Uno de los géneros más sugestivos que Hollywood desarrolló en la década del ‘40 es el film noir o cine negro. Las historias de emboscadas y crímenes construidas en universos lúgubres y ciudades amenazantes consagraron a la figura del detective privado y a la de la femme fatale. Un mundo sin tregua para los débiles que nos proponemos homenajear en esta nota.
Por Victoria Lencina*
“Sí, lo maté por dinero y una mujer. No conseguí el dinero ni la mujer. ¡Estupendo!”
(Pacto de Sangre, Billy Wilder)
El film noir tiene como principales antecedentes al Realismo Francés de Marcel Carné y a la novela negra de Dashiell Hammett, James Cain y Raymond Chandler. La historia del hombre patológicamente obsesionado por una mujer y/o una suma de dinero delineaba la existencia de un mundo individualista, carente de moral y perturbador. El halcón maltés de John Huston (1941) es considerada la película que inaugura la estética negra en cine debido a que cuenta con los elementos característicos de dicha narrativa. El detective interpretado por Humphrey Bogart, la mujer fatal a cargo de Mary Astor y una trama de engaños y perversiones por la obtención de una estatuilla que haría millonario a quien pudiera poseerla.
El lugar de la mujer en este género cinematográfico está reservado para la participación activa en la situación delictiva. La femme fatale tiene encanto, erotismo, misterio y personalidad. Es un tipo de mujer resuelta y dominante que mediante artimañas -escote, tobilleras, corsé, guantes de seda- busca seducir a un hombre para satisfacer sus ambiciones económicas. Esta equiparación de los deseos masculinos y femeninos -entendidos en términos de ambición- era imposible de plasmarse en otras películas de la época en tanto la censura del Código Hays, aplicado en 1934 y abandonado en 1967, ponía bajo la lupa los desnudos, crímenes y adicciones antes de cada estreno. El comportamiento sexual ilícito necesario para el desarrollo de la trama en el noir recibía un castigo moralizante a modo de moraleja hacia el final de la película. Tal es así que, por ejemplo, en Pacto de sangre (Billy Wilder, 1944), El Cartero llama dos veces (Tay Garnett, 1946) o Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1947), la relación adúltera de sus protagonistas recibe un castigo ejemplificador mediante la cárcel, el suicidio o la muerte.

El Código Hays no sólo tenía como objetivo “no rebajar el nivel moral del espectador”, sino también proteger la industria local impidiendo la llegada de películas europeas que no se adaptaran a los cánones hollywoodenses. Este rasgo no es menor si tenemos en cuenta que en el rótulo “film noir” se combinan nombres de directores norteamericanos junto a los de muchos exiliados europeos de la Segunda Guerra Mundial. Así, desfilan entre sus nóminas Fritz Lang, Otto Preminger, Michael Curtiz, Jacques Tourneur, Robert Siodmack, Edward Dmytryk, Howard Hawks, entre muchos otros.
La fotografía en blanco y negro, planos inclinados, contrastes de luces y sombras característicos del film noir evocan a los primeros films del Expresionismo Alemán. Estos directores que habían llegado a Hollywood desde Alemania trajeron consigo un arsenal visual invaluable que atesora obras como El gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), Nosferatu (Friedrich Murnau, 1922) o Metrópolis (Fritz Lang, 1927). Esa imagen demoníaca o visión del mundo deformada del Expresionismo Alemán se retoma en el noir para poner en evidencia la corrupción de las instituciones y los conflictos entre la ley y el hampa.
En una película como El tercer hombre (Carol Reed, 1949) la oscuridad de las imágenes y el solitario y miserable paisaje de una Viena en ruinas en plena posguerra, agrega angulaciones en picado y contrapicado, para orientarnos hacia una unívoca dirección: la catábasis. Joseph Cotten obnubilado por su ambición desciende por las alcantarillas hacia un submundo urbano oculto. Allí, Orson Welles, prófugo de la justicia, intenta escapar de una persecución policial por alguna abertura. Cae, se levanta y luego se oye uno de los disparos más sórdidos de la historia del cine: el de la traición. Como ratas que caminan por las cloacas, en medio del agua putrefacta, Joseph Cotten y Orson Welles se encuentran y miran por última vez. En ese ámbito sórdido, marginal y bajo, el crimen y el castigo se entremezclan con el deseo y la culpa. La muerte y el olvido mancillan el honor de un hombre perdido en tierra ajena.

El Holly Martins de Joseph Cotten en El tercer hombre, el Walter Neff de Fred MacMurray en Pacto de sangre o el Al Roberts de Tom Neal en Detour (Edgar G. Ulmer, 1945) como otros protagonistas del cine negro generan menor identificación con el espectador que en el caso de otros géneros. La empatía directa lograda por el personaje central de un melodrama, comedia, musical o ciencia ficción es diferente a la conseguida en el film noir. El desconcierto social y los valores morales pregonados en tiempos anteriores se tambalean. Se trata del período de posguerra donde los hombres que regresan a sus hogares se encuentran con que sus mujeres han tenido que salir a trabajar para mantenerse y ya no obedecen al insulso estereotipo del American Way of Life de Doris Day. La escenografía de desconsuelo, carteles de neón, empedrados mojados por la lluvia, callejones turbios, zonas de bajos instintos como aguantaderos, cabarets, casinos y estaciones de trenes son aspectos de una historia oculta que mediante flashbacks y voces en off el film noir se propone rememorar, invocar y mostrar.
No es casual que la considerada “última” película del género -el entrecomillado se debe a que los géneros son siempre revisitados y reescritos- sea Sed de mal de Orson Welles (1958). Si la historia del noir comienza con el sueño confuso de El halcón maltés, su culminación no podía ser menos que la de una pesadilla. En Sed de mal hay tráfico de drogas, prostitución, tráfico de blancas y un policía obeso, alcohólico y repugnante, interpretado por el propio Welles. La justicia y el hampa se debaten a duelo, y la figura que encarna la ley es la de un racista empedernido que desearíamos tener lo más lejos posible.

El ácido corrosivo que corría por las alcantarillas de El tercer hombre también se sintió en Washington en la década del ‘50. El senador McCarthy denunció una conspiración comunista en el mismo departamento de Estado e instauró un régimen de persecución ideológica -conocido como “caza de brujas”- que interrogaba, censuraba y dejó sin trabajo a muchos directores, guionistas, sonidistas, músicos, fotógrafos, productores y técnicos cinematográficos. Debido a la eficacia de la Lista Negra, muchos realizadores se vieron obligados a volver a exiliarse.
Las buenas costumbres, los intentos de normalización y control pregonados por la ley y la desarticulación de los mismos bajo la figura de galanes de medio pelo también eran tópicos recurrentes en el cine argentino. Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949), Sangre negra (Pierre Chenal, 1951), Si muero antes de despertar y No abras nunca esa puerta de Carlos Hugo Christensen (ambos de 1952), El vampiro negro (Román Viñoly Barreto, 1953) y Los tallos amargos (Fernando Ayala, 1956) son fieles exponentes del film noir argentino. Género cinematográfico que devela la historia de los suburbios, de marginales estigmatizados, de exiliados, de persecuciones ideológicas, censura y la llegada de un nuevo tipo de mujer. Su irresistible seducción es su imagen pero también su historia prohibida.

(*) Licenciada en Artes, columnista de Desde el Barrio (lunes a viernes de 10 a 13hs)
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