Por Ariel Weinman (*)
Frente a las enfermedades que produce la miseria,
frente a la tristeza y el infortunio social de los pueblos,
los microbios como causas de enfermedad,
son unas pobres causas
Ramón Carrillo
Tres horas después de regresar de un viaje laboral por el norte argentino junto a un grupo de compañeras/os docentes y estudiantes de la Universidad Nacional de Avellaneda, y autoridades de pueblos indígenas, comenzó la cuarentena obligatoria. Desde ese momento –la noche del jueves 19 de marzo- el discurso presidencial transformó de modo inmanente a las y los mayores de 60 años de edad en cuerpo de la nación en riesgo por coronavirus. Esta minúscula singularidad individuada comenzó a sentir que ingresaba en una categoría jamás imaginada. Podía reconocerme como perteneciente a una identidad específica, la que se usa para presentarse ante los demás como trabajador de la palabra, docente extensionista, etc., pero, ahora formaba parte de un conjunto que podía hundirse, rápidamente, en lo más inhóspito: la muerte. Un tipo de práctica que es absolutamente desconocida, la muerte que no es mía ni suya, es la experiencia de lo inexpropiable, un posible que llega nomás… como humanos, demasiado humanos que somos, pero de modo anticipado como efecto de una epidemia. Pero además de todos estos miedos que a uno le están dando vuelta en el cuerpo, mire si no es para volverse loco que días atrás se afirmaba como verdad irrevocable que “la naturaleza humana había cambiado tanto, que en esta primera parte del siglo XXI los varones podían trabajar hasta los 70 años de edad como si nada” y, casi en simultáneo, se nos declara que “somos un cuerpo en riesgo de morir en cualquier momento”, y para otorgarle un poco más de dramatismo a todo esto, a manos de “un enemigo invisible”. En efecto, equizofrenia al palo, pero no hay de qué quejarse, porque quizás la estábamos necesitando, aunque fuera por causas involuntarias, agitados como estábamos por tanta normalidad, ¿por exceso de quietud?
Y en este ejercicio de colectar paradojas inútiles, me pregunto, ¿cómo era que “la naturaleza” era un actor inerte, un objeto inanimado que podíamos manipular y violar una y otra vez a nuestro antojo, cuando ahora estamos a merced de una entidad que es definida en virtud de los agentes que moviliza, al punto de producir 285 mil muertes y 4,2 millones de infectados en el mundo tan sólo en diez semanas, y tener paralizado al 80% de la población del planeta? Digo “violar” expresamente, sí, porque desde el principio, ¿no la habíamos definido “mujer” sintácticamente en el lenguaje del colonizador? Claro que hay una diferencia entre los actos voluntarios y conscientes de los humanos y los de una “naturaleza” que no se revelan más que por sus competencias, es decir, que aquello que son esos actos, no se definen, sino por sus performances, vale decir, después de que se haya logrado registrar cómo se comportan. Para una política de estado siempre podemos caracterizar cuál es su esencia, de la que se derivarían sus propiedades; por ejemplo: activar la cuarentena obligatoria para prevenir los contagios o dejar librado el destino al libre juego de la conjunción de virus con los cuerpos, con los resultados ya conocidos que vamos a imputar a un “liberalismo” decididamente global y genocida. Pero, ¿podemos determinar esa esencia para unos virus pandémicos cuyo modo de ser nos es desconocido? Si uno no sabe nada del coronavirus, ¿no deberíamos comenzar por explorar de qué se trata, cómo hace lo que hace? Sin embargo, la discusión sobre la cuarentena, acerca de “todo lo que se pierde”, el debate moral sobre la liberación de los presos “indeseables”, incluso cómo continúa la economía son argumentos que se esgrimen como los problemas, los problemas esencialmente humanos, pero como si la naturaleza permaneciera muerta, como si fuera un objeto pasivo para un exclusivo uso antropológico. ¿Qué es lo que haría falta para salir del círculo de creencias, en el hoyo de los artículos de fe en el que hemos caído para no dar cauce a una realidad material, efectiva y, ahora conmocionante que se levanta como un monumento gigantesco frente a nuestros ojos? Hablar sólode los efectos de la pandemia no hace más que oscurecer el problema esencial, a saber, ¿por qué unos virus que estaban contenidos en un ambiente mutaron para alterar el orden natural de la vida y de la muerte?
Así, la angustia por el impacto, la agitación ante tanto desasosiego, la equizofrenia de discursos paradójicos me sacudieron el cuerpo sometido a los hábitos y la fuerza de la costumbre para empujarme a escribir algo bajo el signo de lo compulsivo, pero claro, para no escribir nada.
El cuerpo encerrado -de ninguna manera por el aislamiento preventivo-, sumido en la contradicción de no parar de escribir acuciado por una extrañeza, pero para definitivamente no poder hacerlo. Si el discurso es elevado por las buenas razones de la razón y la retórica bien formada para buscar siempre el consentimiento y el agrado de un destinatario razonable, ¿es eso en lo que consiste el acto de escribir? ¿Bajo qué imagen de pensamiento se articulan las palabras cuando se imagina un lector posible para hacerle creer que lo que tiene ante sí es resultado de un acto de pensar –pensar lo inédito con las fuerzas de lo nuevo- y no la repetición de las verdades del sentido común?
No sabemos lo que se viene después del coronavirus, aunque los pensadores “eurocentrados”, en Europa y aquí en Nuestraamérica, al modo de “aprendices de brujo” parece que sí tienen las verdades debajo del brazo. Enarbolan las doctrinas que anticipan el porvenir como resultado de una superación dialéctica de las contradicciones existentes, desconociendo la incertidumbre, que es ella misma una paradoja: la bella mujer de dos senos contrariados, uno liberado de la castidad de la normalidad, el otro, que amamanta con la leche amarga de la acuciante posibilidad de volver a ser esclava. Ese no-saber no convoca a la pasividad, sino todo lo contrario, se erige como una fuerza productiva para actuar en esta contingencia, animados porque se ha abismado otro “sentido común” a escala global, porque, ¿no es cierto que se ha hecho evidente -desde cualquier lugar del globo- la fragilidad en la que se encuentra el mundo? Además, la creencia en que lo que se suponía fijo e inmodificable como sólidas verdades derivadas de paradigmas deterministas, ¿no “se ha disuelto como polvo en el aire”? ¿No ha dejado paso a la idea más consistente de que el coronavirus ha destronado la utopía de todo control, de toda determinación?
Por eso resulta paradójico, aunque no por ello menos dramático, que cuando el cartesianismo -que estableció sistemáticamente desde el siglo XVII hasta la actualidad la separación entre sujeto y mundo, entre conciencia y la “naturaleza”, entre espíritu que piensa y el cuerpo “pasivo” como dos regiones ontológicas inabarcables-, está destituido por esta realidad dantesca, recaigamos otra vez en la fórmula cartesiana del cogito. Es la figura de un “Yo” que puede discernir “todo lo claro y lo distinto” fuera del tiempo. Quien habla siempre se para por encima de los demás para alumbrar las certidumbres del porvenir. La voz de una conciencia iluminada y la voz de la elocuencia a la vez. En base a esta enunciación se dicen las verdades de todo lo que vendrá a escala universal: un nuevo comunismo, aunque sea de un nuevo estilo sin la pesadumbre estalinista, o una sociedad en la forma de totalitarismo de control operada por la big data a la enésima potencia o todas la formas intermedias a través de alternativas ya hechas y definidas. Hay algo en la gramática y la sintaxis de esos discursos que revela cómo enuncian bajo la matriz discursiva imperial/colonial. Permanecen como “alternativa”, pero dentro del campo delimitado por los dueños del mundo y que -como decía Walsh- son los propietarios de todas las demás cosas. Mientras tanto, la emergencia de unos virus pandémicos se levantan sobre esas relaciones sociales como su inconsciente, para amenazar la vida, la vida que quiere vivir. Aquí quien erige la mejor verdad, quien promete el ajuste de los enunciados y la realidad no es el problema, sino porque presentan los hechos cerrados y definidos en una dirección ya determinada de antemano. Pero dejan de lado lo que siempre en el Sur del mundo vino a arruinar esos esquemas racionales, homogéneos, universales, obviando lo único que no se puede obviar en la oscuridad de ningún presente marcado a fuego por la herida colonial: las reservas sensibles que trabajan con lo que viene desde el fondo de la historia y que de vez en cuando irrumpen para hablar sobre la actualidad del tiempo eterno. No cuentan con los subsuelos siempre en trance de sublevarse.
(*) Periodista de Radio Gráfica
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