Por Tony Aira *
El fútbol es pasión y los argentinos somos enamorados del fútbol. Nuestra pasión tiene momentos icónicos, como los goles de Diego a los ingleses. Pero esta historia tiene mitos, héroes y villanos.
Existe una pequeña categoría de futbolistas que son leyendas con otra dimensión. Que siguen jugando sus partidos en la imaginación popular.
Yo descubrí a uno de ellos gracias a una fotografía. Esa foto sigue siendo la síntesis perfecta del fútbol. Una foto de 1937 lograda por una leyenda del periodismo gráfico argentino como lo fue Antonio Legarreta.
La historia me lleva al año 1980. Mi familia se había mudado a Plaza Italia. Muy cerca de allí, en la calle Oro casi esquina Santa Fe, una agencia de lotería tenía un nombre curioso para mis ojos infantiles: “El Charro“. Remataba la escena un inmenso jugador de River Plate en la marquesina. Siempre fui curioso y la figura del futbolista – junto a la gran cantidad de fotos dentro del local – me llamaron la atención. Un día me anime a ingresar con la excusa de tomar unas boletas de PRODE. Dentro del negocio vi de cerca las fotos. Pero una dominaba el ambiente. Una gigantografía espectacular. Esa foto que me sigue impresionante al día de hoy.
Noviembre de 1937. En Alvear y Tagle, River Plate recibió a Racing Club. Los Millonarios punteros y la promesa de un gran partido. Al término del primer tiempo, River se fue al vestuario venciendo 4 a 1. Parecía paliza, pero la Academia, en una remontada espectacular, igualó 4 a 4 y casi gana el partido.
Apenas iniciado el partido, un centro de Carlos Peucelle cayó sobre el área visitante. El arquero Roberto Novara quedó corto en el rechazo y la pelota quedó servida en los pies de José Manuel Moreno, quién convirtió el primer gol de la tarde. Antonio Legarreta era un joven de 20 años que ingresaba a los estadios como fotógrafo free-lance. Su negocio era vender las imágenes a los futbolistas en partidos siguientes. Con sabia intuición, el Vasco retrató el momento exacto del festejo. Moreno levantó los brazos y buscó a sus compañeros con los pulmones llenos de gol. Novara, en el piso vencido. El zaguero Díaz abre las manos resignado y su compañero Dante Bianchi se toma la cabeza mientras le dirige una mirada asesina a su compañero Scarcella.
Listo. Ya está. La magia se produjo. Todo quedó guardado en la inmortalidad y esa maravillosa fotografía es parte de nuestra historia. Cuando descubrí la imagen quedé con la boca abierta. Era demasiado potente y las preguntas caían de a pares: ¿Quienes eran esos jugadores? ¿Cual era la cancha? ¿Cuando se jugó el partido? Hoy es más sencillo investigar. Con los años consulté viejos Gráficos, fui a la hemeroteca y los datos fueron apareciendo junto a mis ganas de saber. Pero lo más importante: ¿Quien era el goleador?
Poco tiempo después de ese primer contacto con la fotografía, fui partícipe de una charla entre mi viejo y algunos de sus amigos. El eje: ¿Quién había sido el mejor futbolista de la historia? Para mi padre, el mejor era Alfredo Di Stéfano. Mi ídolo era Roberto Perfumo. Para la mayoría, ese pibe que aparecía en Argentinos Juniors era de otro planeta. El más veterano era un hombre de varias décadas llamado Luis. Para él no había dudas. El mejor de todos había sido José Manuel Moreno.
Con respeto y curiosidad le pedí a Don Luis que me cuente de él:
– Querido, el “Fanfa” fue lo mas grande que piso una cancha y mira que los vi a todos, tu viejo lo admira a Di Stefano porque lo vio en el Real Madrid pero Alfredo siempre dijo que el aprendió a jugar en toda la cancha cuando jugo al lado de Moreno en una delantera increíble con Antonio Baez, Angelito Labruna y Félix Loustau para mi mejor que la Maquina.
Mi imaginación se desbocó. ¿Quién era ese jugador increíble que provocaba tanta admiración? Más investigaba y más me convencía que Moreno era el mejor jugador de todos los tiempos. Como en la Noche de los Dones, Jorge Luis Borges nos dice: “…cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para que uno sepa que es verdad”.
Hoy, pasadas cuatro décadas de aquel encuentro con la foto, no tengo dudas: el mejor jugador de nuestro fútbol fue, es y será José Manuel Moreno. Algunos dirán que soy un exagerado, pero querido lector, es la pasión la que no me hace dudar de tan temeraria afirmación.
El ídolo nació en la Boca, en un conventillo de la calle Brandsen, el 3 de agosto de 1916. Era el menor y único hijo varón del matrimonio de Doña Malvina y Don José. Siempre se dijo que fue muy mimado por su mamá y sus tres hermanas mayores. De chico se destacó en los potreros del barrio y no pocas veces su padre, que era agente de policía, debió buscarlo a la comisaría.
Era la figura del barrio y por amor fue a probarse a Boca Juniors. Año 1931. Jugó 15 minutos fantásticos. Cuando el delegado lo llamó creyó tocar el cielo con las manos. Pero la decepción fue mortificante: “Pibe, rajá de acá, no servís”. La revancha llegó con la banda roja. Una prueba en la cancha de Sportivo Palermo. Edad de Quinta división. En River no hay dudas: el pibe de la Boca es un crack.
En febrero de 1935 debutó en una gira por Brasil. Ese mismo año lo hace en el campeonato porteño. A partir de 1936 formó una delantera memorable junto a Carlos Peucelle, Renato Cesarini, Bernabé Ferreyra y Adolfo Pedernera, logrando los campeonatos de 1936 y 1937.
En 1941, con Cesarini como entrenador, nació La Máquina: Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera, Ángel Labruna y Félix Loustau. Para muchos, ellos se adelantaron al fútbol total de los holandeses o el ballet húngaro de Puskas.
Moreno fue el jugador que hacia de todo. Recuperaba el balón en el medio, hacia paredes con Pedernera y abastecía a un infalible Labruna. En 1944 se va a jugar a Mexico donde mantiene su idolatría. Regresó al país en 1946 con un apodo: El Charro.
No alcanzan las horas para describir su anecdotario. Una vez salvó a un árbitro de la ira de los hinchas repartiendo piñas hasta el vestuario. En agradecimiento, el domingo siguiente recibió una plaqueta por parte de los árbitros. Otra vez, en 1939, cansado de su vida nocturna, la dirigencia de River lo obligó a una estricta vida sana en la previa de un clásico ante Independiente. Nada de cabaret, mujeres ni alcohol. Aquel 12 de octubre de 1939, Moreno jugó uno de sus peores partidos. Fue la tarde que Vicente de la Mata gambeteó a un país y convirtió un gol memorable. Los dirigentes lo suspendieron y eso disparó una huelga organizada por sus propios compañeros.
En 1961 era el técnico de Independiente Medellin. En un amistoso con Boca Juniors su equipo terminaba el primer tiempo abajo por 2 a 1. Con 44 años se puso los cortos. Hizo dos goles y asistió para que se convirtieran otros dos y su equipo ganase 5 a 2. Faltando cinco minutos levantó los brazos, saludó al público y se fue para siempre.
Fue el ultimo partido de uno de los mas grandes jugadores de la historia. Y no lo digo yo según la Federación Internacional de Historia y Estadística de Futbol lo consagra como el 5 mejor jugador sudamericano del siglo 20 y 31 mejor futbolista de la historia.
Con el tiempo descubrí que la agencia era del sobrino del Charro, Soriano, y qué habían trabajado juntos. Llegué tarde para conocerlo: Moreno falleció el 26 de agosto de 1978. Con los años, descubrí a otros fanáticos de Moreno. Un gran amigo, a sus casi 90 años, guarda un objeto increíble: un paquete de galletitas Criollitas cerrado al vacío adentro de una frasco de vidrio.
–Tony, ese es mi bien mas preciado. Son las ultimas galletitas que comio el “Charro” durante su internación antes de fallecer.
Yo no tuve la suerte de verlo jugar, pero no me hace falta para quererlo. Pero este amor que tengo desde adolescente por este porteñazo siempre se lo voy a agradecer a esa hermosa fotografía del Vasco Legarreta del lejano noviembre de 1937.
(*) Columnista de Hay Che Domingo.
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