Por Hernando Kleimans *
Era una hermosa mañana en Moscú. Primero de septiembre, inicio de clases. Mi oficina quedaba en pleno centro, en Petrovka, a poca distancia del Teatro Bolshói. Todos los días yo bajaba del subte en “Alexándrovski Sad” y caminaba por los “Jardines de Alexandr”, bordeando las altas murallas del Kremlin. Cruzaba la plaza del Teatro y luego seguía por Petrovka.
Ese día, además, comenzaban las clases en toda Rusia. Como en cualquier parte del mundo, como lo había hecho con mis hijos durante años, los padres asistían al acto inicial que se cumplía en todas las escuelas.
Lejos, en el sur, en las todavía conmocionadas regiones caucasianas de Chechenia, Ingushetia, Osetia del Norte o Daguestán, las bandas terroristas financiadas por “Al Qaeda” y algunos gobiernos fundamentalistas de aquel entonces que todavía no han reconocido su participación, asolaban pueblos enteros y seguían enfrentándose a la acción militar rusa, cada vez más consolidada en sus avances.
Era 2004. Ya habían sido liquidados los grupos autores de grandes atentados en Moscú, en Volgogrado, en San Petersburgo y en otras ciudades rusas. El costo fue altísimo tanto en vidas humanas como en daños materiales. Pero incluso en Chechenia, el foco principal del fanatismo terrorista, la acción inteligente y constante del gobierno ruso ya encabezado por Vladímir Putin había logrado eliminar los principales grupos criminales y entablar una política de recomposición nacional que permitió terminar con el enfrentamiento entre etnias y pueblos litigantes en todo el Cáucaso.
Beslán es una pequeña ciudad de Osetia del Norte, a orillas del montañoso río Terek. Su población no llega a 40.000 habitantes. Ese primero de septiembre, en la escuela primaria número 1 de Beslán, más de mil personas asistían al acto inaugural del ciclo lectivo. Como siempre, en todo el mundo: formación escolar, himno, discurso de la directora, distribución del alumnado en cada aula…
No fue así…
Habré llegado a mi oficina, como siempre, temprano. Todavía era verano. Me gustaba caminar por las calles recién regadas, ver las fuentes de las plazas y mezclarme con la gente rumbo al trabajo. Al entrar ya vi caras angustiadas mirando los televisores. Como toda agencia de relaciones públicas, esta también tenía televisores funcionando continuamente.
Pero en la pantalla no estaban los conductores de siempre. En la pantalla sólo se veía un edificio de un par de pisos, con un gran patio enrejado adelante. Alrededor de él, gente agolpada gritando y, lo que más llamaba la atención, hombres armados con escopetas y carabinas de caza. Estaba claro que eso ocurría “allá”, en algún lugar del Cáucaso.
En Beslán, la escuela número 1 había sido copada por unos treinta terroristas, liderados a distancia por Shamil Basáiev (uno de los más sanguinarios terroristas de aquella época), que habían tomado de rehenes a chicos y familias. Más de mil personas encerradas en el salón de gimnasia de la escuela, clausuradas sus puertas y ventanas.
En los primeros momentos, algunos intentaron escapar. Otros fueron escondidos por auxiliares de la propia escuela. Todos fueron masacrados por los terroristas.
Antes de iniciar cualquier contacto con las autoridades locales o los negociadores de las fuerzas de seguridad que de inmediato se presentaron, los asaltantes minaron todo el edificio. Con minas que estallarían en cadena al primer contacto en falso. Ubicadas en el suelo, en las puertas, en los cuerpos de los chicos.
Los terroristas reclamaban la integración de todas esas repúblicas caucasianas a lo que se dio en llamar el “Califato Islámico”, antecesor del “Estado Islámico”. Un plan de dominación territorial que abarcaba desde Afganistán hasta los Balcanes. Un plan financiado generosamente por el narcotráfico, principal “cliente” del terrorismo y por poderosos monopolios imperiales, empeñados en destruir el por entonces incipiente mundo multipolar (los BRICS comenzaron a formarse recién en 2006).
Anteriores ataques de este grupo liderado por Basáiev habían provocado decenas de muertes. Por lo general, atacaban hospitales, teatros o mercados. En 1995, en un hospital de Budiónovsk, en Daguestán, los terroristas habían tomado más de 1.200 rehenes y matado 129 personas. En el tetro Dubrovka, en Moscú, en octubre de 2002, los muertos fueron más de 130 entre espectadores, terroristas y actores.
En la pantalla del televisor comenzó a transmitir, en directo desde la escuela, Margarita Simonián, una periodista de la televisión regional de Krasnodar. Ella relataba lo que estaba pasando dentro del edificio y cómo se iban tomando las primeras medidas para desactivar el atentado. Años después, Margarita se convirtió en la directora de RT, el canal multilingual de la TV estatal rusa.
Desde Buenos Aires comenzaron a llamarme colegas que buscaban un comentario directo de lo que estaba sucediendo. La transmisión en directo de Margarita me permitía seguir el ritmo de los acontecimientos y retransmitir los comentarios de quienes procuraban negociar con los terroristas. Hubo algún caso cuando mis reportajes orales precedían las imágenes televisivas que se recibían en directo, vía satélite, en la Argentina. Parecía que yo estuviera prediciendo lo que ocurriría unos segundos más tarde. El famoso “delay” me convertía en precursor…
Las negociaciones no tuvieron ningún resultado. Yo veía entrar y salir a dirigentes regionales que intentaban llegar a acuerdos con los terroristas. Las exigencias de estos eran extremas y no admitían negociación alguna.
Además, cualquier intento de fuga (que los hubo) fue salvajemente aniquilado. Armados hasta los dientes, con fusiles Kaláshnikov y granadas antitanque, los atacantes establecieron un severo régimen de contención de los rehenes. Encerrados en la sala de actos, sin agua, sin comida y sin remedios. Sin baños. Sin luz.
Fuerzas especiales del Servicio de Seguridad fueron ejercitadas de urgencia, en un polígono cercano, para un operativo de rescate que previa irrumpir por las ventanas y neutralizar a los terroristas, que ya estaban individualizados por equipos especiales, mientras otros grupos de rescatistas liberaba a los rehenes y los trasladaba a lugares seguros.
Los terroristas se adelantaron. El 3 de septiembre, unas horas antes de que los “Spetsnaz” (los comandos de las fuerzas especiales) iniciaran el operativo, comenzaron a detonar las bombas que habían colocado en la sala de actos. Algunos dicen que las explosiones se provocaron porque dos “mujeres-suicidas” hicieron detonar sus artefactos. Otros, porque hubo una mala conexión. Lo cierto es que en la televisión se distinguían los estallidos y se veían volar los vidrios de las ventanas.
Yo vi cuando los comandos descartaron el plan previsto y se lanzaron al interior de la escuela para rescatar a los rehenes. También ví como salían ensangrentados pero con los chicos en sus brazos. También ví como caían abatidos por los disparos de los terroristas, cubriendo con sus cuerpos a los pequeños.
Eso lo vi yo. Ví cómo los padres, detrás de las rejas, con sus escopetas y sus carabinas, disparaban contra las ventanas o intentaban saltar y penetrar en el edificio. Y ví cómo caían.
La locura terminó cuando los “Spetsnaz” liquidaron a todos los terroristas. Hubo uno, uno sólo, que no murió. Nurpashí Kuliáev, un checheno tembloroso de 24 años, apresado cuando intentaba huir. Cumple prisión perpetua en un campo de máxima severidad. No hay pena de muerte en Rusia…
Ese primero de septiembre, y el dos y el tres, yo permanecí en mi oficina del centro de Moscú, pegado al televisor, intentando transmitir a mis colegas que me llamaban desde la Argentina, desde Uruguay o desde Chile, las imágenes y los reportajes que desgranaba Margarita, quien tampoco dejó su puesto en la escuela de Beslán y a quien hasta hoy no tuve la oportunidad de conocer en persona.
En la “Ciudad de los Ángeles”, en Beslán, hay un monumento que se eleva en medio de ese memorial que contiene las tumbas de 266 de los 334 muertos, la mayoría de ellos niños. Salvo algunos de sus integrantes, el resto de las decenas de “Spetsnaz” muertos, de los destacamentos “Alfa” y “Vympel” (“Estandarte”) de las fuerzas especiales, está sepultado en Moscú. Todos los años, desde toda Rusia, viene la gente a rendir tributo. Claro que quienes con mayor frecuencia deambulan entre las lápidas, o se sientan ante ellas, son los parientes, los que quedaron vivos luego de la brutal tragedia. Todavía, a veinte años, siguen sin resignarse a lo ocurrido.
La escuela nunca fue rehabilitada. Se convirtió en museo. Las renegridas paredes de la sala de actos sólo aguantan las fotos de todos los chicos muertos, de todos sus maestros muertos, de todas las madres que cubrieron con sus cuerpos la vida de sus hijos.
A veinte años del horror, la Humanidad todavía no se ha desembarazado de esos crímenes. En 1936 Pablo Neruda, en un inmortal poema, hablaba, tras un ataque de la aviación nazi en España, de la sangre de niños que corría por las calles “simplemente, como sangre de niños”. Hoy, en Gaza y en Kursk, sigue derramándose…
- Periodista, investigador.
Discusión acerca de esta noticia