Por Carolina Ocampo
Martes al mediodía en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Viviana Cozodoy ingresó como lo hace regularmente todos los días. Charló con una chica en la puerta y le mostró las obras de arte que traía en una carpeta. La joven se quedó con una y le entregó dinero por ella. Así se acercó a cada uno que vió en los pasillos, puerta y patio de la institución. Juntaba plata para Familias por la Vida, organización no gubernamental, que no recibía dinero de ninguna ente, ya sea privado o estatal.
Se sentó en una mesa de las tantas agrupaciones que había dentro de la Facultad en el primer piso, al lado del baño del ala de Santiago del Estero y comenzó a contar lo que sucedió aquel 30 de diciembre. Ella tenía 36 años, trabajaba en boletería, pero esa noche le pidieron si podía cubrir una de las nuevas barras que había dentro del boliche. Fue aquella fatídica noche en República Cromañón.
En sus ojos se reflejaba, mientras relataba, cada situación que aún recordaba. Mientras describía cada momento, su tono se volvía nervioso. Mencionó “el cambio abismal entre la euforia y el horror”. Callejeros tocó sólo un minuto treinta y ocho segundos.
Al principio pensó que solamente era un poco de pogo y dijo “a mierda como están los pibes”. Para cuando comenzó el incendio estaba confiada en que iban a apagarlo, por lo que ya había sucedido anteriormente. Hasta que se dio cuenta, por la cantidad de humo, que no iba a suceder. Se cortó la luz. Interiormente, se decía que tenía que salir de ahí, mientras buscaba la salida de emergencia, la misma que estaba cerrada con candado.
Entonces decidió salir por la entrada. Es allí donde vio lo que pasaba y no lo podía creer. Cinco puertas de un metro cada una, gente tirada en el piso y el humo negro generado por aquel telón. Humo producido por la combustión de los paneles acústicos de espuma de poliuretano colocados en el techo de Cromañón. Desde el público habían disparado una bengala que encendió esos paneles.
Logró salir empujada por la gente. Recuerda caminar sobre “cosas que no eran firmes”. Eran personas que estaban desmayadas o muertas. En un principio quedó apretada entre la pared y la presión de la gente. “Pensé que me iba a morir ahí, en ese instante sentí alivio, bajé la cabeza, sentí como se desprendía parte de mí, al mismo tiempo vibraba. Había paz dentro el infierno”, sentenció. Siempre se preguntó si en ese instante había entrado en coma o se había empezado a morir. No se acuerda cómo logró llegar a la puerta, estaba desorientada, aunque era el lugar donde trabajaba diariamente. Al momento de llegar a la puerta y pudo respirar, se quedó helada, mientras que la gente la tiró al piso otra vez. De allí la sacaron dos jóvenes “sólo recuerdo el color de sus zapatillas, uno tenía negras y el otro, blancas”, detalló.
Intentó ayudar a tres personas. La primera fue una joven a la que le dijo que se quedara tranquila. Cuando pensó en lo que había sucedido, dijo “ojalá que no me haya hecho caso”. Dos semanas después, se cruzó con la mamá de la chica con su foto colgada en su pecho. Murió ahí adentro y le contó lo que pasó. Otro de los que intentó a ayudar fue un nene llamado Tomás, de siete años, que había perdido a la mamá y al papá. “La cana nos empujaba y no podíamos entrar a buscar a sus padres”.
Viviana fue dejada en la vereda de enfrente. Contó cómo la ambulancia tardó en llegar media hora. Además, llegó sin tubos de oxígeno y no tenía comunicación de radio. Los bomberos, según recuerda, tardaron. Los jóvenes, tomaban la iniciativa.
Desde esa vereda del frente, vio a los pibes empujar la puerta de emergencia con candado. Lograron abrir y salir. Lo hacían estando negros por el monóxido. Tenían una especie de bigote como si fuese dibujado. “¿Conoces la canción JIJIJI? Los ojos ciegos bien abiertos, no mires por favor y no prendas la luz, la imagen te desfiguro”, así describió a los chicos que no lograron salir con vida, apilados uno al lado del otro con poca ropa y nadie les había tapado la cara. Ahí estaban, con los ojos abiertos.
Cuando buscaba a una compañera de trabajo, comenzó a vomitar negro por lo que había inhalado, que contenía cianuro. A las tres de la mañana fue llevada a la casa de su amiga Mariela, porque lo único que decía era su nombre, entonces le sacaron su celular para llamarla y se pudieron comunicar con ella.
De las consecuencias sufridas en cuanto a salud, la ex trabajadora del local cuenta que respiró aquel veneno por la nariz, entonces el mayor daño lo tiene a nivel neuronal, aunque también tiene problemas en los pulmones, quemada una retina del ojo izquierdo y sequedad en ambos ojos.
El cianuro, liberado por la combustión de las placas de poliuretano colocadas en el techo, le destruyó parte de los riñones. Además, describió que en el hospital donde quedó internada, con otros más de la misma tragedia, cuando les daban el alta, les decían que estaban mejor que nunca, “para el Gobierno de la Ciudad Cromañón fue curativo”.
Un médico cardiólogo la mandó a realizarse una endoscopia. Para la misma se necesita poner anestesia al paciente al cual se le realiza. El día que fue a realizarse el estudio, su médico no estaba, ella les dijo que la anestesia la llevaría de nuevo a Cromañón, que no podía hacerse el estudio, pero los médicos no la escucharon. Comentó que la pudo salvar una enfermera que logró sacarla de ahí, mientras que los médicos declararon que se negó realizarse el estudio, cuando en realidad ella no podía por los daños en su salud mental.
En cuanto a lo psicológico, los psiquiatras le había proscripto una serie de medicamentos que no tomaba, porque la dejaban muy mal. Recordó que el doctor le recomendó un acompañante terapéutico y le dijo: “A ver, Vivivana Cozodoy, estás abriendo demasiado la boca. Nosotros te damos una alternativa, o te tenemos internada un tiempo y luego te largamos, o te ponemos alguien que esté con vos”.
Mientras relata, su tono ya no es de dolor, sino que se transforma en gritos de furia, su mirada se transformaba mientras contaba lo que sucedió después de aquella noche. Su voz se quebró. Hubo silencio. Se tomó unos segundos para recuperarse, tomar un trago de agua y seguir con su relato. Mientras habla sobre que ha pasado mucho tiempo, explica que todavía siente que esa noche pasó ayer.
Cuando a Viviana le dieron el alta, el 10 de enero, fue a declarar por su cuenta a Tribunales. Allí es cuando comenzó su lucha contra funcionarios y policías, quienes, según ella, son los responsables de lo que pasó. En sus declaraciones contaba cuáles eran las irregularidades en el local. Comenzaba con que la Policía cobraba 100 pesos por cada 500 personas. Ella sabía esto porque tanto Omar Chabán y su mano derecha Raúl Villarreal, comentaban estas cosas delante suyo. Mientras se encargaban de contar tickets y el dinero, de allí hacían el desglose de gastos. Ese dinero iba al Subcomisario, a quien además le habían pagado 200 pesos por cortar la calle y “que se siga portando bien”, según su relato.
También, sostuvo que el exmánager de la banda, esa noche, volvía de la imprenta con más entradas para vender en puerta, cuando ya se encontraban agotadas las localidades. Habían vendido más de 3000 entradas y tenían 700 invitados. No dejó de recordar que se sintió amenazada y se mudó algunas veces por su seguridad.
“Murieron muchos padres debido al cáncer de la tristeza, también entre los sobrevivientes hubo intentos de suicidios”. A pesar de todo, decidió seguir adelante y poder disfrutar sin culpa y sentirse orgullosa de poder afrontar “las trampas del sistema para poder cumplir esa promesa que le hice a los pibes”. La lucha es esa. Poder disfrutar sin que haya un nuevo Cromañón.
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