Por Carlos Javier Avondoglio*
Desde el fondo de nuestra historia, la oligarquía nativa se ha encargado de desquiciar cualquier posibilidad de debate sereno y racional en la Argentina. Este sabotaje —a veces sutil, otras veces desenfadado— les ha permitido a los usufructuarios de nuestra dependencia dotar de cierta estabilidad su dominio, camuflarlo detrás de una espesa capa de trampas y deformaciones. De tal modo, mientras que la utilización de la fuerza ha constituido la garantía última del régimen antinacional —expediente al que no dudó en recurrir cuando lo creyó necesario—, su política cultural y comunicacional ha afianzado de manera cotidiana los parámetros bajo los cuales nuestro país se dio una organización y se enfeudó a las naciones de primer orden.
Hasta aquí no decimos nada nuevo: toda dominación de largo aliento supone un balance juicioso de coerción y consenso. Pero este breve prefacio se vuelve imprescindible si queremos comprender las razones por las que, durante las últimas semanas, el término “bloqueo” irrumpió en el vocabulario frívolo y monótono de la gran prensa —representante del capital concentrado— y de buena parte de la dirigencia política. Se trata, en la clave que proponemos, de una nueva puñalada semántica dirigida a trastornar el debate público argentino. Una estratagema que, si hurgamos un poco en el pasado, tiene su linaje. Que se compagina, por ejemplo, con la fórmula mitrista que hacía pasar al genocidio gaucho por una “guerra de policía”, despojando al enemigo de su carácter político, tornando delictuales problemas ligados nada menos que con nuestra organización nacional.
Así, la repetición en bucle de la palabra “bloqueo” le confiere eficacia a una gramática promiscua y peyorativa que esconde cuidadosamente las razones por las que se lleva a cabo una medida de fuerza y que deliberadamente la desvincula del derecho de huelga establecido por nuestra carta magna. No conviene, sin embargo, que la discusión quede reducida a la legalidad o no de la acción gremial. Nuestra comunidad no ha resuelto aún qué vale más, si el derecho a la huelga (que es el derecho a pelear por un mínimo de dignidad) o el derecho a la propiedad, y ambos están jerarquizados —es decir, empardados— constitucionalmente.
Tampoco es una cuestión que pueda zanjarse por medios puramente lógicos: cualquiera que reflexione de manera honesta sobre este problema comprenderá que, si la negociación colectiva entre el capital y el trabajo no se halla respaldada por la posibilidad de efectuar una medida de acción directa, se convierte en un “mendigar colectivo”. Pero, decíamos, difícilmente este tipo de debates puedan enderezarse a fuerza de razonamientos lógicos.
En ocasión de la huelga por la privatización del frigorífico Lisandro de la Torre en enero de 1959, John William Cooke escribía: “No sé si este movimiento nacional de protesta es «subversivo», eso es una cuestión de terminología, y en los países coloniales son las oligarquías las que manejan el diccionario”. Es, entonces, la capacidad de producir legitimidad la que convierte a la huelga en una salvaje extorsión y a la retención especulativa de granos en una actitud razonable. Si las corporaciones instalan una equivalencia entre el bloqueo de plantas o establecimientos y el bloqueo del futuro nacional (bramando que “el poder sindical empaña el clima de inversiones local” y cosas por el estilo), nuestra tarea es dar vuelta esa ecuación. Tenemos por delante una misión de cuño forjista, debemos raspar en la superficie de la crisis argentina, ver qué hay debajo y —diccionario en mano— ponerle un nombre (1). En el reverso de ese nombre está el programa que los argentinos y argentinas debemos volver a empuñar.
* Integrante del Centro de Estudios para el Movimiento Obrero (CEMO).
(1) Si tuviera que arrojar la primera piedra, este autor arriesgaría: deuda externa y silobolsas.
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