Por Carlos Javier Avondoglio *
El 26 de julio del 2002, en la estación de Avellaneda, la Policía de la provincia de Buenos Aires asesina a sangre fría a los militantes populares Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Agustín Colovos, que por entonces tiene 24 años y que ya conoce lo que es un puerta a puerta en las barriadas del conurbano bonaerense, las movilizaciones de rechazo al modelo neoliberal y hasta las comisarías de esa década pérdida, termina de comprender aquello que signará sus días y sus noches. En los años que siguen, este muchacho -en quien ya es fácil detectar una chispa singular- vuelca su energía y su inteligencia a organizar el Movimiento de Trabajadores Desocupados en el partido de Morón.
El 7 de julio de 2022, 20 años y 11 días después, el rostro de Agustín, que ya es Piraña, flamea en las banderas de sus compañeras y compañeros de la Lista Verde y Blanca, quienes acaban de asumir en la conducción de la seccional Morón de la Unión Obrera Metalúrgica. Una verdadera patriada de la cual Agustín es uno de los grandes responsables, por no decir –aunque él no lo hubiera convalidado- su principal dramaturgo.
La línea intangible que une a estos dos acontecimientos estremecedores, contornea el periplo de gran parte de la generación que resistió al neoliberalismo a finales de los noventa y en los tempranos dos mil, y a la que la reactivación económica del período posterior le franqueó el paso a las fábricas y a los gremios. A semejanza de Néstor Kirchner, esa juventud, y muy especialmente Piraña, no dejó sus ideales en la puerta del sindicato, ni mucho menos en el vestíbulo de la gerencia.
El pacto de sangre con Darío y Maxi, con Aníbal Verón y con todos los héroes del campo popular, lo acompañaría hasta el final, como una cicatriz. A menudo daba la impresión de que Agustín conversaba con sus mártires, que se ponía en el espejo de sus esperanzas truncas. El camino que lo llevó a madurar como militante y lo convirtió en un dirigente integral (1) del movimiento obrero organizado -y que agregó a esa conversación imaginaria a hombres de la talla de Avelino Fernández-, en ninguna circunstancia lo separó de la rebeldía y la irreverencia que traía de origen. Era una bifurcación que, sencillamente, Agustín no podía aceptar, y es lo que le dio un estilo propio, una marca. Fue así como, entre asambleas torrenciales y lecturas febriles, se erigió como Piraña, bajo la supervisión escrupulosa de su propia conciencia, empuñando una memoria y un ardor revolucionarios.
Sin lugar a dudas, el libro que motiva este escrito constituye uno de sus últimos grandes proyectos; su legado, como solemos repetir. Pero antes de avanzar en los planteos que brotan de sus páginas, vale la pena que nos detengamos un momento en la naturaleza inusual de la obra.
Con gran dificultad, uno de esos intelectuales cultivados en tubos de ensayo podría imaginarse la cantidad de barreras íntimas -y de las otras- que un trabajador debe atravesar para lanzarse a la escritura. Mientras que en general la lectura es considerada como una actividad reservada y personal, el acto de escribir entraña, casi siempre, la exteriorización de una idea o un mensaje, así como la trabajosa búsqueda de un tono y un ritmo, cuando no de un estilo. Y sobre todo, en el caso de un obrero fabril, supone el coraje de cometer una herejía, irrumpiendo en un ámbito cuidadosamente reservado para otras esferas de la sociedad y de la cultura (2).
Naturalmente, Agustín no es el primero de su tipo, pero podemos arriesgar que desde hace largo tiempo que en el árido debate de ideas de la Argentina no emergía una voz de estas características.
Relacionado con esto, en un artículo de su juventud titulado “Socialismo y cultura”, el italiano Antonio Gramsci postulaba lo siguiente:
Hay que perder la costumbre y dejar de concebir la cultura como saber enciclopédico en el cual el hombre no se contempla más que bajo la forma de un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos, con hechos en bruto e inconexos que él tendrá luego que encasillarse en el cerebro como en las columnas de un diccionario para poder contestar, en cada ocasión, a los estímulos varios del mundo externo. […] El estudiantillo que sabe un poco de latín y de historia, el abogadillo que ha conseguido arrancar una licenciatura a la desidia y a la irresponsabilidad de los profesores, creerán que son distintos y superiores incluso al mejor obrero especializado, el cual cumple en la vida una tarea bien precisa e indispensable y vale en su actividad cien veces más que esos otros en las suyas. Pero eso no es cultura, sino pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello.
La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes […] Y esa conciencia no se ha formado bajo el brutal estímulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y, luego, de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Eso quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural […]
El mismo asunto, con su estilo llano y apaisanado, es tratado por Arturo Jauretche en Los profetas del odio, donde se ocupa de desenmascarar a la intelligentzia, o en Forja y la Década Infame, en cuyo prólogo rememora:
[…] Oponíamos el sentido común y las conclusiones del análisis inmediato a un pensamiento infatuado de sabiduría prestada y pequeños volantes y folletitos o la voz de los oradores callejeros contra todo el aparato de la difusión y la publicidad, de la fama y la suficiencia y contra la autoridad de las cátedras y bibliotecas. Como la casa del pionero, debíamos construir la nuestra con elementos a nuestro alcance. “Mi vaso es pequeño pero es mío”, como dijo el poeta. Una tarea humilde, en el idioma del sentido común, que nuestros paisanos comprendieron porque era su lenguaje de todos los días, pero por su misma humildad, inasequible para las vanidades intelectuales, necesitadas del brillo polémico de las citas y la erudición, imprescindibles al profesor universitario, a su discípulo fubista y a los académicos del bombo recíproco, manipulados por la prensa, y a los bufones de Sur y la SADE, a los “comprometidos a no comprometerse”, de la torre de marfil.
¿Qué es el libro que reseñamos sino un retoño lejano de esa tradición forjista, en un momento tan escarpado y apremiante como el que le tocó transitar a Jauretche, Scalabrini Ortiz y compañía?
A decir verdad, no hace falta irnos a la vieja Europa ni posar la vista sobre el alicaído proletariado de los países centrales para ver corroborado mucho de todo lo que aquí se enuncia. Una tras otra, las hojas de la obra ideada por Agustín Colovos desmienten el supuesto de que las y los trabajadores poseen una conciencia exclusivamente empírica de la realidad. Por el contrario, en ¿A dónde vamos los trabajadores? se revela con exactitud la profundidad analítica de los hombres y mujeres de trabajo, su disposición y su capacidad para la reflexión conjunta, su meditada inventiva, su intuición, su sensibilidad; su conciencia de ser depositarios de una misión. En estos casos, el roce directo con la cara más descarnada de la dependencia, así como la lucha que esa situación acarrea, comportan una considerable ventaja, inyectando de perspicacia y de lucidez las indagaciones teóricas y las propuestas dirigidas a la acción.
En esos términos lo reconoce el historiador y ensayista Norberto Galasso en el epílogo del libro, cuando destaca que “son muchos los trabajos sobre temas que tienen a la clase trabajadora por protagonista pero faltos de sal, diríamos, o de sudor, si resulta mejor aplicado. O dicho de otro modo, hablan ‘de los obreros y de los desocupados’ pero no hablan directamente ellos mismos, los obreros y los desocupados, generando conclusiones de sus propias vivencias” (3).
El punto que venimos tratando encarna, probablemente, la mayor originalidad de la obra, originalidad que, por lo demás, pone el dedo en la llaga de la crisis actual. En efecto, el libro detecta el rótulo de esta época en el desdén que buena parte de la dirigencia del campo nacional le depara al pueblo y a sus organizaciones en el tratamiento y la resolución de los grandes –y graves- problemas nacionales (un ademán que, por cierto, comparten todas las alas de la coalición gobernante); así como, a la inversa, en las complicaciones que ese pueblo encuentra para reclamar el lugar al que lo imantan su historia y los desafíos del presente. Sin menoscabo del rol que, en tanto intérpretes y conductores, han ejercido los liderazgos populares en el pasado, las circunstancias actuales reclaman una urgente reconfiguración de lógicas, que saque al proyecto nacional de las oficinas públicas y los estudios de televisión y lo ubique en el campo de acción de las organizaciones libres del pueblo. Solo así nuestro movimiento, hoy restringido a ser un tembloroso frente político (o apenas electoral), podrá resurgir como un poderoso frente de liberación nacional.
Esa es, entonces, la querella que articula la obra, su obsesión, el cordón que anuda sus diferentes piezas. Al recorrer los escritos y los diálogos que la componen, saltan a los ojos imágenes e ideas que despliegan, como si se tratara de un aleph, los avatares de una democracia maniatada; las razones de un gobierno errático y quebradizo, inmerso en su propio –y de a ratos inverosímil- Juego de Tronos; la crítica a las tentaciones tecnocráticas y a las fábulas desarrollistas que engalanan los discursos de economistas y políticos (¿acaso alguna vez un clima de inversiones propicio remató en el famoso y siempre prófugo derrame?); el hermetismo de una dirigencia plegada sobre sí misma, víctima de un largo extravío ideológico; el examen crítico de la Argentina pasada y, en particular, la relectura de la experiencia del peronismo (4), procurando descifrar las claves que se alojan en ese yacimiento de enseñanzas que es nuestra historia.
De igual forma, el lector atento podrá rastrear la búsqueda desesperada de una diagonal que, en el orden práctico, logre escapar tanto al posibilismo como a lo testimonial sin resignar lo estratégico; así como las alertas en torno a la peligrosa arrogancia de una oligarquía con los bolsillos henchidos, cuyo belicoso redoble de tambor es la banda sonora de esta etapa, aunque muchos se esfuercen en ignorarla o en observarla atónitos, aplazando una refriega que se adivina inevitable.
Estas conjeturas –junto a muchas otras que podrán averiguarse mejor en sus hojas que aquí- le dan al libro su arquitectura y son las que Piraña y quienes lo acompañamos en este proyecto (5) le proponemos discutir a todo aquel lector o lectora interesada en las cosas de la Patria, y en especial a las y los militantes, activistas y dirigentes que le dan vida a las organizaciones libres del pueblo. A veces con el fragor que implica un instante fronterizo como el que atravesamos, otras veces tomando los metros de distancia convenientes para analizar y comprender, la obra quiere servir de pretexto para una acción decidida, mezclarse en el océano de iniciativas abocadas a forzar un desnivel o una alteración en el relieve plano de este tiempo dramático. Esa es la invitación, ese es el desafío.
Para concluir, una confesión. En su revés interior, este artículo nace murmurando una pregunta: ¿qué palabras pueden capturar una vida? En torno de ella, el que redacta estas páginas emprendió, durante los últimos tres meses, varios intentos por dar con una respuesta cabal, una definición que delimitara la ausencia. Entre otras tentativas, balbuceó: “un peronista con una cultura de izquierda amplia e informada”, “un artesano de lo social”, “un Che con overol”, “un profeta de su propio destino”, “la encarnación de una época en su rostro más decidido…”. Podríamos seguir: un símbolo de los miles de delegados anónimos que subsisten a la decapitación de la Argentina industrial y al abatimiento de la comunidad organizada; el nombre con el que una generación se deletrea a sí misma… Y así hasta el infinito. Pero no hay caso. Poco a poco vamos comprendiendo lo vano del asunto. Es como explicar de una vez y para siempre cómo jugaba Maradona. ¿Se puede verdaderamente documentar lo sagrado? ¿De qué forma se lo comprime sin aventurarse en el terreno de lo mitológico?
Admitiendo de antemano estas dificultades, sencillamente nos permitimos insistir en la lectura y en la discusión de la obra (escrita y vivida) que dejó Piraña, no sólo como una manera de aproximarse a su enigma, sino –y esto es lo que a él más le interesaba- como un instrumento ágil que pueda habilitar razonamientos colectivos e incentivar estrategias comunes orientadas a edificar la liberación nacional y social de nuestro pueblo. Sólo entonces estaríamos respondiendo a su convocatoria última; convocatoria que estas líneas modestamente prolongan.
De algún modo, el libro ¿A dónde vamos los trabajadores? es una gota que cayó en el agua justo a tiempo, y que continúa imperturbable, haciendo círculos redondos y pacientes, anunciando las nuevas marejadas que el pueblo traerá a la historia.
*Integrante del Centro de Estudios para el Movimiento Obrero (CEMO).
Notas:
(1) El modelo político y gremial que impulsaba Piraña encaja a la perfección en eso que Amado Olmos definía como sindicalismo integral: “El obrero no quiere la solución por arriba, porque ello hace doce años que lo sufrimos y no sirve. Acá se ha hecho ya esa experiencia; el trabajador quiere el sindicato de la época peronista, es decir, el sindicalismo integral, que se proyecta hacia el control del poder, que asegura en función de tal el bienestar del pueblo todo. Lo otro es el sindicalismo amarillo, imperialista, que quiere que nos ocupemos de los convenios y las colonias de vacaciones solamente […]. Entonces, el obrero advierte que ese sindicato no le sirve y, por lo tanto, no le interesa; le interesa el otro, el sindicato de grandes proyecciones, el de futuro, que llega al poder, que implanta su ley, inclusive sindicatos que pueden superar los gobiernos, que a medias quieran ayudarnos legislando por nosotros”.
(2) Para que esto ocurra es fundamental la existencia de medios como Radio Gráfica, que abren sus espacios a las intervenciones de los hombres y mujeres del pueblo, enrolándose en la mejor senda del periodismo comprometido con el país.
(3) Proviniendo de una tradición distinta a la de Rodolfo Kusch, Galasso repone con solvencia y sin necesidad de abundar en grandes abstracciones la categoría del hedor americano.
(4) El peronismo, además de un fabuloso proceso de recuperación nacional, es una colosal experiencia política del pueblo trabajador. Ninguna de sus hazañas puede ser explicada si se ignora el papel desempeñado por las organizaciones libres del pueblo –cuyo eje es el movimiento obrero- no sólo en las urnas y en las plazas, sino también en la elaboración y realización de un programa destinado a romper con la explotación externa e interna. La desatención de esta característica fundamental es, quizás, lo que hoy lleva al peronismo a jugar con el riesgo de deslizarse hacia la disolución histórica.
(5) El libro cuenta con un prólogo de Lucas Molinari (Radio Gráfica), 15 artículos de Agustín Colovos, un ensayo de Carlos Avondoglio (CEMO), entrevistas a Paulo García (APINTA), al autor y a Matías Velázquez (FGB), y un epílogo de Norberto Galasso.
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