Por Fernando Gómez *
Bienvenidos a la nueva normalidad, podría rezar el cartel de recepción a la época que se jacta en fabricar su nacimiento en este 2025. Una clara referencia a la frase motivacional predilecta de quienes marcaban con el dedo un futuro incierto, y servían para edulcorar las decisiones políticas que rodearon el abordaje de la pandemia del Covid 19.
Mientras alguien salía a un balcón a aplaudir a médicos y enfermeros, fantaseando con un futuro en el que los científicos tuvieran marcado protagonismo, la multinacional que tiene a Google como marca de cabecera ofrecía el “movility report” a Estados y organismos internacionales para realizar un seguimiento masivo de poco más de la mitad de la población mundial. Sus productos crecían a millones por usuarios conectados y el servicio educativo en Occidente, utilizaba su infraestructura digital para vertebrar productos que moldearan contenidos académicos.
El niño que tenía vedado el acceso al celular para combatir la dependencia tecnológica y favorecer su vinculación social, fue obligado a conectarse a una computadora o teléfono celular para aprender a leer y escribir a sus seis años de edad. Mientras los casinos comenzaban a funcionar antes que las escuelas, esos niños recibían estímulos digitales de corporaciones que diseñaron casinos virtuales como nuevos escenario de apuestas.
Mientras alguien esperaba ansioso que la repartija de vacunas fuera a tener un efecto material y positivo en el sufragio, y esperaba que llegara fin de mes para ir a cobrar el salario que los Estados no dejaron de pagar a sus trabajadores, Facebook se aprestaba a cambiar su identidad y evidenciar su pulsión monopólica comprando empresas y creciendo en cantidad de usuarios conectados. El 90% de las comunicaciones digitales de Occidente, tenían a Mark Zuckerberg como administrador principal del código que las autorizaba.
Al mismo tiempo que crecía la dependencia tecnológica en el intercambio de las comunicaciones, Elon Musk compraba Twitter y le cambiaba su nombre para autorizar la “libertad de expresión” que habrían de canalizar millones de cuentas anónimas con mentiras infantiles regándose como elegías de un nuevo sentido común que se había extraviado por “el avance del comunismo y el progresismo” durante la invasión del “virus chino”.
Mientras la clase dirigente se sentía cómoda con la actividad pública digital que ofrecía la tecnología entregada llave en mano para canalizar sus propuestas, y compraba el optimismo idiota del puñado de hombres que controlan a las grandes corporaciones tecnológicas, pensando que esta nueva normalidad fortalecería los Estados Nacionales, un grupo de empresas referenciadas en Silicon Valley, modificaban las condiciones en la estructura del poder financiero, asentaban los pilares para construir una nueva infraestructura digital que los transformara en hegemónicos e indispensables para moldear el desarrollo de la economía mundial y, además, aceleraban el ritmo en el que pensaban ese mundo libre al que arriba de la riqueza, le sobraba Estado, le sobraban naciones y le sobraba gente.
La mayoría de la población mundial salió la de pandemia sustancialmente más pobre, con menos perspectivas de bienestar y con conflictos golpeando en la puerta de sus Estados, en las ventanas de sus pueblos o zapateando en la vereda de su comunidad. Una élite de empresarios tecnológicos salieron de la pandemia obscenamente más ricos, con el control remoto en sus manos para condicionar la capacidad de planificación política de un sistema de gobernanza y orden global que se cae a pedazos y con la autoridad para imponer sus condiciones hegemónicas en cualquier planificación económica fronteras adentro de su influencia occidental.
Un día, llegó Milei como anticipo. Y un día de 2025, volvió Trump. Y nos invitaron a la nueva subnormalidad.
Entre monigotes y tecnolibertarios
Mi amigo Carlos Caramello, en su última publicación, advertía por enésima vez que “Milei no gobierna: entretiene. Muda el foco de atención. Distrae. Desvirtúa el orden del discurso político. Espanta. Provoca. Hace piruetas. Come maní. Y se sube, cuando lo invitan, al instrumento del Gran Organillero que está haciendo su propio show allá por Washington DC”.
El académico español Alberto Barreiro, a su vez, sostiene en referencia a Trump que “Es la fachada, la anécdota, el entretenimiento que desvía la atención de lo esencial. No hay en él ideología ni visión, tan solo oportunismo. Su mérito consiste en ser la fuerza que destruye la narrativa y el orden del presente, pero no es ni pretende ser, un creador de futuros. Los que aparecen en el horizonte como arquitectos de nuestro mañana son una serie de oligarcas multimillonarios que sí parecen tener la suficiente fuerza y claridad de ideas como para influir y definir la dirección del porvenir común.”
Ambos, en esta historia, son la visión más descarnada de un capitalismo deformado hasta la crueldad, obscenos transmisores del sentido común de una élite ultrapequeña, degenerada socialmente y portadora de un supremacismo insoportable que los ubica en el podio de los arquitectos de un futuro luminoso. Ahí andaba Milei llamando héroe a cualquier degenerado que evadiera impuestos o fugara capitales; o Donald Trump, alegando que la nueva “Era Dorada” del imperialismo llegará a manos de atribulados mentales como Zuckerberg o Musk.
Son, eso sí, los portadores de una diatriba supremacista, conservadora y racista que le permite a una enorme mayoría de seres humanos a reconciliarse con sus sombras, a observar sin culpa al monstruo que tenían escondido en el placard. Son la reivindicación del racista que tuvieron que esconder, del misógino que los hacía pasar vergüenza, del degenerado que escondía sus pulsiones. “Nos dan permiso para ser la peor versión de nosotros mismos en un mundo sobrecargado de hipocresía y ocultamientos” decía Barreiro.
Nos cuesta imaginar un futuro sin democracia liberal, aún ante la comprobación del colapso de sus fundamentos en que transcurre su tiempo presente. Quizás por eso las agendas de aquellos que pensamos la política como la herramienta humana más potente para transformar la historia, nos cueste salir del molde en el que personajes que ocupan la presidencia de un país, así se exhiban insignificantes y mentalmente devastados, sigan ocupando una centralidad que ordena la agenda pública y motoriza adhesiones y resistencias según el sesgo de confirmación ideológico de cada quien.
Ojalá el futuro de nuestra Patria dependa de encontrar un candidato. Ojalá el futuro de la humanidad esté atado a los resultados que se ofrezcan desde una urna.
Pero quizás empieza a transcurrir el tiempo en el que dejemos de considerar afiebrado el futuro que imaginan ese puñado de muchachos a los que, aún con sus rostros jóvenes, asociábamos a los avances tecnológicos vinculados a los entornos sociales que devolvían el uso progresivamente adictivo de nuestro celular.
“Elon Musk es la figura más visible de un grupo de líderes tecnocráticos que incluye a Peter Thiel, Marc Andreessen y al propio J.D. Vance, Vicepresidente de Estados Unidos. Este grupo está unido por una visión de transformación global de base tecno-libertaria. Comparten la creencia en la tecnología como motor del progreso humano, aunque esto implique desafiar las instituciones democráticas tradicionales” sostiene Barreiro y agrega “defienden un libertarismo que rechaza la intervención estatal y promueven la privatización extrema de las instituciones públicas, trasladando funciones esenciales del Estado al control corporativo. Confían en un modelo tecnocrático donde las decisiones clave son guiadas por datos y algoritmos, favoreciendo un poder centralizado que consideran más eficiente que la deliberación democrática.”
Su capacidad de influir globalmente en los sistemas de decisiones políticas, a ésta altura de los acontecimientos, no debiera ser objeto de debate. Su capacidad para alterar las matrices y los ciclos de factores de producción que hasta hoy alternativizaban con la tecnología, tampoco.
Entonces, además de encontrar un candidato, quizás empieza a urgirnos el tiempo de pensar en la capacidad de triunfo de esta nueva élite económica que amenaza el fundamento mismo de la organización política alrededor de los Estados Nacionales. Que busca la fragmentación social, territorial y económica para favorecer la apropiación de los recursos estratégicos que son indispensables para construir la infraestructura material en la que diseñar la arquitectura digital de la revolución en la inteligencia artificial con la que sueñan en clave de futuro.
¿Sueñan los robots con ser concejales? ¿Hay androides que los desvele pasar desapercibidos en una lísta sábana para tener asegurado un conchabo durante cuatro años?
Quizás las mieles de la democracia liberal que proyecta una clase política sin ideas ni pretensión de reconstruir representación social, termine siendo compatible con las distopías afiebradas de un puñado de personajes que juntan más riqueza que sus propias naciones y que, además, tienen la capacidad de moldear el sentido común de aquellas personas que están en condiciones de elegirlos.
Quizás, también, aquellos que han incrementado su posición monopólica en cada oportunidad en la que hicieron su negocio, que han hegemonizado cuanto sector económico tocaron desde que acumularon su primer millón de dólares, que viven con la soberbia del que no encuentra freno alguno en sus desafíos, decidan voluntariamente frenar, desacelerar su desenfreno y restaurar modelos de organización política que reparen las injusticias sociales que dejaron en el camino.
O quizás no. Quizás sea necesario pensar que no se trata simplemente de resistir a un gobierno. Y que todo eso está en el camino de pensar nuestra Patria, y desde ella nuestra América, como trinchera de resistencia a un modelo que observa las naciones como obstáculo para la apropiación de la riqueza, que ve en los Pueblos y su felicidad, una frontera a sus moldeos de ingeniería social.
En definitiva, asumir desde el pesimismo de la razón, como decía un italiano, que estamos asistiendo a la aceleración de un “Novus Ordo Seclorum” como dijo Musk en la red social que se compró para que hablen de sus extravagantes salutaciones. Un nuevo orden de los que tanto adoran la tecnología, que terminan odiando a la humanidad que la autoriza.
Prepotencia, mito y estupidez
Los dueños del mundo transitan el formateo de una nueva época y, en el mientras tanto, dan batalla con los pertrechos que aún conservan de la decadencia occidental que Donald Trump intenta rescatar con su retórica para consumo doméstico de un Estados Unidos colapsado intelectualmente, moralmente en la lona y estéticamente obsceno al que, además, lo amenaza la resistencia interna ante el desmoronamiento de la democracia liberal.
“La Era Dorada de América comienza ahora” dijo en su asunción. Donald Trump es, quizás, el último emergente del optimismo imbécil con el que Estados Unidos viene enfrentando al mundo desde 1981, convencido de que todo va a andar conforme a su destino manifiesto, sin saber muy bien de qué manera va a suceder.
Décadas en las que puso a su propio pueblo como objeto de escarnio para los intereses económicos que, paulatinamente, se fueron apropiando del Estado profundo en el que se apalanca la burocracia de lo público, del excedente económico edificado en las colonias y en su propio terrunio; y con ello, fueron sacrificando el trabajo, la salud, la educación y el bienestar de su propia gente.
A las 24 horas de asumir, el gobierno de Trump se ofrecía como plataforma para provocar la aceleración de la Inteligencia Artificial. Los señores del tecnofeudalismo anunciaban grandes planes para la apropiación de riqueza en Estados Unidos y en las periferias sobre las que Trump extendía sus amenazas. Una potencia imperial en decadencia, haciendo lo que es propio.
Y 24 horas después, las potencias emergentes, advirtiéndole sus pies de barro. La hegemonía financiera alcanzada por las grandes corporaciones tecnológicas fue puesta en crisis con el lanzamiento de una aplicación china llamada “DeepSeek” que pone en evidencia las asimetrías de un tiempo de fuerte disputa porvenir. La mayor caída de la bolsa en su historia y un polvaderal que siguen masticando aquellos que comprenden que su planificación política, tiene fronteras definidas cuando intentan superar le ingeniería social montada en Occidente.
Aceleración y freno en las ambiciones de los tecnolibertarios que pretenden controlar el mundo.
La colonia en orden
En la frenética semana en la que Trump firmaba expulsiones y decretos que ni el mismo sabe a ciencia cierta si pueden implementarse, Javier Milei se paró en Davos disfrazado de geisha, y vomitó un discurso añejo y delirante. Un ataque frontal, desde el prisma cultural, a todos los derechos sociales que fueron conquistándose, aún en tiempos donde el proyecto colonial se implementaba en nuestra Patria.
Y naturalmente, esos derechos sociales conquistados durante las últimas décadas, reaccionaron frente al ataque. Y en el seno de una clase política que ha empujado al movimiento nacional a la ausencia de agenda propia, se abrazó a la agenda de los derechos sociales como quien se abraza a lo que sucede, para no quedarse sin hacer nada.
Desde hace 10 años el movimiento nacional carece de una agenda propia. Desde que el poder financiero impuso las devaluaciones que marcaron el ciclo de cierre del segundo gobierno de Cristina Kirchner para meter al país de lleno en un nuevo tiempo de endeudamiento externo. Luego la financiarización extrema durante el macrismo mientras discutíamos las urgencias de la dirgencia y la persecución de la que era objeto, para luego retomar el control del Estado y seguir abrazado a la agenda política y económica diseñada en Estados Unidos, llegando al paroxismo de la vergüenza nacional de tener una persona con alteraciones mentales de Presidente, la Argentina y -en particular- el movimiento nacional, han estado extraviados del elefante que destroza el bazar.
Argentina está enferma de colonialismo. No hay rincón de la riqueza nacional que no esté presa de la planificación pensada por multinacionales o grupos económicos locales que responden a la hegemonía extranjera. No hay centímetro de nuestra tierra que no produzca más rentabilidad en el extranjero que en nuestro país. No hay minuto del sacrificio de nuestro trabajo, que no termine redundando en mayor riqueza en el extranjero, que la que queda para pensar y planificar una Argentina desarrollando sus capacidades a la altura de la riqueza que ostenta.
Primarización y extranjerización de la matriz productiva. Financiarización y endeudamiento externo. Fuga de capitales y contrabando a cielo abierto. Argentina no pudo remontar en diez años de planificación federal, las décadas de atraso tecnológico e industrial que arrastrábamos desde la dictadura y que, para el colmo, se frenaron cuando se evaporó la planificación estratégica de la agenda del movimiento.
A la clase política argentina le queda cómodo abrazarse a la agenda fragmentada del agravio sistemático sobre las particularidades de cada porción de Pueblo. Es más facil correr atrás de las agendas impuestas, que poner en tensión la centralidad del colonialismo y asumir la enorme tarea de planificar nuestra Patria desde la soberanía política, la independencia económica y la justicia social.
El optimismo de la voluntad
En la imagen que ilustra la nota, Donald Trump come y ofrece las sobras a Milei, mientras acomoda su humanidad frente al cuadro de Thomas Couture “Los Romanos de la decadencia” que pretendía ilustrar el derrumbe de un imperio y construir una crítica sobre una Francia que, allá por 1847, transitaba la debacle ética y económica de un ciclo.
A la decadencia que intentara darle sentido Couture en su obra, la siguió la irrupción de la segunda República en un país que necesitaba repensarse en un todo.
Estar sumergido en la vergüenza de tener a Milei destilando su imbecilidad por el mundo y estar observando el abismo de oscuridad que se nos ofrece como futuro, naturalmente, nos lleva a desensillar el optimismo hasta transformarlo en una quimera.
Aún así, nuestra historia es lo suficientemente tenaz y nuestras urgencias son lo suficientemente profundas, como para darle margen a la parálisis.
El vacío de sentido que nos ofrece la inteligencia masticada por los productos tecnológicos que en forma optimista nos pretenden imponer las corrientes ideológicas que fomentan el aceleracionismo tecnolibertario, dejan un territorio que no se llena con más teconología.
Hay que llenar de sentido el vacío que se nos ofrece como futuro. Humanidad que produce bienes y servicios que otra humanidad consume todos los días en la vida real, precisan de proyectos políticos que pongan en el centro de gravedad de sus intereses la producción popular, la apropiación de la tecnología como herramienta para mejorarla y la dignidad como horizonte para su planificación.
Hay que darle sentido a nuestro ser nacional para ofrecerle batalla al colonialismo optimista que destila Milei y el circo de subnormales que lo acompaña. Volver a poner nuestras potencialidades más allá de las necesidades de Estados Unidos, implica formatear por completo las dinámicas establecidas por una clase política que solo sabe de fomentar inversiones, autopromocionarse a la espera de una nueva elección y, cuanto mucho, pensar la prosperidad para administrar la colonia.
Crear colectivamente un destino para nuestra comunidad, para nuestra Patria y nuestro Pueblo, confronta con el vacío que nos ofrece la tecnocracia para el tiempo por venir.
En empezar ese camino, una vez más, quizás esté la claridad con la que enfrentemos la sombra de este futuro añejo que se nos presenta.
(*) Editor de InfoNativa. Vicepresidente de la Federación de Diarios y Comunicadores de la República Argentina (FADICCRA). Ex Director de la Revista Oveja Negra. Militante peronista. Abogado.
Discusión acerca de esta noticia