Por Agustín Montenegro*
En una carta de 1913 a Felice Bauer, su novia, el sufrido y autoflagelado Franz Kafka escribió: “la literatura y la oficina se excluyen mutuamente, pues escribir es algo que gravita en las profundidades, mientras la oficina está allá arriba, en la vida. De modo que no hace uno más que ir de arriba abajo, y el resultado no puede ser otro que el desgarramiento.” Por lo tanto, dos posibles conclusiones: la primera, el oficio de la literatura es distinto al de un trabajo, efectivamente. Ahora, no podemos negar que Kafka fue uno de los mejores escritores en lo que refiere a mostrar los efectos de un mundo burocratizado sobre los individuos. Y la segunda: ¿quién querría trabajar, todos los días, en esas profundidades oscuras donde se hace la literatura según Kafka?
El trabajo de lxs escritorxs es habitualmente el del periodismo o la docencia. Leopoldo Marechal y Liliana Bodoc (por citar nombres del espectro amplio de nuestra historia) fueron docentes, Martín Kohan, Eduardo Sacheri y Gustavo Ferreyra lo son. Escritores periodistas hay por miles: Mailer, Arlt, Giardinelli, Cabezón Cámara, Caparrós. Un escritor que me gusta mucho, el mozambiqueño Mia Couto, es biólogo y ejerce su profesión. Kike Ferrari, autor porteño, es trabajador del Subte. Wallace Stevens, poeta modernista estadounidense, trabajó toda su vida como abogado en una empresa de seguros. Daniel Moyano, violinista y escritor, tras su exilio en España tuvo que ir a trabajar siete años a una fábrica de maquetas.
La imagen del escritor que se dedica a la escritura en la pobreza o la riqueza (es decir, en el no trabajo) también es habitual. El poeta surrealista francés Arthur Rimbaud dejó la escritura a los 20 años. Su trabajo marcó por completo la historia de la poesía. Después sí, se dedicó a trabajar, entre otras cosas, de contrabandista de armas. Adolfo Bioy Casares hizo una obra con hermosos objetos literarios de gran factoría y posiblemente la hizo gracias a que su pertenencia a una clase acomodada le permitía dedicarse a dejar carreras universitarias para leer, escribir y tener aventuras amorosas.
La imagen del escritor como una suerte de burgués que puede dedicarse al ocio literario, y la imagen del poeta reventado, bohemio y pobre siguen en la órbita de las representaciones sociales de esta noble labor. A la vez, estas representaciones son las que llevan a que difícilmente el oficio de escritor sea algo a poner en un currículum. La historia de la literatura está llena de escritorxs que, siendo empleados, escribieron una gran obra literaria. Las cuentas no dan: efectivamente, escribían en el laburo. En todo caso, es un pequeño robo simbólico a la plusvalía por el bien de la literatura.
Hubo, por supuesto, expresiones creativas al respecto. Una que recuerdo con cariño personal es la del soviético Boris Arvatov, que con otros artistas pergeñó la línea productivista del trabajo artístico. Los productivistas creían que el artista debía tener algo así como una “pata industrial” en su trabajo. ¿Qué implicaba esto? Quebrar el dualismo capitalista entre consumo/producción, entre vida cotidiana-trabajo/arte. Arvatov fue un pionero de los estudios culturales: “… fumar un cigarrillo, ponerse un piloto o una gorra, o abrir una puerta, estas “trivialidades” tienen su valor, y no son cultura sin importancia…”. Esa unión entre los objetos de consumo (cigarrillos) y de producción (puerta) es el objeto socialista: y tiene una entidad estética. ¿Dónde queda el arte? El objeto de “lujo” que produce el artista debería dar paso a ese objeto socialista que tiene tanto una función estética como una función de uso en la vida cotidiana. Los escritores se ocuparían de la cartelería, los artistas plásticos de los bancos de las plazas, y los músicos sabrían fabricar guitarras. Eso, en el socialismo de los años veinte.
Lxs escritores son trabajadores, pero esto no quita que la reflexión sobre su trabajo, en los términos propios del trabajo, no esté muy clara. Sobre todo en términos de posibilidad: ¿se puede trabajar solamente de escribir literatura? ¿en relación de dependencia, en cooperativas? ¿cuál es la relación con el mercado donde se intercambian las mercancías que produce el escritor? ¿Hay control de calidad para los productos literarios? ¿Alguien puede denunciar a Stephen King por no dejarnos dormir una noche con su producto y causarnos, por ejemplo, un accidente de trabajo en consecuencia? O, por el contrario, ¿si no me da miedo un libro de terror, puedo devolverlo? ¿Es responsabilidad del editor, o del autor, o mía? Son preguntas, nada más, pero que llevan a otros temas: formación, sueldo o remuneración, y sobre todo el tiempo. ¿Cuánto tiempo se necesita para escribir una novela? ¿Y dos? Para escribir se necesita tiempo, creatividad, técnica… ¿puede un carpintero decir “Hoy no estoy inspirado, lo termino mañana?”. ¿Y un médico? Más allá de la rutina del trabajador de la literatura, dentro de ese trabajo está contemplado el hecho de no hacerlo. Notorias son las reflexiones de escritores, del mencionado Kafka a Arlt, sobre la imposibilidad de escribir, y los problemas sociales, mentales y de salud que esto genera.
Finalmente, el último (y hoy principal) debate son los derechos de las obras que contienen los libros. Porque una cosa es el mercado editorial y otro es el mercado de la literatura. Pero será una discusión distinta, más larga aún, que en tiempos de coronavirus e intercambio de libros en pdf está dando mucho para reflexionar. Si bien me inclino por una posición, no puedo dejar de señalar eso: por ahora, parece ser que la relación entre trabajo y literatura está en todos los mundos posibles. En los de los “otros” trabajos, en los del trabajo propiamente dedicado a la escritura, y en el de la fragilidad y vulnerabilidad propios de la precarización y la inestabilidad laboral. Propongo pensar en esta situación múltiple y compleja como una posible razón de que el estereotipo de escritor o escritora sea el de borrachx, suicida, vagoneta, diletante, chanta, oscurx o simplemente deudor o deudora crónicx.
Roberto Arlt, sinceramiento de un escritor que fracasa en su trabajo
En la semana en que Roberto Arlt hubiese cumplido 120 años, vale la pena volver sobre el escritor que puso sobre la mesa la relación entre la literatura y la guita, sin pelos en la lengua, como él acostumbraba. Lo hizo en su clásico prólogo a Los lanzallamas (1929), que en general es citado por razones menos interesantes que la que sigue acá:
“Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage (…) Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada (…)”.
Arlt habla del oficio de escritor en un cuento con un sentido del humor magnífico: “Escritor fracasado”, el cuento para cualquier escritor o escritora que haya caído en las garras de la desesperación. Después de un fugaz éxito, el escritor fracasado no encuentra qué hacer, y pasa a ser: crítico, líder, vanguardista de la negatividad de la obra, frecuenta los hábitos más monásticos, busca inspiración en las mujeres, se dedica a la crítica furibunda, se dedica a mentir, a poner excusas… A todo, menos a escribir. Es un cuento muy sincero sobre la relación entre las expectativas, los deseos de grandeza, de los escritores (que se reflejan en sus ídolos) y las realidades, que si bien pueden ser determinadas por multiplicidad de factores (siendo el dinero el principal) también dependen de un factor clave: escribir.
Solo hay que cavar
Seamus Heaney, nacido en Irlanda del Norte, fue un poeta ganador del Premio Nobel. Su primer libro, Muerte de un naturalista (1966) comienza con un poema llamado “Digging”, es decir “Cavando”. Dejaré la traducción publicada en esta bellísima revista de poesía y traducción que es Buenos Aires Poetry. Como verán, el poema de Heaney arranca con el poeta sentado y pluma en mano. En ese momento escucha un sonido, que parece venir del pasado: es el sonido que hace su padre cuando cava en la tierra para cosechar papas. Y de allí pasa a esa sensación palpable de ver a su abuelo, también, clavando la pala en la tierra, cavando, para sacar las papas desde lo más profundo de la turba. Es un poema a la vista simple como el oficio que describe: la pala, la tierra húmeda, las papas, símbolo del trabajo, el sacrificio y hasta la pobreza en Irlanda. Clavar la pala en la tierra, cavar hacia lo profundo, buscar alimento. Y esas imágenes despiertan dos revelaciones: una, el poeta no es un laburante del campo, no cosecha papas. No está a la altura de esos hombres, sus ejemplos, sus antepasados. Pero, a la vez, cuando piensa eso, observa que tiene una pluma en la mano. Y ahí dice: “cavaré con ella”. Porque la literatura, parece querer decir Heaney, es uno de los pocos trabajos (me la juego: el único) que permite ir a otro mundo, inventar algo, destruirlo, o indagar en las raíces de la memoria con un lenguaje que reenvía a múltiples espacios, todos ellos igualmente complejos pero a la vez con la capacidad de compartirlo, de darlo a conocer, y que lo entienda, lo comprenda y lo haga suyo cualquiera que pueda leer. En ese paralelismo se vuelve otro aspecto de la literatura: la artesanía. No hay patrón, ni mercado, ni ciudad, ni crítica literaria, ni siquiera hay libros: hay una mujer o un hombre, está la hoja y está la pluma, el lápiz. Está el trabajador, la trabajadora, la tierra y la pala.
Solo hay que cavar.
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