Un repaso sobre el último Kissinger, adentrado en los desafíos de nuestros tiempos. Los Estados Unidos necesitan realzar el pragmatismo por encima de la unilateralidad y China no debe ser llevada a la disolución. El gran objetivo es impedir el conflicto absoluto.
Por Gabriel Fernández *
La vida no es justa, desde ya. Henry Kissinger pensaba que esa verdad debía absorberse sin piedad y extendía el concepto hasta descartar la puesta en marcha de gestas destinadas a implantar la justicia como valor supremo. Consideraba, sin embargo, que resultaba posible -por tanto prácticamente deseable- establecer caminos que condujeran al equilibrio de poderes. Sabía que se trataba de un remedo de las grandes banderas, y sabía también que era el modo a través del cual la humanidad podía evitar una conflagración integral que la dejara en ruinas.
Muy especialmente en este último tramo de su vida, el primero del siglo, se mostró consciente del problema que encarna la guerra debido al potencial armamentístico disponible. Ya el estudio de Europa y de China que afrontó con profundidad sin igual, más la comprensión plena del proceso estadounidense, lo había llevado a percibir que el anhelo de imponer a un bloque sobre otro para gobernarlo según los parámetros del vencedor resultaba imposible, pero, ante las inevitables secuelas, también indeseable.
Es interesante. Al sostener y desarrollar su planteo, el estratega que no desdeñó herramienta alguna, lanzó un debate hacia el interior norteño que repiquetea sin solución y cautiva los pensamientos en perspectiva. En tanto hombre de los Estados Unidos, intentó hasta el último día defender los intereses de su país; así, explicó que las persistentes ansias de dominar y moldear el planeta según los preceptos locales, ponía en riesgo la existencia misma de la tierra que lo cobijó en 1939.
Es que los demás, existen. Y en los años recientes se han fortalecido en base a su historia y su desarrollo. Entonces, sin dejar de lado las opciones bélicas, desplegó la hipótesis que construyó durante su gestión junto a Richard Nixon para lograr, allá lejos y hace tiempo, una aproximación con China. El diálogo. Un diálogo que no admite la anulación de los intereses básicos pero si la concesión en base a necesidades compartidas. La contracara de ese diseño es la confrontación sin límites y de la misma puede resultar una catástrofe despojada de bordes civilizados.
En su juventud abordó el conocimiento de la diplomacia del siglo XIX. Más tarde fue asesor de seguridad nacional y secretario de Estado de los Estados Unidos, y durante las últimas cuatro décadas, se configuró como asesor y emisario de monarcas, presidentes y primeros ministros. Había nacido en la ciudad bávara de Fürth, en la República de Weimar, al calor de una familia judía. El apellido carece de linaje: fue adoptado por su tatarabuelo en referencia a la localidad habitada por el clan en 1817: Bad Kissingen, cuya traducción forzada puede resultar irónica aunque quizás, certera.
El último reportaje lo mostró preocupado. “Ambas partes se han convencido de que la otra representa un peligro estratégico”, afirmó. “Vamos camino de una confrontación entre grandes potencias”. A finales de abril, The Economist habló con Kissinger sobre cómo evitar que la contienda entre China y Estados Unidos desemboque en una guerra. Según la publicación, “está encorvado y camina con dificultad, pero su mente es aguda como una aguja”. Por entonces seguía corrigiendo sus dos próximos libros, sobre Inteligencia artificial (IA) y la naturaleza de las alianzas. Más cautivado por el futuro que por su frondoso pasado.
Kissinger arribó al cierre de su historia personal alarmado por la creciente competencia entre China y los Estados Unidos por la preeminencia tecnológica y económica. Mientras Rusia se sitúa cerca de China y la guerra causa estragos en el flanco oriental de Europa, teme que la IA esté a punto de sobrealimentar la rivalidad. En todo el mundo, el equilibrio de poder y la base tecnológica de la guerra están cambiando tan rápida y profundamente que los países carecen de un principio establecido sobre el que puedan establecer el orden. Si no encuentran ninguno, pueden recurrir a la fuerza. “Estamos en la clásica situación anterior a la primera guerra mundial”, dijo, “en la que ninguna de las partes tiene mucho margen de concesión política y en la que cualquier alteración del equilibrio puede tener consecuencias catastróficas”.
DONDE ESTÁS. Kissinger es cuestionado, con fundamento, por muchos que evocan su actitud guerrerista sobre Vietnam y su participación en el diseño de los golpes de Estado en Chile y la Argentina. No lo niega, y aclara que el objetivo que atravesó su vida es evitar el conflicto entre las grandes potencias. Sostuvo que la única forma de evitar un conflicto global extendido es una diplomacia persistente, capaz de buscar valores compartidos. “Este es el problema que hay que resolver”, afirmó. “Me he pasado la vida intentando resolverlo”. En su opinión, el destino de la humanidad depende de que los Estados Unidos y China puedan llevarse bien. Creía que el rápido progreso de IA, en particular, les deja sólo entre cinco y diez años para encontrar un camino.
En ese diálogo que este periodista evalúa esencial, Kissinger brindó algunos consejos a los aspirantes a líderes: “Identifica dónde estás. Sin piedad”. Es decir, resulta preciso conocer el lugar desde el cual se observa el panorama, los intereses de fondo que sostienen al referente. Así, la zona de lanzamiento para evitar la guerra necesita situarse en el análisis de las inquietudes del período. A pesar de su reputación de conciliador con el gobierno de Beijing, apuntó que muchos pensadores chinos creen que los Estados Unidos están en declive y que, “por tanto, como resultado de una evolución histórica, acabarán suplantándonos”.
Pensaba que a los dirigentes chinos les molesta que los responsables políticos occidentales hablen de un orden mundial basado en normas, cuando lo que realmente quieren decir es las normas y el orden de los Estados Unidos. Los estrategas chinos se sienten insultados por lo que consideran un trato condescendiente ofrecido por Occidente, de conceder privilegios a China si se comporta (seguramente piensan que los privilegios deberían ser suyos por derecho), como potencia emergente. De hecho, algunos en China sospechan que los Estados Unidos nunca la tratarán como a un igual y que es una tontería imaginar que podría hacerlo.
Entonces, Kissinger hizo uso de su conocimiento directo de esas jefaturas asiáticas y advirtió acerca del peligro de malinterpretar las ambiciones de China. En Washington, “dicen que China quiere dominar el mundo… La respuesta es que [en China] quieren ser poderosos”, sentenció. “No se dirigen a la dominación mundial en un sentido hitleriano”, afirma. “No es así como piensan ni han pensado nunca en el orden mundial”. No lo dijo, claro, pero allí estaba describiendo las distancias entre los modelos de acumulación. El afán norteamericano de controlar el planeta se asentó sobre un espacio absorbente de recursos; en los años recientes, sobre esa misma filosofía pero dominada por un capital financiero sin freno.
En la Alemania nazi, la guerra era inevitable porque Adolf Hitler la necesitaba, indicó Kissinger, pero China es diferente. Tras dialogar con muchos líderes de esa nación, empezando por Mao Tse Tung, el pensador estadounidense explicó que su concepción ideológica siempre estuvo contenida y orientada por un agudo sentido de los intereses y las capacidades de su país. Kissinger consideraba que el sistema chino es más confuciano que marxista. Eso enseña a los dirigentes chinos a alcanzar la máxima fuerza de la que su país es capaz y a tratar de ser respetados por sus logros. Si lograran una superioridad realmente utilizable, ¿la llevarían hasta el punto de imponer la cultura china?”, se preguntó. “Mi instinto dice No…[Pero] creo que está en nuestra capacidad evitar que se produzca esa situación mediante una combinación de diplomacia y fuerza.”
Ahora bien, ¿qué quiere el Dragón? “Está intentando desempeñar un papel global. Tenemos que evaluar en cada momento si las concepciones de un papel estratégico son compatibles”. Si no lo son, entonces surgirá la cuestión de la fuerza. “¿Es posible que China y los Estados Unidos coexistan sin la amenaza de una guerra total entre ellos? Yo pensaba y sigo pensando que sí”. Pero claro, como todas las cosas en la vida “puede fracasar”. “Y, por tanto, tenemos que ser militarmente lo bastante fuertes para soportar el fracaso”. El añejo espíritu bélico no lo abandonó en su tramo final; solo pasó a ocupar un lugar adecuado a tiempos rebosantes de armamentos.
Aunque asesoró al ex presidente Donald Trump, se mostró distante de su accionar frente al coloso. Obviamente, desdeñó el sentido impuesto por el sucesor, Joseph Biden. Para limpiar su postura y dar a entender sus desavenencias Kissinger recordó que en la primera visita de Richard Nixon a China en 1972, sólo Mao tenía autoridad para negociar sobre la isla. “Cada vez que Nixon planteaba un tema concreto, Mao decía: ‘Yo soy filósofo. No me ocupo de estos temas. Deja que Zhou [Enlai] y Kissinger lo discutan’… Pero cuando se trataba de Taiwán, era muy explícito. Dijo: ‘Son un puñado de contrarrevolucionarios. No los necesitamos ahora. Podemos esperar 100 años. Algún día los pediremos. Pero falta mucho’”.
INTERESES Y ESTABILIDAD. Kissinger murió considerando que aquel entendimiento forjado entre Nixon y Mao fue anulado después por Trump y por Biden. Ambos intentaron guapear -interpreta este narrador argentino- mostrando dureza. Las líneas rojas no ameritan esos comportamientos. Ahí está la Federación sobre el Donbas. Kissinger evaluó que con las algaradas de la líder demócrata en la Cámara de Representantes, Nancy Patricia Pelosi, en Taiwán, ambas naciones quedaron al borde de una guerra que puede destruir la isla y devastar la economía mundial. Con perspicacia, el estratega apuntó que el miedo a la guerra crea motivos para la esperanza. Las partes no tienen mucho margen para hacer concesiones. Todos los líderes chinos han afirmado la conexión de su país con Taiwán. Y ahora, después de la agitación inadecuada, “tal y como han evolucionado las cosas, no es una cuestión sencilla para Estados Unidos abandonar Taiwán sin socavar su posición en otros lugares”.
El problema no radica en avanzar, sino en hacerlo en el momento justo y sobre los territorios adecuados. Con el objetivo de salir de este callejón sin salida, Kissinger sugirió considerar su experiencia. Para iniciar una nueva etapa de confianza, evaluaba preciso bajar la temperatura, evitar las altisonancias y luego, gradualmente, establecer una relación de trabajo. En vez de enumerar agravios, el presidente estadounidense tenía que decir a su homólogo chino: “Señor presidente, los dos mayores peligros para la paz en estos momentos somos nosotros dos. Tenemos la capacidad de destruir a la humanidad”. China y los Estados Unidos, sin anunciar nada formalmente, deben practicar la moderación.
Eso pensaba Kissinger.
Era un sendero. Pero ¿cómo? El pensador nunca fue partidario de las burocracias, prefería establecer un pequeño grupo de asesores, con acceso fluido entre sí, trabajando juntos. Dejaba de lado la idealidad: ninguna de las partes cambiaría de raíz su posición respecto a Taiwán, pero los Estados Unidos tendrían cuidado con el despliegue de sus fuerzas e intentarían no alimentar la sospecha de que apoya la independencia de la isla.
El segundo consejo de Kissinger a los aspirantes a líderes fue: “Definir objetivos que puedan alistar a la gente. Encontrar medios, medios descriptibles, de alcanzarlos”.
Sobre ese concepto entró en colisión con Janet Yellen, secretaria del Tesoro estadounidense, sugirió que las conversaciones con el país milenario incluyeran el cambio climático y la economía. Kissinger se mostró escéptico sobre ambas cuestiones. Quizás porque conocía de primera mano el sentido profundo de la acción sobre el clima, dudaba que la cuestión sirviera para crear confianza entre las dos superpotencias. En cuanto a la economía, se fiaba menos de los suyos que de los amarillos: sugirió que el peligro era que la agenda comercial sea secuestrada por los halcones que no están dispuestos a dar a China ningún margen de desarrollo.
El lector atento observará la enorme trascendencia de ambas cuestiones.
Para Kissinger, esa actitud de todo o nada representaba una amenaza para la búsqueda más amplia de la distensión. Con el anhelo de fundamentar, no se privó de escandalizar. Si los Estados Unidos quieren encontrar una forma de convivir con China, no deberían buscar un cambio de régimen. Kissinger recurrió a un tema presente en su pensamiento desde el principio. “En toda diplomacia de la estabilidad tiene que haber algún elemento del mundo del siglo XIX”, afirma. “Y el mundo del siglo XIX se basaba en la proposición de que la existencia de los estados que lo disputaban no estaba en cuestión”.
Es claro y quien escribe invita a pensar. El nacido en Fürth sabía que muchos dirigentes estadounidenses creen que una China derrotada se volvería democrática y pacífica. Sin embargo, ¿cómo garantizar ese resultado? Lo más probable, proyectaba, es que un colapso del modelo comunista condujera a una guerra civil que aumentaría la inestabilidad mundial. “No nos interesa llevar a China a la disolución”, afirmó, contundente.
LA GUERRA. En lugar de atrincherarse, los Estados Unidos tendrán que reconocer que China tiene intereses. Un buen ejemplo es Ucrania. Y la reflexión al respecto desató tempestades en su contra.
El presidente chino, Xi Jinping, se puso en contacto recientemente con Volodímir Oleksándrovich Zelenski por primera vez desde que Rusia inició su Operación Especial en febrero del año pasado. Muchos observadores devaluaron la llamada de Xi como un gesto vacío destinado a aplacar a los europeos, que se quejan de que China está demasiado cerca de Rusia. Por el contrario, Kissinger lo vió como una seria declaración de intenciones que complicará la diplomacia en torno a la guerra, pero que también puede crear precisamente el tipo de oportunidad para construir la confianza mutua de las superpotencias.
Norteamericano hasta la médula, Kissinger comenzó su análisis del tema cuestionando al presidente ruso, Vladimir Putin. “Al final, Putin cometió un error de juicio catastrófico”, dijo. Pero Occidente no está libre de culpa. “Creo que la decisión de… dejar abierta la adhesión de Ucrania a la OTAN fue muy equivocada”. Fue desestabilizador, porque la promesa de protección de la OTAN sin un plan para llevarla a cabo dejaba a Ucrania mal defendida, al tiempo que garantizaba la ira no sólo de Putin, sino también de muchos de sus compatriotas.
La tarea ahora es poner fin a la guerra, y evitar una eventual nueva ronda de conflictos. Como se observa por estas horas, no fue escuchado.
En su opinión, la política internacional del bloque atlantista es una receta para futuros enfrentamientos. “Lo que dicen ahora los europeos es, en mi opinión, peligrosísimo”, afirma. “Porque los europeos están diciendo: ‘No los queremos en la OTAN, porque son demasiado arriesgados. Y por lo tanto, les armaremos hasta los dientes y les daremos las armas más avanzadas’”. Su conclusión es tajante: “Ahora hemos armado a Ucrania hasta el punto de que será el país mejor armado y con los dirigentes menos experimentados estratégicamente de Europa”. Un razonamiento, piensa este periodista, propio de quien se ha formado en un Estado conductor de una potencia industrial.
Pero ¿Qué hacer? Según Kissinger, para establecer una paz duradera en Europa es necesario que Occidente dé dos saltos de imaginación. El primero es que Ucrania se una a la OTAN, como medio de orientarla, además de protegerla. El segundo es que Europa diseñe un acercamiento a Rusia, como forma de crear una frontera oriental estable. La conducción del atlantismo, que había escuchado en Davos estas iniciativas emitidas por su mismo generador, se opuso sin demasiadas fisuras. Con paciencia, pero sin dejar de subrayar “ya no hay estadistas”, Kissinger estimó “comprensible” el rechazo. Lo cual no le impidió ahondar en la fundamentación de su idea.
A su entender, China tiene un interés primordial en que Rusia salga intacta de la guerra de Ucrania. Xi no sólo concretó una asociación “sin límites” con Putin que cumplir, sino que un colapso de Moscú supondría un problema para China, ya que crearía un vacío de poder en Asia Central que correría el riesgo de llenarse con una “guerra civil de tipo sirio”. Por eso, tras la llamada de Xi a Zelenski, Kissinger pensó que China podría estar posicionándose para mediar entre Rusia y Ucrania. Hacia el futuro, estimaba que China y Rusia, aunque comparten el recelo hacia los Estados Unidos, desconfían instintivamente el uno del otro. No son aliados naturales. Las acciones de la OTAN los emblocan. Este periodista imagina la decepción del pensador al leer la declaración del Concepto Estratégico de Madrid, a mediados de 2022, calificando a China como enemigo sistémico.
Contra esa visión, surgida de corporaciones que carecen de objetivos pacíficos debido a su forma de acumulación, arremetió Kissinger: Los chinos han entrado en la diplomacia sobre Ucrania como expresión de su interés nacional, afirmó. Aunque se niegan a tolerar la destrucción de Rusia, reconocen que Ucrania debe seguir siendo un país independiente y han advertido contra el uso de armas nucleares. Puede que incluso acepten el deseo de Ucrania de unirse a la OTAN. “China hace esto, en parte, porque no quiere entrar en conflicto con los Estados Unidos”, realzó. “Están creando su propio orden mundial, en la medida en que pueden”. Desde estas Fuentes consideramos que semejante hondura conceptual es más que realpolitik; es Política con mayúsculas.
UN TEMOR. Vamos hacia un desacuerdo. El segundo ámbito en el que China y los Estados Unidos tienen que hablar es la IA. Al decir de Kissinger “estamos en los inicios de una capacidad en la que las máquinas podrían imponer la peste global u otras pandemias”, dijo, “no sólo nucleares, sino de cualquier campo de destrucción humana”. Puso de relieve que ni siquiera los expertos en Inteligencia Artificial saben cuáles serán sus capacidades. Pero Kissinger creía que la inteligencia artificial se convertirá en un factor clave de la seguridad dentro de cinco años. En un error que tal vez se deslizara amparado en su edad (todos los que vivimos muchos años en la prehistoria de las nuevas tecnologías desconfiamos de ellas), comparó su potencial perturbador con la invención de la imprenta, que difundió ideas que contribuyeron a las devastadoras guerras de los siglos XVI y XVII. No fue así.
Pero el hombre no se arredró. “Vivimos en un mundo de una destructividad sin precedentes”, advirtió Kissinger. A pesar de la doctrina de que siempre hay un ser humano ante el teclado, pueden crearse armas automáticas e imparables. “Si nos fijamos en la historia militar, podemos decir que nunca ha sido posible destruir a todos tus adversarios, debido a las limitaciones geográficas y de precisión. [Ahora] no hay limitaciones. Todo adversario es vulnerable al 100%”.
Acertó al indicar que la IA no puede abolirse. Por tanto, China y los Estados Unidos tendrán que aprovechar su poder militar hasta cierto punto, como elemento disuasorio. Pero también pueden limitar la amenaza que representa, del mismo modo que las conversaciones sobre el control de armamentos limitaron la amenaza de las armas nucleares. “Creo que tenemos que empezar a intercambiar sobre el impacto de la tecnología en los demás”, aseveró. “Tenemos que dar pasos de bebé hacia el control de armas, en los que cada parte presente a la otra, material controlable sobre capacidades”.
De hecho, creía que esas negociaciones, disparadas a partir de ese tema, podrían ayudar a crear la confianza mutua que permita a las superpotencias practicar la moderación. El secreto está en unos líderes lo bastante fuertes y sabios como para comprender que no hay que llevar la IA al límite. “Y si luego confías enteramente en lo que puedes conseguir mediante el poder, es probable que destruyas el mundo”.
LA REALIDAD. El tercer consejo de Kissinger para los aspirantes a líderes se remitió a “vincular todo esto a sus objetivos internos, sean cuales sean”. Para los Estados Unidos, eso implica aprender a ser más pragmático, centrarse en las cualidades del liderazgo y, sobre todo, renovar la cultura política del país.
El modelo de pensamiento pragmático de Kissinger era India. Evocó un acto en el que un antiguo administrador indio de alto nivel explicó que la política exterior debería basarse en alianzas no permanentes adaptadas a los problemas, en lugar de atar a un país a grandes estructuras multilaterales. Se trata de un enfoque ilógico para los Estados Unidos. Fue el mismo Kissinger, en su libro “Diplomacy”, quien describió que su país insiste en calificar todas sus intervenciones exteriores como expresiones de su destino manifiesto de rehacer el mundo a su propia imagen como sociedad libre, democrática y capitalista.
El problema para Kissinger es el corolario, que consiste en que los principios morales anulan con demasiada frecuencia los intereses, incluso cuando no producen cambios deseables. Admitía que los derechos humanos -a la norteamericana, claro- son importantes, pero no estaba de acuerdo con situarlos en el centro de su política. “Intentamos [imponerlos] en Sudán”, señaló. “Mira Sudán ahora”. De hecho, la insistencia visceral en hacer lo correcto puede convertirse en una excusa para no pensar en las consecuencias de la política, afirmó. Pero vamos al trasfondo.
India es un contrapeso esencial al creciente poder de China. Pero también tiene un historial de intolerancia religiosa, parcialidad judicial y una prensa amordazada. Una de las implicaciones -aunque Kissinger no lo comentó directamente- es que India será, por tanto, una prueba de si los Estados Unidos puede ser pragmático. Japón será otra. Las relaciones serán tensas si, como señaló Kissinger, Japón toma medidas para conseguir armas nucleares en un plazo de cinco años. Con un ojo puesto en las maniobras diplomáticas que más o menos mantuvieron la paz en el siglo XIX, esperaba que Gran Bretaña y Francia ayuden a los Estados Unidos a pensar estratégicamente sobre el equilibrio de poder en Asia.
Como la cuestión se asemeja a una obsesión si se repasa su obra, cabe retomar las líneas publicadas en esta secuencia sobre China. Así, salimos de la más reciente nota en The Economist y marchamos hacia una de sus creaciones capitales.
ON CHINA. “He estudiado este tema toda mi vida y estoy convencido que sin una buena relación entre China y Estados Unidos, la civilización tal como la hemos conocido hasta ahora, peligra. Le debemos a nuestras sociedades el más serio de los esfuerzos por lograr una relación armónica entre estos dos países, y esto no se va a lograr sin que haya en ambos una visión compartida de los problemas y de cómo afrontarlos en conjunto”. Esa era la mirada de Henry Kissinger y ese es el eje de su libro “China”. Es necesario iniciar su recorrido considerando que el horror que la humanidad ha padecido durante la hegemonía del Consenso de Washington sería “la civilización tal como la hemos conocido hasta ahora”.
Para el ex secretario de Estado estaba claro que el intento de comprender el futuro papel de China en el mundo debe considerar el reconocimiento de su historia: estimaba que ningún otro país puede reivindicar una relación tan poderosa con su pasado y sus principios tradicionales, y son muy pocas las sociedades que han alcanzado una dimensión y una sofisticación comparables. Pocos referentes en el planeta han alcanzado un saber tan profundo del coloso asiático como el citado. Kissinger fue el gran artífice del vínculo de China con Occidente a través de su histórica visita en 1971, que delineó la presencia del presidente Richard Nixon un año después.
A partir de documentos históricos y de las conversaciones mantenidas con los líderes chinos durante los últimos 40 años, examinó el modo en que China ha abordado la diplomacia, la estrategia y la negociación a lo largo de su historia, y reflexionó sobre sus consecuencias en el balance global del poder en el siglo XXI. “No acepto la idea de China como un país inherentemente agresivo, cuya expansión será por la fuerza. Históricamente, ha aumentado su influencia internacional casi por ósmosis, a través de la expansión cultural, y no como lo hacían las potencias europeas, con invasiones y el uso de la fuerza bruta”.
Aquí es pertinente introducir una observación que puede llamar la atención. Esa definición sobre una defensa nacional fundada en la violencia es tan potente en la cultura norteamericana que Kissinger, al preferir las operaciones y los golpes de Estado sobre tantas naciones, es considerado un pacifista -“liberal” (en sentido anglosajón), le espetó hace poco Hilary Clinton– frente a las teorías invasivas en toda la línea sugeridas durante tanto tiempo por Brzezinski. Y aplicadas, claro. Es probable que no exista otro país que pueda parangonarse en ese sentido, lo que lleva, pese a la arrasadora difusión de sus gestos, costumbres e ideas, a una persistente sensación de extrañeza por parte del resto del planeta.
Cuando una o varias naciones inician gestiones en busca de una salida a un litigio, no logran absorber –aunque lo sepan- que los Estados Unidos están buscando un conflicto. Es interesante marcar, también, que ese belicismo implícito en cada acción internacional, aparece entornado por una fantástica promoción destinada a presentarse como impulsor de la paz, la democracia, los derechos humanos. El contraste entre los proyectos reales y los declamados se ha tornado absoluto durante el tramo reciente, cuando el conjunto de los medios de comunicación han sido absorbidos por las grandes corporaciones financieras que a su vez han alcanzado un control apreciable del Estado norteamericano. Por eso hemos apuntado que la humanidad deberá resolver qué hacer con esa nación. Pero vamos con Kissinger.
“China” incluye las memorias de quien ocupó la primera línea de la diplomacia estadounidense en plena Guerra Fría. La preparación de la visita de Nixon a China en 1972 es una fase muy atractiva del libro. Pero avanza hacia una interpretación afiatada de la historia política china y de su mirada estratégica. Kissinger subrayó que China es uno de los pocos países del mundo que no celebra una fecha inaugural, un punto de partida de su propia identidad diferenciada. Desde la antigua Roma, que situaba su fundación en la leyenda de los gemelos y la loba, hasta las modernas repúblicas latinoamericanas que por estos años realzan sus bicentenarios, casi todos los Estados reconocen una fecha de inicio a partir de la cual empiezan a contar su propia historia. China, por el contrario, se asume a sí misma como eterna. Es el país que siempre ha estado allí, en el centro del mundo.
En la leyenda del emperador amarillo, Huangdi, el primer gobernante reconocido, está implícita la idea de que China ya existía previamente y que las fuerzas que dirigen la historia de esa nación son independientes de los aciertos o errores de un gobernante. La casa de ese jefe –concebido por un rayo que embarazó a su madre, en sintonía con otras historias mesiánicas- originó la etnia han, hoy mayoritaria en China -92 por ciento de la población-. El estudioso apunta que Esa concepción del propio decurso se enlaza a la evaluación del Estado como algo natural. Los períodos de desunión y guerra son percibidos como una anomalía e incluso una aberración.
Con franqueza imprescindible para el análisis, Kissinger observó que esta narración “contrasta con la de países (como el nuestro) en los que la guerra y la división son una constante y la aspiración permanente es la unión y la continuidad”. Esta forma de relacionarse con la historia no existe solo en el plano de las ideas y los valores. Un ciudadano del coloso en este siglo XXI evalúa razonable leer textos escritos en la era confuciana porque “para un chino, la historia es presente y futuro, para nosotros es, en gran medida, un pasado mítico pero ininteligible”. El libro del ex funcionario explica que la percepción china de su propia historia remite a un continuo fluir, configurando una sensación de armonía.
Cabe avanzar sobre definiciones en verdad importantes. Kissinger apuntó que el reino central chino se concibe a sí mismo como el centro del universo, circundado de bárbaros con los que es necesario tratar de manera segmentada y discontinua, de manera que los pueda utilizar a unos contra otros y así garantizar que el gran jugador del tablero internacional es siempre el propio referente. El autor sostuvo que para entender ese estilo es preciso absorber las reglas de la lógica interna de un juego de mesa llamado wei qi. “Este se basa en circundar estratégicamente a los oponentes y mantener una especie de coexistencia en perpetuo combate sin proponerse la destrucción total del oponente, sino maniobrar con su debilidad hasta conseguir una mejora en las propias posiciones estratégicas”.
Es distinto al ajedrez (la anulación del rey implica el final definitivo del juego); en el wei qi, la clave es conservar la superioridad estratégica sin aniquilar al rival. No incluye la lógica de el ganador se lleva todo y el contendiente lo pierde todo, sino un principio de equilibrio en el cual el ganador concede ciertas ventajas a alguno de los jugadores para compensar así las que otro de los jugadores podría tener y de esa manera ubicarse en condiciones de desafiar la propia posición. Kissinger diseccionó: “Se trata de una búsqueda permanente del equilibrio, utilizando las propias capacidades para conseguir que los otros actúen voluntaria o involuntariamente en la forma que más convenga a los propios intereses”. En esencia, subraya, el objetivo del pensamiento estratégico chino no es, a diferencia del occidental, conquistar otros pueblos, sino usufructuar las características de la situación para alcanzar los propios objetivos.
Nuestro lector ya comprende lo atrapante del análisis. Kissinger rumbeó sobre otro asunto de fuste que complementa la visión de origen sobre la centralidad. En las primeras décadas del siglo xv el emperador renunció a las capacidades navales desarrolladas en siglos anteriores. Los chinos habían explorado tierras lejanas. En un punto, sin que hoy se conozcan los motivos más allá de las inferencias a partir de los resultados, la renuncia al poderío naval y la decisión de convertir al reino en una potencia continental, originó el aislamiento de China y abrió un espacio para que los europeos desarrollaran sus capacidades navales y se lanzaran a conquistar los mares. Así se expandió la civilización occidental.
El aislamiento chino se sostuvo durante casi cuatro siglos. La expansión europea llegó a sus territorios con afán de recursos y variedad de discursos. Kissinger estudió la misión británica encabezada por Macartney, cuyo objetivo fue establecer una relación diplomática entre Pekín y Londres. Los británicos desplegaron todos sus esfuerzos para conseguir el reconocimiento diplomático. Para apoyar su petición, Macartney se hizo acompañar de numerosos exponentes de la ciencia y la tecnología, incluso algunas expresiones artísticas formaban parte de su embajada para rogar al soberano que reinaba en el más civilizado de los países del mundo que reconociera al rey Jorge como un par y poder así intercambiar embajadores. El excepcionalismo chino se negó de plano a aceptar la propuesta británica.
La negativa tuvo consecuencias dramáticas para China, escribió. Gran Bretaña resolvió impulsar el comercio con el apoyo de las armas. El resto de la historia es conocido: la implantación británica en Hong Kong y la Guerra del Opio son algunos de los rasgos más destacados. A lo largo del siglo XIX, China fue humillada por la penetración occidental. El orgulloso imperio del centro del mundo fue obligado a otorgar múltiples concesiones a británicos, franceses, americanos y portugueses, ávidos de disfrutar de los beneficios que ofrecía el comercio con el Lejano Oriente. La erosión del poder central y la penetración extranjera pusieron al emperador en un declive reforzado por el avance de dos nuevos desafíos: la expansión rusa hacia Siberia y el surgimiento de Japón como potencia industrial. La expansión japonesa hacia el continente puso fin al último de los emperadores de la legendaria China.
Sin embargo la historia no finalizaría allí. En 1949 se instauró la República Popular sobre los cimientos de la República proclamada (en 1912) por Sun Yat Sen. El modelo comunista conducido por Mao logró restaurar la autoridad central del Estado mediante una combinación de pensamiento político tradicional y materialismo histórico de corte marxista. La ideología comunista del nuevo régimen inclinaba la balanza hacia la Unión Soviética, pero al mismo tiempo el interés nacional chino identificaba la expansión del imperio soviético como una amenaza geopolítica para la integridad de China en el mediano plazo. En la observación de Kissinger, Mao no emerge despegado del pensamiento de Confucio: lo actualiza.
Una parte del libro se preocupa por ahondar en la contradicción el acercamiento con los Estados Unidos. La visión de Mao estaba en la encrucijada de las tradiciones de pensamiento estratégico chino y el comunismo. Kissinger percibió que El interés nacional de la República Popular China resultaba incompatible con la visión soviética del mundo. Para los dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética, los países comunistas pasaban a cumplir una función subordinada a los intereses del Kremlin, desde donde se dirigía la estrategia global para derrotar al capitalismo. Así devenían en operadores de un gobierno que se asumía como orientador. Ese orden internacional podía ser tolerable para Rumania, Hungría, Cuba o Angola, pero resultaba absolutamente contradictorio con la forma en que Mao percibía el interés nacional de China y su papel en el sistema internacional.
El ex secretario de Estado destacó con lucidez que China desarrolló movimientos estratégicos para salir de esa paradoja. El primero fue impulsar el tercermundismo y el no alineamiento. En ambos planteamientos subyacía la necesidad de un espacio de autonomía y evitar el sometimiento a la línea de Moscú. El segundo es el corazón del libro, y era “buscar un acercamiento con los Estados Unidos para contener la influencia de la Unión Soviética en las tierras asiáticas”. Los Estados Unidos vieron en ese dilema chino una coyuntura favorable para articular con Pekín. A pesar de las irreductibles posturas sobre el caso Taiwán, el proceso se puso en marcha.
Kissinger presentó elogios a su propio trabajo diplomático y consideraba ser uno de los pocos políticos norteamericanos que logró captar el modelo de negociación oriental, los mensajes cifrados que los dirigentes chinos ponían sobre la mesa y que hacía falta interpretar mediante una cuidadosa lectura para no cometer errores letales. En muchas páginas explicó la complejidad de armonizar los objetivos de política externa con las particularidades de los regímenes políticos estadounidense y chino. A partir de allí, se impuso describir los estilos de liderazgo de Mao y Deng Xiaoping. Entrambos consiguen aquella continuidad anhelada por el imperio chino desde sus orígenes. Según el autor, Deng logra romper con la ortodoxia marxista sin quebrar la unidad política del gobierno de la República Popular.
Ante esa nueva realidad político-ideológica, planteó a la dirección partidaria el hecho consumado de que la estabilidad dependía de actualizar su economía y garantizar un proceso de apertura pacífica al mundo. Para Kissinger, las particularidades de China le han permitido no solamente superar el colapso del comunismo a escala global, sino dar un gran salto cualitativo en el sistema económico, manteniendo las bases de control político del régimen comunista. Y puntualizó que las vertiginosas tasas de crecimiento económico de los últimos años, han convertido a China en uno de los motores más importantes de la economía capitalista global.
Pero esa apertura no derivó en asimilación. El gobierno chino afrontó períodos de crisis –Tiananmen en 1989- resistiendo la oleada de críticas de Occidente y en especial las formuladas desde los Estados Unidos a través de la prensa y el Congreso. La lógica profunda de la decisión china fue mantener sin fisuras, a pesar de la tormenta y el colapso soviético, el poder del Estado. Por eso el estratega evaluó que “la éticamente discutible decisión de no atender las demandas de apertura de los manifestantes resultaba impecable desde la lógica de la razón de Estado”. El gobierno puso sobre la balanza el interés inmediato para salir del atolladero coyuntural y la presión interna y externa con las consecuencias que esto pudo tener en el debilitamiento de la autoridad de un Estado altamente centralizado. “El gobierno chino reforzó su capacidad de gobernar y desplegar una de las reformas económicas más impresionantes que la historia haya registrado”.
Sobre el cierre, Kissinger utilizó el análisis estratégico que se desprende del Memorando Crowe. Una guerra entre Alemania y Gran Bretaña (que se materializó en la Primera Guerra Mundial) era evitable si operaban de manera simultánea en Berlín y Londres diplomáticos y hábiles operadores políticos, o bien, como suponían los estudiosos sistémicos, el desarrollo de Alemania, desde la formación del Estado prusiano, hasta su expansión naval y sus aspiraciones coloniales la ponían en colisión con los intereses británicos. “¿Ocurrirá lo mismo entre China y los Estados Unidos?”
El autor advirtió sobre las consecuencias funestas que tendría un enfrentamiento entre las dos potencias. “En las condiciones actuales y considerando la estructura económica y social, así como el nivel de ingreso y desarrollo humano de los dos países, la ruta del conflicto no es inminente, pero las fricciones son cada vez más visibles. En el plano económico y comercial, el poderío chino empieza a generar mayores tensiones en temas como la valuación de su moneda y el avance productivo. Es probable que a medida que el producto de China pese más en la economía mundial se multipliquen los reclamos. ¿Comprenderá el gobierno chino que tiene que ceder en ese terreno a alguna de las peticiones occidentales?”.
Kissinger añadió que los enlaces que genera la economía global reducen las perspectivas de un conflicto bélico, pero la historia enseña que siempre hay un espacio para lo imprevisible y que los comportamientos políticos no siempre son racionales, en muchos casos (y más en los períodos de crisis) se alimentan también de emotividad y de temores. Esos impulsos pueden apartar a las potencias de su objetivo estratégico, que en el caso de China se formuló como “el crecimiento pacífico” es decir, no convertirse en una amenaza militar para ningún otro país.
El gran desafío, dijo, es evitar que ese escenario de confrontación inexorable se convierta en una profecía auto cumplida. El trabajo diplomático y la cooperación pueden abrir un espacio para que las dos potencias cohabiten y empujar las cosas en todos los frentes con la esperanza de que al final todo salga bien, pero con la conciencia de que también puede salir mal, por aquello de que la lógica de la estrategia es paradójica y en muchos casos, termina por ser conducida por impulsos emotivos y nacionalistas que prefieren perseguir lo que consideran más justo (desde su lógica nacional) en vez de trabajar en el plano de las garantías a los restantes países para evitar que ocurra el conflicto.
Vale leer a Kissinger. No está mal acercarse a partir de un puñado de frases que lo representan bien. Van como cierre. Se ha visto en el texto previo: siempre hay algo más.
No olvide, lector, que lo está analizando desde la Argentina.
No se trata de lo que es verdad lo que cuenta, sino de lo que se percibe como verdadero.
Debido a que la complejidad inhibe la flexibilidad, las elecciones tempranas son especialmente cruciales.
Cada éxito solo compra un boleto de admisión para un problema más difícil.
La ausencia de alternativas aclara la mente maravillosamente.
La historia no conoce lugares de descanso.
Un país que exige la perfección moral en su política exterior, no logrará ni la perfección ni la seguridad.
La historia es la memoria de los Estados.
Los hechos rara vez se explican por sí mismos; su importancia, análisis e interpretación, al menos en el mundo de la política exterior, dependen del contexto y la relevancia.
Los estadounidenses tienden a creer que cuando hay un problema debe haber una solución.
Una historia turbulenta ha enseñado a los líderes chinos que no todos los problemas tienen una solución y que un énfasis demasiado grande en el dominio total sobre eventos específicos podría alterar la armonía del universo.
El poder sin legitimidad tienta a las pruebas de fuerza. La legitimidad sin poder tienta posturas vacías.
No es frecuente que las naciones aprendan del pasado, y aún más raro que saquen las conclusiones correctas.
La tarea del líder es llevar a su gente de donde está a donde no ha estado.
Detrás de las consignas hay un vacío intelectual.
Pobre vieja Alemania. Demasiado grande para Europa, demasiado pequeña para el mundo.
La historia enseña por analogía, arrojando luz sobre las posibles consecuencias de situaciones similares.
El estado es una organización frágil, y el estadista no tiene el derecho moral de arriesgar su supervivencia con la restricción ética.
Para Roosvelt, si una nación no podía o no quería actuar para defender sus propios intereses, no podía esperar que otros la respetaran. Inevitablemente.
La razón por la que la política universal es tan cruel, es porque las apuestas son tan pequeñas.
La posición de negociación del vencedor siempre disminuye con el tiempo. Todo lo que no se exija durante el impacto de la derrota, se vuelve cada vez más difícil de lograr más tarde.
¿Se convertirá la Europa emergente en un participante activo en la construcción de un nuevo orden internacional, o se consumirá en sus propios problemas internos?
- Area Periodística Radio Gráfica / Director La Señal Medios / Sindical Federal
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