la autoría. Pensar con la lógica punitivista que siempre clama por castigo es permanecer bajo la estridencia lumínica del presente, una potencia de luz que ciega por exceso y que se torna inútil para desarmar el accionar fascista.
Por eso, para que esta práctica no retorne como la repetición de lo mismo, más que confianza en el sistema penal y el deseo de hallar culpables “que se pudran en la cárcel”, antes bien hacer algunas preguntas humanas, demasiado humanas: ¿qué afecciones actuaron en las manos que ejecutaron esta monstruosidad? ¿Qué porteñeidad es la nuestra que tolera con indiferencia un crimen cuyos enigmas están develados desde el principio? ¿De qué están hechos los hoyos de “vecinas y vecinos” desde el que brota tanto odio social? ¿Cuáles son la intensidades que ejecutan la “caza de brujas”, sobre mujeres condenadas a morir en la hoguera, ya no “porque entregan los niños al Demonio” o porque ejercen el control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, sino sencillamente porque fueron condenadas al desamparo y la pobreza?
Preguntas urgentes lanzadas desde el llano, para desmontar esta forma no metafórica del arder: “los pobres como pasto”.
(*) Periodista de Radio Gráfica
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