Por Ariel Weinman*
Ahora sufro lo pobre, lo mezquino lo triste
Lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
Cuando desde el abismo de su idioma quisiera
Gritar lo que no puede por imposible y calla
Las palabras entonces no sirven, son palabras…
Manifiestos, escritos, comentarios, discursos
Humaredas perdidas, neblinas espantadas
Que dolor de papeles que ha de llevar el viento
Que tristeza de tinta que ha de borrar el agua
Las palabras entonces no sirven, son palabras…
Siento esta noche heridas de muerte las palabras
“Nocturno”, Rafael Alberti
La objetivación de las incertidumbres acerca de cómo continúa la vida y cómo se gestiona la muerte, ahora y en el futuro inmediato, sumado a la preeminencia de la comunicación y la información en la narración de la pandemia, me plantea un conjunto de interrogantes cuyas respuestas no pueden excederlos más que en la forma de conjeturas provisionales. Por de pronto señalar algunas cosas. Primero, que la cuarentena, el establecimiento del aislamiento preventivo, el fortalecimiento del sistema sanitario, la centralización por parte de los organismos públicos de salud y la conducción del Estado en su implementación forma parte del sentido común en la singularidad nacional. La conciencia social apabullante es la causa del aislamiento obligatorio y no al revés. Y si hubiera alguna confusión, ya se sabe la recomendación de Jauretche: hay que leer las editoriales de La Nación para orientarse. Pero cuando la pandemia en expansión está localizada casi en su totalidad en Buenos Aires, resulta notorio que el gobierno porteño comience a liberalizar las restricciones. ¿Será porque el foco de contagio está concentrado en las barriadas populares? ¿Creerán los gobernantes que el devenir de los virus sigue el mismo curso que los asuntos humanos, que su majestad corona se comporta del mismo modo en que se distribuyen las injusticias y las desigualdades sociales en tiempos “normales”? ¿No deberíamos prevenirles con un poco más de ahínco que la parábola de la epidemia -según las estimaciones de fuentes científicas prestigiadas- no se ajusta a la razones de la razón en base a enunciados categóricos a priori, que lo que pasará o no pasará con el coronavirus no responde a ningún predicado, que las proposiciones de las elites políticas y comunicacionales pueden diezmar rebeldías populares, pero no alcanzan para unos virus que por su naturaleza están siempre fuera de control? Por eso mismo las políticas públicas del estado deben extremarse cuando la vida y la muerte están descontroladas. Sin embargo, la falta y la ausencia es lo que caracteriza esta mutación civilizatoria: faltan hospitales, faltan medicinas, falta agua potable y alimentación adecuada, contrarrestadas a tiempo completo por las manos comunitarias multiplicadas que no renuncian a fundar comunidad, aun en las peores circunstancias. ¿No son acaso esas manos oscuras, callosas y ajadas por el trabajo que no necesitan de reconocimiento alguno ni de los medios ni de la reflexión exenta de reflexión para saciar el hambre, aislar a los infectados, atenuar el dolor de los enfermos?
En segundo término, las cuestiones de creencia y de fe que aparecían mezcladas con las ideas sustentadas en hechos objetivos -“revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseados” en la observación discepoliana-, ahora se presentan separadas por la zona metamórfica, como la llama Bruno Latour, para rechazar cualquier división entre “naturaleza” y “cultura”, de modo que hasta podemos reconocerle a los virus una potencia de actuar e incluso atribuirle algún “espíritu”. ¿No son suficientes 4,45 millones de infectados, 302,5 miles de fallecidos y el 80% de la población del planeta paralizada en sólo nueves semanas para poner en evidencia que la “naturaleza” no está desanimada? Es que a pesar de que ella fue declarada “fija” e “inerte” por los tribunales del capitalismo del Norte, una “certidumbre” de la crueldad que ya diezmó el África subsahariana, una parte de Asia y ahora pretende hacer lo propio en Nuestraamérica, se constata la vigencia de la sentencia de Galileo: “y sin embargo se mueve”. En nombre de esas certezas “inamovibles” se reclama “la vuelta inmediata al trabajo y la producción”. Patetismo de unos líderes globales cuyo liderazgo se desvanece como polvo en el aire. ¿Será como efecto sorpresivo de esta irrupción de la viva “naturaleza” que la consciencia y las ideologías, atrapadas por la preeminencia de lo humano sobre el “mundo natural”, se quedaron sin reacción? ¿Es por esta razón que se revelan incapaces de explicar algo sobre el devenir del coronavirus, vale decir, la pandemia en sí, como algo que no pertenecería a sus competencias? Quizás por eso se lanzan a hablar sobre la pospandemia, pero esta elección, ¿no concierne más a una reacción inconsciente ante la imposibilidad de plantársele a la enfermedad, que el deseo de enarbolar un discurso sobre el porvenir? ¿O se trata de un nuevo acto de fe cuyas respuestas corresponderían enteramente a la medicina mercantilizada y, entonces, la política ya no tendría nada qué aportar? Porque pensar en cómo terminar con la epidemia a través del descubrimiento de una vacuna, ¿no consiste en alentar expectativas en los que justamente nos trajeron hasta aquí, es decir, los laboratorios imperiales que también inventaron los químicos para extender las fronteras agropecuarias de transgénicos y para engordar a los pollos y cerdos que alimentan al mundo? ¿No sería esa la esperanza que hay que destituir desde el momento que paraliza nuestra potencia de actuar? Es que la experiencia de nuestra historia colonial afirma absolutamente lo contrario, desde la discusión de las Casas – Sepúlveda hasta los “fondos buitres”, pues en lugar de apelar a los dueños del mundo para tener “comunidad organizada”, ¿no tendríamos que convocar a las fuerzas que vienen desde el fondo de la historia para hablar sobre la actualidad de nuestro tiempo? Ahora bien, aceptemos que teníamos la guardia baja, ¿pero es esto suficiente para ni siquiera formular las preguntas acerca de la génesis de los virus pandémicos frente a quien es un “monstruo grande y pisa fuerte”? Fetichismo de su majestad el corona-virus, porque detrás de los enunciados que hacen el idiota, es decir, pronunciados bajo la égida del bien y del mal y sus resonancias de cacerolas racistas, encandilados por las luces del presente, inhibidos por la pornografía mediática, ¿no queda oscurecida la pregunta por las condiciones de producción del COVID-19 que, si no se modifican, pueden gestar otras pandemias, como alerta no la Ciencia imperial, sino el pueblo de los científicos?
Por último, observar que quizás la comunicación es una orquesta que suena altisonante para no dejar escuchar los gritos de dolor que se elevan por la noche en los hospitales y en todos los lugares en que se padece la enfermedad. En el relato de la “guerra” contra el “enemigo invisible” casi unánimemente no hay víctimas ni heridos, sólo enunciados e imágenes que hablan sobre ellos, números en la pantalla que varían de acuerdo a una sucesión algebraica de tablero electrónico. Quizás cabría preguntarse, ¿qué sabe la comunicación de los dolores del cuerpo? ¿El coronavirus hablado, narrado, analizado, abrumado por estadísticas tiene algo que ver con el padecido? ¿Qué tiene que ver el relato de la comunicación, que explica la muerte de personas infectadas por los virus a causa de enfermedades anteriores -“morbilidades”- como si fuera del orden mismo de las cosas, pero que en realidad oscurece la vida de cuerpos extenuados por el trabajo, abrumados por pagar cuotas diarias de vida a sus propietarios, con el sufrimiento que asciende cuando los virus se lanzan sobre las células que regulan la presión arterial u obran como termitas para fagocitarse los tejidos pulmonares? Pero además de centrarse en operaciones políticas, ¿la comunicación no es la pantalla acústica para neutralizar el zumbido que sube desde los suburbios? Tragedia de la época que transforma la sustracción de la experiencia vivida pero no en un forma más de comunicación, sino cono norma de existencia, igualando perversamente una forma de expresión como si fuera una ontología, un modo de ser. En momentos de suspensión, de crisis, cuando los principios de regulación de la normalidad han dejado de regir, quizás sea una oportunidad, pues hace ver la negación, la que niega que está negando lo que tanto sufren los cuerpos.
Ante la muerte insolente todo lo vivido vuelve a agitarse
La detención de la máquina antropocénicaforzada por el peligro de contagio es un golpe en sí al corazón de las formas estratificadas por el hábito y la costumbre, que no se revelan más que cuando entran en colapso. Quizás esta fractura del tiempo lineal y continuo, la temporalidad en la que se superponen vida y trabajo como copias de “simulcop”, la parálisis de la olla en que se cuece el sufrimiento y la angustia, convoque desde la oscuridad del presente a las fuerzas endemoniadas de lo ya vivido. No claro para que regresen como eran, sino en el modo de un centelleo fugaz que haga ver y haga hablar por un instante por qué tanta muerte anticipada, por qué tanto eclipse de sol en pleno mediodía. La quietud, el silencio, la interrupción de la cuarentena que los “Panamás Papers” pretenden agujerear a golpe de inflación y devaluaciones, quizás sean la hendidura por donde ascienda el dolor, lo sin forma del acontecimiento. Lo que es decisivamente irreductible a los determinismos sociales, aquello que se desfasa de las leyes establecidas y encuentra caminos de bifurcación que antes estaban vedados. Lo que tiene que ver indisolublemente con la historia, pero en sí no es un fenómeno histórico que responda a series causales, lo que se halla en estados inestables para un nuevo campo de posibilidades, lo que crea una nueva existencia, pero donde lo posible no preexiste al “acontecimiento”, sino que es creado definitivamente por él. El acontecimiento concierne a todo lo que está por fuera del Estado para instituir nuevos modos de subjetivación, que posteriormente puedan entrar en diálogo con aquél para adoptar formas institucionalizadas. Es eso que el mejor poeta que se mezcló en nosotros definió como el subsuelo de la patria sublevado para cambiar la constitución misma de lo existente, es decir, las fuerzas que trabajan con la materia mítica y sagrada que viene desde el fondo de la historia y hace hablar al presente. En el Sur de América, las políticas de los Estados nacional-populares en “la década ganada” avanzaron en términos de justicia social y soberanía frente a poderes imperiales -si bien en un pequeño puñado de países-. Pero esas formas institucionalizadas estuvieron siempre precedidas de rebeliones populares con la que cada partido político tuvo que contar en su singularidad nacional al momento de gobernar. Pero la gestión estatal se ha revelado otra vez una fórmula incapaz para desarmar un modo de existencia, el que multiplica las desigualdades y las injusticas a la enésima potencia, y se agita ahora para amenazar la continuidad de la vida de poblaciones enteras. Y si no veamos qué pasa en Brasil, Chile. Bolivia, Perú, que ya forman parte de nuestro sentido común.
¿No late ahora en nuestro costado moreno la bronca, el dolor, el estupor por el colapso de una América colonizada una y otra vez para poner de manifiesto que no le corresponde al estado por derechocambiar un modo de ser? ¿La insistencia en esa petición no nos transforma en fieles de una iglesia laica que, en el mejor de los casos, alimenta a los hambrientos, cuida a los enfermos, asiste a los desvalidos, ¡a Dios gracias! por el activismo solidario de organizaciones sociales y religiosas en los barrios, pero elimina la posibilidad de destituir las condiciones materiales que están en la génesis de tanta humillación? ¿No sería el momento de desprendernos del idealismo de “la misericordia” para que la acción dé cauce a las fuerzas materiales de todo lo vivido que están en la base para inventar en lo no-vivido la posibilidad de otro modo de vida?
El aislamiento preventivo y obligatorio resuelto por el Estado, la suspensión de todas las actividades no esenciales para afrontar esta contingencia produjo efectos paradójicos: por un lado, un resultado más que auspicioso en términos sanitarios: aplanamiento de la curva de infectados y fallecidos; por otro, agravó las condiciones de existencia de los cuerpos hambrientos, quienes no disponen de las comodidades para “quedarse en casa”. Es que habitan en lo que la aguda mirada del búho de Fiorito caracterizó como “‘barrios privados’, privados de agua, de luz, de asfalto, de todo…”. Todo recrudeció con la cuarentena, pero la génesis de los padecimientos remite a unas décadas atrás, cuando el capitalismo dependiente de producción mutó a uno de productos y servicios que ya no requiere la masiva contratación de fuerza de trabajo. El principio que está en la base del sistema de desigualdades e injusticias no empezó con el aislamiento, sino que rige como el tango, desde el tiempo de si te he visto… no me acuerdo.
La ampliación abismal del témpano flotante de hambre y miseria, esta vez mezclada con la ruptura de la habitualidad y la magnitud del colapso, quizás en lugar de hundir los cuerpos en la tristeza, la impotencia y el desamparo sentidos como otra expropiación, haga ascender sin saberlo, como el humo, la extrañeza, la enemistad de las heridas que palpitan en ellos, el sello de lo que fuerza a pensar. La fractura que late en su vida lenta de lo que todavía no es pueblo, quizás descuaje el pensamiento de la función natural de captar lo que ya está hecho y reconocido por el sentido común y el buen sentido: “los pobres” amasados en la hoguera ardiente de “elecciones individuales”, “porque quieren”, “porque merecen serlo por su ‘ser negro’”, forjados por el “ambiente natural” de la villa, el conventillo, las pensiones o la intemperie, como nos continúa explicando Sarmiento en el Facundo; es decir, “los pobres” como “abyección de un destino de barbarie”. Pero la pobreza y la miseria son un margen del sistema de riqueza que las fabrica en series infinitas y las tiende detrás de una frontera “inmunológica”, la zanja moralpara separarlas de aquélla. Pero, ¿por qué hay esos confines en los conurbanos intensos que aprehenden los sentidos de primera mano? ¿Sólo puede explicarse por las diferencias de clase, cuando éstas rigen desde siempre para nuestra memoria empírica, pero, sin embargo, en épocas pretéritas no se expresaban mediante el exceso de una polarización espacial como el que ahora se dispersa entre la tierra firme y el río? Es que “inmunizar” fue la consigna de orden, manda desde inicios de la década de los ’90 en el conurbano bonaerense y otras regiones, bajo el principio que opera la separación entre los “inmunes” y los demuni. Una división entre, por una parte, los ricos exentos del munus, lo que significa un “don”, pero uno particular que concierne al “deber”, el tributo que se debe pagar para vivir en comunidad, lo que es con munus, entonces exceptuados de la obligación que se ha contraído con el otro, desafectados de lo que se debe dar y no se puede no dar, eximidos de lo que sólo se da, pues han dejado de compartir la carga de la comunidad; por otra, los pobres “desmunidos” del derecho de vivir en comunidad, entendidos, no antes ni después, sino AHORA, como nos susurra “el padre del aula”, gentes desenvueltas sólo con “las facultades físicas, pero sin ninguna de la inteligencia”, “felices en medio de su pobreza y de sus privaciones”, haciendo gala de “un implacable odio que les inspira el hombre culto”, “familiarizados con el derramamiento de sangre y endure[cido] su corazón”, por eso considerados “peligrosos”.
Lo que fuerza a pensar es el dolor de lo estrépito del trueno intraducible en el lenguaje, pues los conceptos no designan nunca más que posibilidades, partícipe fortuito de un encuentro fundamental con la sensibilidad, que está en el origen del acto de pensar. Pero no la sensibilidad por un objeto particular, sino que consiste en lo que sólo puede ser sentido, no un ser sensible, sino el ser de lo sensible lo que empuja al ejercicio trascendentaldel pensamiento, la fugacidad del relámpago que en la oscuridad del presente fulgura toda la historia vivida en un instante para luego desparecer. Y es “trascendental” no porque el acto de pensar se coloque por fuera de las fronteras del mundo, sino porque es diferencia en sí, dispuesto a pensar lo que aún no hemos pensado, una diferencia esencial con el pensamiento empírico, determinado a reconocer lo mismo por medio de los sentidos, condenado a no poder pensar lo impensable.
Quizás desde el subsuelo de lo insondable de una enfermedad pandémica, que disuelve el orden natural de la vida y de la muerte, y del que nos habíamos olvidado, que suspende las divisiones sociales que garantizaban protección para algunos e indefensión para todos, igualándolas dramáticamente, se subleven los demonios, las potencias que no tienen forma que están en el origen del acto de pensar, “como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto” como nos enseña Scalabrini Ortiz, para que podamos pensar lo impensado, que haga ver y haga hablar lo intolerable sistémico, para transformarlo en otros modos de ser. Porque no se debe contar con el pensamiento para sentar la necesidad relativa de lo que piensa.
Un acto de pensar no se cimienta en el consenso en un debate, aunque después encuentre en él una forma donde expresarse. Un acto que cuando no está es pura nada, “el hombre y la mujer que está solo y sola y espera”, pero recién después que irrumpe puede ver que la “muchedumbre heteróclita” no actuaba sin nada, y como la fuerza de esos imanes potentes con lo que jugábamos de niños, atrae hasta las conciencias más escépticas para bajarlas a velocidad infinita para que marchen por la calle de lo nuevo. Lejos de pedirle colaboración a una idea, a un concepto, ya sea en lo singular de una existencia o en lo colectivo de la asamblea para constituirse, tiene en su base lo indomeñable y lo demoníaco que guardan los cuerpos como reserva sensible para gestar el pensamiento en el pensamiento. Sólo a posteriori podemos atribuirles unas causas, pero que van mucho más allá de los condicionamientos económicos y sociales.
Así que podemos dejar para más adelante lo que vendrá después de la pandemia, ¿qué sabemos? Sometidos a una tensión irreductible entre el aumento incesante de la cantidad de infectados y fallecidos por coronavirus durante la última semana y las promesas de aparición de una vacuna que terminaría con la enfermedad, ¿qué sabemos de nuevo? Al menos que creamos como novedad las pruebas de laboratorio que consisten en utilizar cuerpos oscuros para testear la efectividad de medicamentos, como las once víctimas fatales en Manaos, Brasil, mientras se les suministraba la cloriquina y hexocloriquina para probar si esa droga puede terminar con el COVID-19. Es al costo de cuerpos colonizados usados como cobayos que continúa “progresando” la Ciencia, algo de lo que el “humanismo” europeo y la comunicación global parecen no ruborizarse. De lo que parece que no hay dudas, lo que sí sabemos es que la disputa por qué sectores sociales van a pagar los costos económicos de la pandemia no se resolverá sin antagonismo, por el contrario, es una contienda definitivamente violenta. Estamos en guerra y no justamente contra un enemigo “invisible”.
(*) Periodista de Radio Gráfica
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