Por E. Raúl Zaffaroni* para Radio Gráfica
1. Los orígenes en el norte. En 1789, los diputados franceses discutían si el monarca –al que terminaron decapitando- tenía o no poder de veto de las leyes sancionadas por el parlamento. Los diputados de la nobleza, que defendían el poder de veto real, se sentaron a la derecha y los revolucionarios, que lo negaban, a la izquierda. En el siglo siguiente, a medida que avanzaba en el norte el proceso de acumulación originaria de capital, se produjo un enfrentamiento entre las crecientes clases subordinadas, que no podían incorporarse totalmente al sistema por insuficiencia del incipiente capitalismo, y las nuevas burguesías ya instaladas en el poder. Los movimientos de las primeras se caracterizaron como izquierda y las resistencias de las burguesías como derecha.
Pasaron más de dos siglos desde el episodio de los diputados franceses y mucho más de un siglo desde las luchas obreras en el norte, pero con demasiada frecuencia nos seguimos valiendo en el sur de las denominaciones de aquellas originales posiciones corporales o de las viejas resistencias obreras para calificar a partidos, grupos de poder, proyectos políticos, discursos mediáticos y gobiernos. Por momentos pareciera que todas las ideas políticas son susceptibles de clasificarse conforme a esa bipolaridad, tanto en el norte colonizador o dominante como en el sur geopolíticamente subordinado.
2. Los diputados franceses y nosotros. A fines del siglo XVIII, cuando los diputados acomodaban sus cuerpos a derecha e izquierda, la derecha era el antiguo régimen, es decir, la nobleza, en tanto que la izquierda era la incipiente burguesía en lucha por su ascenso y por el poder. El producto del saqueo genocida de las entrañas de las tierras de nuestra América no quedó en el artrítico imperio ibérico, inmovilizado por la propia jerarquización que le había permitido llevar adelante el robo, por lo que fue incapaz de generar una clase de comerciantes, industriales y banqueros después de expulsar a judíos y moros. El oro y la plata de nuestra América fue a dar al centro y norte de Europa, donde en sus ciudades (burgos) se generaron esas clases y comenzaron a disputar el poder a las noblezas.
Así comenzó el capitalismo y la revolución industrial, en un proceso al que, por cierto, no fue ajena nuestra América, sino todo lo contrario, pues llevamos la peor parte en la llamada revolución industrial, que se posibilitó merced a las decenas de millones de muertos de nuestra población originaria y de africanos esclavizados. El siglo XVIII, celebrado como el Siglo de las luces de la Razón, fue en el que el transporte esclavista alcanzó su mayor volumen en nuestra América.
Poco tenían que ver esos diputados que reposaban su cuerpo a la izquierda con nuestra realidad de víctimas del genocidio colonizador. Para nada se acordaron ellos de nosotros, los salvajes del sur. Y cuando en el siglo siguiente se empoderaron en Europa, no dudaron en tirar por la borda todos los derechos que limitaban el poder de sus Estados y que habían defendido en su lucha por la hegemonía política, para caer en el grosero racismo policial spenceriano, someternos a un nuevo colonialismo y extender sus genocidios por Asia, África y Oceanía. La Europa del antiguo régimen nos había colonizado y la de la nueva burguesía nos neocolonizó, a nosotros y al resto del mundo.
¿Quiénes eran las derechas en el norte? ¿Quiénes las izquierdas en nuestro sur? No creemos que nadie pueda explicar este proceso apelando a las categorías de esa simplificación que, por cierto, no se corresponden en nada con la realidad neocolonial del siglo XIX y tampoco con las siguientes.
3. Echemos una mirada a la historia. Cuando repasamos la historia argentina y la vemos tan rica en gravísimos accidentes políticos, de los que, por su mayor proximidad temporal, se recuerdan de preferencia los crímenes de la última dictadura cívico-militar y su final con la guerra de Malvinas, no podemos pasar por alto que fueron largamente precedidos por otros que no deben olvidare.
Nuestro Estado se formó en una larga lucha fratricida entre las provincias y el puerto de Buenos Aires, en la que finalmente de impuso Buenos Aires. Se había sancionado una Constitución de corte republicano liberal en 1853, que fue reformada a la medida de los intereses portuarios en 1860, asumió la presidencia de facto el general que se había impuesto a las provincias y que había asesinado a sus caudillos, de inmediato pasó a ser presidente de jure y, junto al Imperio del Brasil y a Uruguay, emprendió una guerra genocida contra el Paraguay, cuyo proteccionismo y desarrollo molestaba a Gran Bretaña, que era la nueva potencia hegemónica mundial.
Al igual que el porfirismo mexicano, que la República Velha brasileña, el patriciado peruano y tantos otros, en la Argentina se estableció en el poder una oligarquía que colgó detrás de la puerta la Constitución republicana liberal y adoptó el positivismo racista y policial de Spencer, con el beneplácito de la nueva hegemonía mundial y el obvio argumento de que la masa de indios, mestizos, negros y mulatos, todos salvajes atrasados racialmente, no podrían gobernarse hasta que se los hiciese evolucionar y fuesen civilizados. Uno de nuestros más sonados intelectuales de pluma hábil –y presidente de la República- del siglo XIX escribió que la población argentina no era muy apta para la democracia, porque resultaba de la cruza de una raza paleolítica con otra que no había superado la edad media. Este racismo hizo que en la propia Constitución se prescribiese el fomento de la inmigración europea y que entre 1890 y 1914 se produjese un transporte masivo de población hacia el sur de nuestro continente (Argentina, Uruguay y sur del Brasil), funcional para que la parte de Europa todavía con insuficiente acumulación de capital se liberase de buena parte de la masa humana sobrante que no podía incorporar al sistema y que se le volvía peligrosa.
La invención del método de enfriamiento de la carne hizo a la Argentina la proveedora de carne vacuna de Gran Bretaña; la cría de ovejas se trasladó al sur, en la pampa húmeda, en que las vacas se crían con pastos naturales, se montaron los campos de invernada, latifundios en que la oligarquía concentraba los animales ya criados para engordarlos y llevarlos a los frigoríficos de capital extranjero y exportar la carne producida. De ese modo, se generó la oligarquía vacuna argentina, políticamente dueña del país mediante un descarado fraude electoral.
Después de largos años la presión popular se hizo sentir, se puso fin a esa etapa fraudulenta y un primer movimiento popular hizo que en las primeras elecciones limpias llegase a la presidencia Hipólito Yrigoyen quien, con aciertos y errores, logró la incorporación política y la elevación vertical de la clase media, hasta que la crisis de 1929 y otros factores dieron lugar a que en 1930 la oligarquía diese un golpe de Estado no muy sangriento, repusiese el fraude electoral y gobernase en la llamada década infame. Esa oligarquía adoptó fuertes medidas keynesianas para superar los efectos de la crisis, lo que, por cierto, fue acertado, pero siempre entendiendo que seguían siendo los dueños del país agroexportador. No obstante, esas mismas medidas fortalecieron la presencia de un nuevo factor de poder, que era una creciente clase obrera.
Este factor finalmente eclosionó con un nuevo movimiento popular en 1945, que incorporó a las clases obreras a la política, sancionó una Constitución que se enmarcaba en el constitucionalismo social nacido en México en 1917 con la Carta de Querétaro, elevó el nivel de vida de la población, industrializó al país, pero que fue hostigado, vilipendiado, acosado, estigmatizado y por fin derrocado por los procónsules de los intereses transnacionales, que no toleraban ningún obstáculo para retomar la explotación sin límites de nuestras riquezas naturales y que, inmediatamente, sometieron al país a los organismos financieros del nuevo orden mundial de la posguerra. Para derrocar a ese movimiento popular no dudaron en bombardear un mediodía la Plaza de Mayo, sin aviso previo, desde nuestros propios aviones militares, dando muerte a centenares de personas. ¿Quién fue la izquierda y quién la derecha en esa atrocidad? Es más que obvio que no son idóneas éstas categorías para explicar lo sucedido.
4. Los últimos setenta años. Siguieron otros eventos no menos lamentables y luctuosos, en los que no nos detenemos aquí, porque son más próximos en el tiempo y la cercanía puede dificultar la percepción. Es sabido que, con el diario del día siguiente, todos somos augures, pero, de cualquier modo, quien siga el curso de nuestra historia en los setenta años que nos separan de ese crimen que nos dio el triste mérito de que nuestra ciudad capital haya sido la primera de América bombardeada desde el aire, tampoco podrá comprender y explicarse lo sucedido en esas largas décadas si pretende llevar adelante su análisis conforme a una clasificación de los hechos y de los protagonistas según la bipolaridad izquierda y derecha.
A todo lo largo de estos setenta últimos años se percibe el choque de dos políticas económicas clarísimamente contrapuestas, en permanente lucha, con avances de una u otra y alternativas, en un panorama donde muchas veces no faltaron acuerdos poco claros y unas cuantas traiciones. Una de estas políticas intentó imponer cierto proteccionismo económico en defensa del patrimonio y la industria nacional; su contraria siempre trató de suprimir cualquier limitación de esa naturaleza.
Creemos que nadie puede identificar estas luchas parangonándolas con las de las socialdemocracias europeas de hace más de un siglo, caracterizando a la primera como izquierda y a la segunda como derecha; todo indica que se trata de una confrontación diferente, por mucho que sea verdad que en la primera se haya facilitado la movilidad vertical de amplios sectores de la población. La política económica intervencionista de la Argentina no pasó de un keynesianismo bastante racional y nunca fue revolucionaria, al menos en el sentido de los diputados franceses de 1789, porque nunca quiso decapitar a ningún monarca ni establecer ninguna dictadura del proletariado, sino proteger intereses nacionales frente a la absoluta libertad de contratación abierta a los intereses trasnacionales.
4. El capitalismo de nuestra América. El capitalismo argentino -como el de toda nuestra América- no se generó en forma originaria, como el del norte, sino que fue siempre derivado, periférico, de modo que sus alternativas, si bien pueden mostrar algunas semejanzas, no pueden identificarse con los momentos de la evolución del capitalismo central o del norte. El capitalismo del norte –como se ha notado incluso por economistas conservadores- no es centrífugo, sino centrípeto, no distribuye crecimiento hacia la periferia, sino que absorbe hacia el centro. La opción siempre fue entre poner dique a la absorción y abrir la posibilidad de crecimiento de nuestro capital productivo –en su gran mayoría compuesto de pymes– o dejar libre espacio a la absorción centrípeta. Es realmente insólito que a esta última opción la denominemos derecha, identificándola con los intereses de la burguesía europea empoderada del siglo XIX y, consiguientemente, tampoco resulta racional llamar izquierda a la segunda, identificándola con los intereses de las clases obreras explotadas en el norte y que reaccionaban con el socialismo y el anarquismo de esa época.
Es verdad que la política económica de quienes se erigen en procónsules de los intereses del norte provocan una regresión en materia de movilidad vertical, causan desempleo, generan expulsión y marginalidad, hacer perder eficacia a todos los derechos sociales, pero no lo hacen en beneficio de una creciente burguesía nacional en ascenso, como en el norte en tiempos de la acumulación originaria, sino en el de intereses transnacionales, o sea, en perjuicio de cierto desarrollo autónomo que hace a la resistencia a la absorción por parte del capitalismo central, actualmente financiarizado.
5. No nos confundamos: colonialismo o independencia. No debemos subestimar las palabras, porque es la forma de expresar ideas y la confusión semántica nos lleva por lo general a una confusión ideológica. Creemos que quinientos años de colonialismo -y de experiencia de resistencia anticolonial y decolonial– deben servirnos de advertencia para cuidarnos de las confusiones ideológicas. El colonialismo tuvo claras etapas que, a grandes rasgos, pueden distinguirse en la originaria, la del neocolonialismo y la actual, de colonialismo financiero o tardocolonialismo, pero lo cierto es que, visto en perspectiva, se trata de un proceso en que cada una de las etapas posteriores a la colonización originaria pretendió disfrazarse con atavíos brillantes para desconcertar. Por ende, no nos puede sorprender que ahora se nos pretenda decir que lo que sufrimos no es colonialismo, que es derecha.
El problema es que esto confunde, porque una expresión como derecha, precisamente por provenir de experiencias y luchas muy diferentes, oculta la verdadera naturaleza, o sea, la onticidad misma del fenómeno de sometimiento al poder colonizador financiero mundial. Nuestras llamadas derechas no son más que fuerzas proconsulares de los intereses de la actual etapa de colonialismo, lo que nunca debemos perder de vista en este difícil momento de nuestra América. La verdadera dicotomía no se puede simplificar apelando a las denominaciones del acomodamiento corporal elegido por los diputados franceses del siglo XVIII, sino llamarla por su verdadero nombre, por el que corresponde a su onticidad, es decir, a lo que es sin tapujos, que plantea la opción entre colonialismo o independencia.
La confusión semántica no es más que un recurso para imponernos la colonialidad, o sea, para acomodarnos la cabeza, condicionarnos psicológicamente a los intereses del colonialismo o, en el mejor de los casos, para obstaculizarnos la correcta percepción de su malignidad, es decir, confundirnos para ocultar su verdadera naturaleza y esencia última.
Esta simplificación confusa se instrumenta para imponernos una clasificación de los órdenes de la realidad que encierra una trampa sumamente peligrosa, pues cuando se pregunta ¿Es usted de derecha o de izquierda?, se pretende que la respuesta equivalga a soy respetuoso de los derechos o soy autoritario, soy liberal político o soy comunista estaliniano, soy democrático o soy antidemocrático. Esta trampa ideológica no es nada nueva, puesto que era la misma de las viejas inquisiciones: hay un dominio del bien y otro del mal, uno del cielo y otro del infierno. De un lado está el bien absoluto, del otro Satán (que en hebreo significa enemigo), al que necesariamente es menester destruir, al mejor estilo del nazi Carl Schmitt, quien concebía a la política como el arte de inventar un enemigo al que aniquilar.
6. El camino argentino hacia el totalitarismo. El momento actual de la Argentina ha provocado una anomia muy particular en la población, puesto que la deslucida gestión anterior a la actual y otros errores, determinaron que una persona marginal de la política llegase al poder ejecutivo, al tiempo que el legislativo se halla muy fragmentado y algunos legisladores asumieron posiciones de acomodamiento coyuntural distantes de las ideologías de sus originarios sectores políticos. El Poder Judicial no existe; la Argentina tiene una magistratura, pero no un Poder Judicial, dado que esa magistratura no ejerce un verdadero control de constitucionalidad ni tampoco una casación nacional que cumpla la elemental tarea nomofiláctica, todo sometido a una estructura institucional cuyo grado de irracionalidad no conoce similar en ningún país de América ni de Europa y con un órgano supremo integrado por cuatro o cinco personas, también único en el mundo.
En general puede observarse un avance hacia la instalación de un modelo particular de pálido Estado totalitario. El titular del ejecutivo insulta en todos los tonos a quienes no opinan como él y, además, tampoco ahorra calificativos para otros jefes de gobierno extranjeros. Se trata del funcionario que el art. 99 de la Constitución lo señala como jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país, pero que en sus discursos manifiesta que se propone destruir al Estado desde adentro.
Este último exabrupto no debe entenderse literalmente, sino que es indispensable interpretar su correcto sentido: no se trata de destruir todo el Estado, sino que, partiendo de la aseveración de que la justicia social y los derechos sociales son sandeces de fracasados políticos y de ratas miserables, solo se procura destruir la parte del aparato estatal que tradicionalmente se encarga de dar cierto nivel mínimo de eficacia a los derechos y cierto grado de regulación en protección de nuestras riquezas y de la producción nacional. Como necesario complemento de este desmantelamiento parcial del Estado, se le hace indispensable reforzar progresivamente el aparato represivo del propio Estado: se está pasando de un modelo de Estado de derecho a otro represor, para lo cual manifiesta su intención de debilitar también la defensa nacional, degradando a las Fuerzas Armadas a funciones policiales, y también se anuncia un programa de inteligencia artificial destinado a controlar todas nuestras comunicaciones electrónicas para prevenir delitos. Nada quedará ya en privado, la policía se enterará hasta de nuestros actos más íntimos. Se trata de vigilarnos al máximo para que nadie pueda cometer un delito, para lo cual se proyecta convertir a la sociedad en una cárcel electrónica.
7. Del welfare State al discomfort State. El Estado represor, lejos de ser un Estado fuerte, es débil, raquítico, imprevisible, puesto que al desentenderse del destino de sus habitantes, de cuestiones básicas como la alimentación, la producción, el empleo, la seguridad social, la vivienda, la previsión social, la salud, la educación, las universidades, la investigación científica, es decir, a medida que el Estado se deteriora para ir pasando de un welfare State a un disconfort State, de un Estado de bienestar a otro de malestar, por mucho que refuerce su aparato represivo, no puede ocultar que se halla crecientemente expuesto al riesgo de fuertes estallidos sociales.
Cabe observar –de paso- que también es sumamente grave incurrir en otro error semántico, pretendiendo llamar fascista a este modelo de Estado, cuando es de sobra sabido que el fascismo italiano y todos los detestables regímenes análogos fueron o son modelos propios del norte, caracterizados por ser imperialistas y colonialistas, siendo absurdo imputarlo a un modelo de Estado deteriorado precisamente por la subordinación colonial de este tiempo. Si bien es verdad que pueden emplearse algunos métodos represivos y criminales análogos, no por eso se debe incurrir en el error de calificar del mismo modo al modelo de Estado víctima que al del victimario.
La similitud con el fascismo y sus modelos análogos no se halla en los hechos, en la realidad, sino en la mera estructura de su discurso ideológico, que es algo por completo diferente. En este caso se trata de que la ideología que conduce al Estado de malestar colonizado o subordinado, al igual que toda ideología totalitaria, es un discurso que se elabora siempre sobre la base de un mito que trasciende lo humano (ultrahumano), un ídolo o falso Dios al que todos estamos sometidos, que está más allá de las personas y a cuyo servicio debemos estar todos, pues conforme a este delirio ideológico, después de pasar por el infierno, nos habrá de llevar al paraíso, que en este caso es la feliz sociedad en que todos seremos ricos, cuando la concentración de riqueza alcance un punto en que se derrame y nos bañe generosamente a todos.
Pero esta es solo la estructura discursiva de una ideología, en el peor sentido de la palabra, es decir, no entendida como un simple sistema de ideas que puede ser más o menos racional, acercarnos o alejarnos más o menos de la realidad, sino como encubrimiento de la realidad, pues en los hechos encubre, trata de ocultarnos algo que existe en el mundo, que es un Estado debilitado para ser fácil pasto de los intereses trasnacionales, que nada tiene que ver con los modelos de Estado fascistas del norte colonizador.
Conforme a esa ideología que, como todo discurso de esa naturaleza, tiene un alto componente paranoide, para posibilitar el advenimiento del paraíso, de momento será menester desconocer todos los derechos de los habitantes. El proclamado liberalismo, el crispado grito de libertad, es falso, porque el liberalismo político es incompatible con el económico, dado que el festival de la desregulación colonialista no solo reniega de los detestables derechos sociales comunistas y socialistas, sino también de los individuales, pues todos los derechos están vinculados en forma conglobada: si se niegan los derechos sociales, los ingenuos ciudadanos que no creen en el mito ultrahumano de la idolatría del mercado, usarán los derechos individuales para reclamarlos y, para evitar sus reclamos, manifestaciones y protestas, no quedará otro recurso que privarlos también de los derechos más tradicionales. Por ende, la libertad solo nos será devuelta cuando llegue el derrame, podamos gozar plenamente del paraíso prometido y nos demos cuenta de lo equivocados que estamos.
8. La idolatría del mercado no es nueva. Lo cierto es que nada nuevo se inventa para emprender este camino hacia el Estado totalitario de mercado que se nos insinúa con creciente claridad, sino que, por el contrario, responde a una ideología vetusta, que es la idolatría del mercado, que se remonta a una vieja jurisprudencia de la Suprema Corte norteamericana de finales del siglo XIX, que respondía a los intereses de los monopolios del capitalismo norteamericano de su tiempo. Esta jurisprudencia obstaculizaba la sanción de leyes antimonopólicas y de progresión impositiva, afirmando que imponer mayores tasas a quienes más tienen, facilitaría el triunfo a los políticos demagógicos y perjudicaría o desmoralizaría a los sectores minoritarios, pero más activos y creativos en cuanto a la acumulación de capital.
Esta jurisprudencia fue superada hace casi cien años por Roosevelt, quien para eso se vio obligado a enfrentarse a su Suprema Corte, pero su ideología fue renovada en la última posguerra por los evangelistas de Mont Pelerin, es decir por von Hayek, von Mises y sus seguidores Rothbard, Friedman, etc., que se inventaron el premio Nobel de economía para repartírselo entre ellos y decirnos a los ignorantes, desde la cúspide de su sabiduría económica –desde su ciencia indiscutible– que nuestra pobreza se debe a que nos negamos a abrir totalmente nuestras economías, o sea, a quedar por completo a merced de la expoliación colonialista de la economía financiarizada del norte.
Esta idolatría del mercado es un insólito guisado ideológico que pretende confundir todo y, para eso, estigmatiza cualquier injerencia política sobre el ídolo mercado, estigmatizándola como comunista o socialista. El presidente argentino se ha permitido el lujo de señalarle a la ONU ante su asamblea, que era socialista, en consonancia con el despropósito de considerar comunista a Keynes y a nuestra propia oligarquía vacuna de la década infame, que en nuestro país aplicaron sus principios para superar la crisis de 1929. Es comunista todo lo que niegue los dogmas de esta ideología que se muestra como ciencia infalible, de modo que, aunque el mundo bipolar se haya terminado hace décadas, como en el comunismo se pretende incluir todo lo que niegue la idolatría del mercado, sigue siendo el gran peligro para el delirio anarcocapitalista de los sabios visionarios de la economía. En otras palabras: desde esta perspectiva delirante, es comunismo todo lo que en el sur importe una resistencia al colonialismo.
9. La resistencia exige realismo. Nuestra América lleva quinientos años de resistencia a las sucesivas etapas del colonialismo y, por supuesto, también deberá enfrentar la etapa actual, con su tentativa de debilitar a nuestros Estados y de dejarlos indefensos ante la expoliación extractivista y de otros órdenes. Es obvio que toda resistencia exige, ante todo, reconocer las características de las fuerzas que se deben resistir, pues cualquier confusión a este respecto disminuye las posibilidades de éxito de la resistencia.
Si echamos una mirada sobre nuestra América, es obvio que, en la Argentina como en todos los demás países, su proceso político reconocer particularidades propias, pero su modalidad de sometimiento colonialista actual está bien acompañada por procesos de gravísimo deterioro institucional, caracterizados por la criminalización de dirigentes que han contrariado los intereses tardocoloniales y la represión de protestas en el mismo sentido. Valga el ejemplo de Perú con Castillo preso, de Ecuador con la persecución de Correa y sus ministros y el brutal secuestro de Jorge Glas en violación del asilo diplomático, la prisión de Lula en Brasil, el golpe de Estado de Añes en Bolivia, etc.
Nuestra región está inserta en un mundo donde el capitalismo ha sufrido un cambio muy profundo. El viejo capitalismo productivo se ha reducido, por efecto de la hipertrofia de su aparato financiero; el dinero ya ni siquiera son papeles verdes, sino meros números en computadoras. La potencia mundial que aspiró a un mundo unipolar reconoce ahora una deuda astronómica de un PBI y medio, absolutamente imposible de pagar. La economía financiarizada generó grandes conglomerados que avanzan impulsando una creciente concentración de riqueza, a costa de la miseria de la mayor parte de la humanidad y de la acelerada destrucción de las condiciones de vida en el planeta. En este escenario, no nos podemos confundir si pretendemos resistir: las derechas que combatían los diputados franceses y las luchas obreras europeas en el momento de acumulación de capital, nada tienen que ver con la realidad -ni con la ideología- de los procónsules locales de los intereses del actual colonialismo financiero. Estas no son derechas, como tampoco sus Estados totalitarios son fascistas: se trata de fenómenos diferentes en un escenario regional y mundial también diferente.
En síntesis: lo que con superficialidad llamamos derecha en nuestro sur, son gobiernos, movimientos políticos, medios de comunicación cartelizados, etc., que en conjunto asumen la función de procónsules y, por ende, operan de manera funcional a los intereses del actual momento de colonialismo financiero y en contra de cualquier tentativa de desarrollo autónomo de nuestros países, así como lo que llamamos fascismos, no son más que Estados represores, debilitados y degradados por el colonialismo, para facilitar la expoliación de sus riquezas y convertirnos en factorías. No nos confundamos con las palabras, porque la confusión semántica está provocada por el propio colonialismo, para que no lo identifiquemos en toda su increíble crueldad genocida.
(*) Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires
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