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Home Historia

Un falso noble, la viuda millonaria y el robo de un ataúd: la historia de los Caballeros de la Noche

Tony Aira nos trae una historia fantástica del Buenos Aires de 1880. La historia de Alfonso Kerchowen, un falso noble, cabecilla de una banda llamada Los Caballeros de la Noche; y Felisa Dorrego, la millonaria que la banda secuestró el cadaver de su madre. Una historia con un final increíble.

21 diciembre, 2020
en Ciudad, Historia
0
Un falso noble, la viuda millonaria y el robo de un ataúd: la historia de los Caballeros de la Noche

Por Tony Aira *

En 1881, Buenos Aires comenzaba a dejar atrás la gran aldea para convertirse en una gran urbe cosmopolita. Julio Argentino Roca asumió la presidencia de la Nación con el lema Paz y Organización que el positivismo imperante garantizaba.

Miles de inmigrantes llegaban cotidianamente al puerto de la gran ciudad con lo puesto y una ilusión: dejar atrás la miseria y persecución que traían desde Europa. Pero no todos eran honrados inmigrantes. Algunos escapaban de la ley y veían a nuestro país como un lugar ideal para nuevas andanzas. Uno de estos criminales fue Alfonso Kerchowen.

Kerchowen se presentaba en sociedad como miembro de una vieja y noble familia de Flandes, Bélgica. Alto, rubio y con ojos muy claros, Alfonso enseguida llamó la atención por su altivo porte y su sofisticada urbanidad. Rapidamente se introdujo en los círculos selectos de la sociedad porteña y se hizo habitué en las fiestas y reuniones más encumbradas. Se instaló en uno de los mejores hoteles de la ciudad y frecuentaba los mejores restaurantes.

Pero todo esto era una puesta en escena. Alfonso Kerchowen estudió el escenario para cometer uno de los crímenes más extraños que se recuerden en nuestro país.

El crimen tiene su historia. En 1872 falleció Mariano Miró, miembro de una de las familias más tradicionales de la ciudad. Su viuda, Felisa Dorrego Indart, quedó como única propietaria del enorme Palacio Miró – hoy demolido – que se encontraba en la manzana de Libertad, Viamonte, Talcahuano y avenida Córdoba.

La paz del hogar Miró se trastocó el 25 de agosto de 1881. Por la mañana llegó al Palacio una carta dirigida a la dueña. Felisa la leyó, y luego de un desgarrador grito, se desmayó.

En la carta se informaba que los restos de su madre, Inés Indart de Dorrego – cuñada de Manuel Dorrego – habían sido robados del Cementerio de la Recoleta y si no pagaban dos millones de pesos en 24 horas, los mismos serían ultrajados y arrojados a tierras profanas.

La carta tenía una letra desfigurada y unas misteriosas iniciales al final: “Los C. de la N.“.

Ante el estupor inicial, un sobrino de Felisa, que de casualidad estaba esa mañana en el Palacio, reaccionó rápidamente. Su idea era encontrarse con el secretario del Jefe de Policía, quién era amigo suyo; pero … y…¿si los delincuentes están afuera, vigilando la casa para asegurarse de que no se comuniquen con la policía?

La solución, pensó el sobrino, era ir disfrazado. El joven sobrino de Felisa salió del palacio vestido de carbonero. Al llegar al Cabildo, que funcionaba en aquellos días como jefatura central de Policía, los guardias no lo dejaron pasar. Hasta qué un tal García Merou, secretario del Jefe de Policía, reconoció a su amigo.

Enterada la policía del robo, tomó el caso uno de sus mejores investigadores: el Comisario Pinedo.

Pinedo decidió certificar el robo del cadáver. Para ellos, con su ayudante Mosquera, fueron disfrazados al cementerio. Durante el trayecto, Pinedo, dueño de una prodigiosa memoria, recordó que él asistió al funeral de Doña Inés y el ataúd era muy pesado por las numerosas incrustaciones que tenía, por lo tanto – pensó Pinedo – los ladrones debieron entrar al cementerio la noche anterior; pero al no poder sacarlo, decidieron esconderlo en una bóveda cercana.

El comisario tenía razón. Con la ayuda de un cuidador amigo, la pareja encontró el ataúd en la bóveda de la familia Requejo, muy cerca de la bóveda Dorrego.

Con los restos a salvo, ahora quedaba atrapar a los delincuentes. Disfrazados de carboneros, Pinedo y Mosquera volvieron al palacio Miró. Informaron a la familia el hallazgo y de su plan para atrapar a los delincuentes.

Decidieron conservar el disfraz, por si alguno de los cómplices merodeaba la vivienda. Desde ese momento comenzó una de las persecuciones más extrañas que vivió la ciudad de Buenos Aires.

A la mañana siguiente, sonó el llamador de la puerta de servicio del palacio Miró. Un joven Mozo de cuerda – jóvenes que trabajaban llevando paquetes y mensajes por la ciudad, antecesores de los actuales motoqueros – trajo un ánfora en la que la familia Dorrego debía colocar lo que pedía la carta que habían recibido los secuestradores y que después el joven mozo, debía llevar según las instrucciones recibidas.

La familia llenó el ánfora con recortes de periódicos y se la entregó al mensajero.

En la calle, era momento de actuar para Pinedo y sus hombres. Mosquera sería el encargado de seguir el ánfora y el resto de la comisión policial, a una distancia prudencial, seguirían al comisario. El joven caminó hasta la estación del tren que estaba en la actual esquina de Callao y Lavalle. Allí espero en el andén la salida del tren. Pinedo pidió que por telégrafo se avise a todas las estaciones que la policía detuviera a cualquier sospechoso que estuviera esperando el tren. El propio Pinedo se sumaría al vagón junto a sus policías. Uno de ellos se sentó delante y otro detrás del Mozo de cuerda. El tren avanzó lentamente. Tomó por la actual avenida Corrientes y se dirigió hacia Chacarita, que era la primera estación. Pero al acercarse al arroyo Maldonado, el muchacho tiró la ánfora por la ventana.

Sin dudarlo, Pinedo y Mosquera saltaron del tren para ver que dos sujetos, uno rubio y alto, subieron el ánfora a un carro y salieron con dirección al río.

Desesperados, Pinedo y su gente vio a un lechero vasco con su carretón circulando por el mismo camino al costado del arroyo. Sin dudarlo se subieron al carro y ordenaron al vasco que siguiera a los delincuentes. Pinedo se dio cuenta que los tachos de leche eran muy pesados y hacían imposible la persecución. A pesar de las súplicas del vasco, los policías arrojaron los tachos de leche y aligeraron el carro. Tenían que atraparlos antes que se escondieran en Las Cañitas, que por aquel entonces era un bañado donde tenían sus aguantaderos los tipos pesados de la ciudad.

Los agentes de la ley tuvieron suerte, ya que lo irregular del camino hizo que el carro de los fugitivos perdiera una rueda y ambos delincuentes se rindieron ante la ley.

Alfonso Kerchowen y Francisco Moris, su secuaz, fueron trasladados al cuartel de Policía. Rápidamente cantaron y delataron al resto de una banda que se hacía llamar Los Caballeros de la Noche. La ciudad se llenó de pesquisas que no le dieron tiempo a huir. En pocos días cayeron Vicente Mora, Pablo Ángel y Daniel Expósito, quienes acompañaron al noble delincuente a los calabozos.

La sociedad porteña se indignó, no sólo por el crimen, sino también porque habían comprado con notable ingenuidad al respetable noble Kerchowen.

El juicio fue presidido por el juez Julián Aguirre y el abogado de los Caballeros fue el asturiano Rafael Calzada. El defensor estaba tranquilo. Sabía que no existía tipificación en la ley argentina para el delito de robo de cadáveres. Cuando el fiscal los acusó de amenaza, según el viejo código español del siglo XIII, Calzada tan sólo debió invocar el artículo 18 de nuestra constitución que establece que un hecho es delito si hay una ley anterior que así lo establece. Claramente, éste era el caso. Pero el juez Aguirre no tenía podía emitir un fallo que no fuera condenatorio y los sentenció a seis años de confinamiento.

Encerrados en la vieja cárcel de Caseros, los detenidos esperaron dos años, hasta que la Cámara de Apelaciones le dio la razón a Calzada. Para las leyes argentinas, nunca existió delito. Los Caballeros de la Noche ya eran libres.

El resultado fue que en 1886 se agregó al Código Penal la pena de seis años de prisión a quien sustrajera un cadáver. El comisario Pinedo y su ayudante Mosquera siguieron cazando criminales. Los Caballeros tuvieron que irse de la ciudad por un tiempo. Se corrió el rumor qué, intrigada por los motivos que condujeron al noble al delito, Felisa Dorrego Indart quiso conocer a Alfonso Kerchowen. El encuentro se produjo y fue el comienzo de una relación sentimental entre la viuda y el ladrón del cuerpo de su madre.

Seguramente este sería el fin más apropiado para esta extraña aventura, en el viejo Buenos Aires.

 

(*) Integrante de Hay Che Domingo.

Tags: Alfonso KerchowenBuenos AiresLos Caballeros de la NocheRafael CalzadaRobo de Cadaver
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