Por Erika Eliana Cabezas
“Es de esas personas que marcan, que ofrecen dignidad en la cuadra, organizan y arman la banda”, dice Sara Hebe en Chiri, el nuevo tema musical que lanzó la semana pasada y que va acompañado de un video que tiene como protagonistas a las integrantes de Casa Roja, el espacio autogestionado de las trabajadoras sexuales.
“Me acerqué acá por una amiga, porque necesitaba ayuda. Con esto de la pandemia, estaba todo mal, no tenía para comer, y me empezaron ayudar con la vianda, con la mercadería”, cuenta Sheymi. Al ser trabajadora sexual, con el aislamiento social, preventivo y obligatorio, sus ingresos se vieron limitados. “Me ayuda el Potenciar Trabajo, que me consiguieron acá, en Casita Roja”, confiesa.
El local de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar), ubicado en el cruce de Santiago del Estero y Constitución, cerca de la estación ferroviaria, no solo aproxima el Estado al barrio sino que también brinda contención y asistencia social.
“Mi labor acá es estar en el área de donaciones”, narra Mía Alessandra, quien manifiesta que conoció el lugar “gracias a la pandemia”, luego de que la hayan desalojado del hotel donde vivía por falta de pago. “Estuve en situación de calle y muchas personas me brindaron su apoyo. Ahora estoy muy bien, estoy viviendo en un lugar mejor”, expresa.
“Estoy muy agradecida. Me dieron mucho como para tratar de seguir adelante, ir por otros rumbos, agarrar otros caminos, pero nunca dejar de ser lo que soy. Acá, en la Casa Roja, estamos para brindar el apoyo y el cariño que todos merecemos”, destaca.
Las vivencias son distintas, pero tienen un punto en común: formar parte de ese sector marginado que se organiza en post de conseguir más derechos. “Amor con Ammar se paga”, repiten. La realidad es que quien pasa por el local de Constitución, se termina quedando.
“A Casa Roja me acerqué un día que estaban haciendo un comedor popular, en Santiago del Estero y Pavón, para todas las chicas trabajadoras sexuales. Nos daban vianda. Fui y me quedé ayudando, limpiando, y me vine como organizadora para ayudar permanentemente, a asistir a las chicas, a anotarlas en las planillas”, manifiesta Paola Gabriela.
Y agrega: “Económicamente estamos mal porque somos chicas que trabajamos el día a día, aparte soy extranjera y ayudo a mi familia. Estuve con situación de desalojo pero, gracias a Dios, pude al menos minimizar el pago y sigo permaneciendo ahí, con una deuda que esta que atrae, y esto sigue pa’ delante todavía. No se sabe cuando se va a poder salir a la calle trabajar tranquilamente porque, aparte de eso, si sales los policías te agarran y te hacen un acta por violentar la cuarentena”.
Las tareas están estratégicamente distribuidas. Lunes, subsidio habitacional y asesoría legal. Martes, DNI, Renaper y Migraciones. Miércoles, entrega de viandas y, nuevamente, subsidio habitacional. Jueves, tarjeta Ciudadana Porteña, negativa de ANSES, carta de pobreza, turno de Banco Nación, recepción de donaciones. Viernes jornada de desinfección y reunión de coordinadoras. Sábado entrega de viandas, mercadería, verdura y artículos de limpieza.
“A Casa Roja llegué por una amiga que estaba militando aquí, y me invitó para ser participe de las actividades y de las jornadas que se estaban realizando, porque cuando empezó la pandemia se empezaron a endurecer las carencias. La comunidad trans, que es el ultimo eslabón de la sociedad, lo mas estigmatizado, maltratado, empezó a sufrir un montón”, sostiene Luana Sofía, militante activista y publicista de profesión.
“Tengo una historia con respecto al trabajo. Estuve muchos años trabajando como recepcionista, y a la par, enseñando idiomas. Y con eso podía vivir. De hecho no me quejaba, tenia un buen sueldo. Con el gobierno anterior, perdí el trabajo y fue cuando regresé a la calle. Empecé el trabajo sexual. Pero, fue pasando el tiempo y me pesaba mucho. Entonces decidí cerrar un ciclo de mi vida, laboralmente hablando. Comencé a estudiar artes escénicas y música”, relata Luana mientras reconoce que “admira mucho” a sus “compañeras trabajadoras sexuales”.
“Para ejercer el trabajo sexual sobre todo callejero hay que tener un temple de hierro, hay que ser fuerte física y, sobre todo, psicológicamente”, asegura.
“Cabeza de tacho y arma reglamentaria, parando a las travas auténticas gangstars”, cierra Sara Hebe mientras da cuenta de la violencia institucional que atraviesan diariamente las trabajadoras sexuales. Un hecho que se profundizó aún más con la pandemia, y que fue acompañado del deterioro social y habitacional.
Contexto. En Argentina el trabajo sexual no es ilegal, aún así es penalizado. Son 17 las provincias que tienen vigentes códigos contravencionales que llevan presas, hasta por 30 días, a las trabajadoras sexuales que ejercen en la vía pública. Por otra parte, existen normativas que inciden directamente sobre la actividad, como la reforma de la Ley de trata (Ley 26.842), que introdujo modificaciones que le restaron importancia al consentimiento de las personas y eliminaron los medios comisivos, generando una no distinción entre prostitución forzada y trabajo sexual.
A la legislación vigente se le suma el despliegue de los operadores policiales, de justicia y municipales que llevan adelante un accionar que crimizaniza y vulnera aún más los derechos del colectivo. Pérdida de dinero y objetos de valor en los allanamientos, coimas a las fuerzas de seguridad, vulneración del derecho a la salud y la vivienda, restricciones a las libertades en el marco de las operaciones de rescate, son algunas de las tantas violencias que atraviesa el sector.
“Salgo a trabajar y la policía nos molesta, pero trato de salir para poder comer y pagar mis cuentas”, expresa Sheymi, y derriba el mito que se quiso instalar al principio de la pandemia: el virus no atraviesa a todxs por igual.
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