Por Lucas Yáñez *
Todas y todos tenemos un cuento favorito. Aquel que, sin aviso previo, nos encontramos releyendo. En el que cada relectura nos sorprende ofreciéndonos detalles que habíamos pasado por alto y que nos regalan nuevas interpretaciones.
Les pido indulgencia por la autorreferencialidad. A quienes les moleste, pueden interrumpir la lectura en este momento. Mi cuento favorito es “Un oscuro día de justicia” de Rodolfo Jorge Walsh.
Es el tercer relato que Walsh escribe ambientado en un colegio pupilo para estudiantes de ascendencia irlandesa. Dicen que se inspiró en su experiencia personal como alumno del Instituto Fahy de la localidad bonaerense de Moreno. Dicen, también, que es el último texto de ficción que llegó a publicar.
El cuento relata el acoso al que es sometido “el pequeño Collins”, uno de los alumnos más chicos de la institución, por parte del celador Gielty, quien pretende convertirlo en un joven capaz de “abrirse un camino en la vida” mediante una estricta disciplina.
Los métodos del celador Gielty para alcanzar la hombría, incluían lo que llamaba “el Ejercicio”: peleas en el dormitorio, a golpes de puño, en las que “el pequeño Collins” llevaba la peor parte frente al “Gato”, un estudiante mayor que él. “El Ejercicio” se repetía cada dos o tres noches; llegó a convertirse en la pesadilla del “pequeño Collins” y logró movilizar al resto del estudiantado, “el pueblo” como lo llama Walsh, en contra del malvado celador.
En un momento de febril inspiración, “el pequeño Collins” escribe una angustiada carta a su tío Malcolm, pidiéndole encarecidamente que venga a salvarlo de la locura del celador Gielty. Días más tarde, Collins y el pueblo de pupilos reciben la noticia de que Malcolm vendrá el domingo, día de visitas familiares en el internado, a acabar con Gielty a trompadas.
Walsh describe minuciosamente los preparativos y las actividades con las que el pueblo se prepara para la llegada del tío Malcolm. Lo dibujan aguerrido; circulan de boca en boca sus hazañas como combatiente en la Guerra Civil Española o, tal vez, en la del Chaco; estampan su nombre en banderas, estandartes y pancartas.
El domingo, a última hora de la tarde, cuando todos los visitantes se han marchado, Malcolm llega al parque del instituto. Enseguida sale el celador Gielty a recibirlo. Malcolm se muestra caballeroso. Gielty se niega a devolverle el saludo y enseguida se trenzan en combate. Malcolm esquiva los golpes de su adversario y logra acertarle varios puñetazos, lo que provoca el estallido del pueblo que sigue las alternativas de la pelea desde los ventanales del colegio. Entonces sucede lo impensado. Malcolm se dirige a su público con los brazos extendidos, deteniéndose en el saludo y dándole la espalda al celador Gielty, que aprovecha el descuido para descargar un par de golpes que desconciertan al tío Malcolm, lo hacen trastabillar y lo dejan indefenso frente al contraataque.
Lo que sigue merece ser citado textualmente,“(…) mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuerno de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, astucia y la fuerza (…)”
Hay quienes ven en la figura de Malcolm a Ernesto “Che” Guevara. Hay quienes ven a Juan Domingo Perón. Ambas lecturas recuperan el carácter heroico de los personajes y la expectativa y esperanza que supieron desplegar en amplias porciones de nuestro pueblo.
En la misma senda podríamos leer a Diego Armando Maradona como otro posible tío Malcolm a quien la cultura popular ha puesto como vencedor de “las tropas de su majestad” y del “norte de la Italia rica”. O por quien se pintaron miles de banderas; se imprimieron cientos de miles de afiches y se estamparon millones de remeras.
No sabemos si algún sobrino le habrá escrito una carta, pero sí sabemos que fue el clamor popular el que lo volvió a vestir con la casaca número 10 de la selección argentina en el mundial del ’94. Y sabemos también que fue después de que convirtiera un gol y respondiera a la ovación de sus seguidores con un saludo a la cámara de televisión que lo transmitiría a todos los rincones del planeta, sabemos que fue después de ese grito de revancha, que el poder le asestaría un golpe por la espalda y le cortaría las piernas.
No sabemos qué sucedió con el tío Malcolm. La última dictadura cívico-militar nos arrebató a Rodolfo Walsh. Hay quienes dicen que el escritor planeaba un relato con sus aventuras.
Sabemos que Diego Armando Maradona logró levantarse una y otra vez de los golpes con que malvados celadores, personeros del poder, pretendieron derribarlo y sacarlo del campo de juego. Así fue hasta un fatídico 25 de noviembre de un fatídico 2020, en que no se pudo levantar más.
Y, sin embargo, hay algo en nuestra lectura que nos hace ruido. Quizás sea que el pueblo, en el cuento de Walsh, “aprendió que estaba solo” y nosotros y nosotras, pueblo también, aprendimos, o queremos aprender, que así se trate de Ernesto Guevara, Juan Perón o Diego Maradona, no estamos solos ni estamos solas, y que cada uno de nuestros caídos y cada una de nuestras caídas marchan con nosotros y nosotras, hasta que logremos derribar al celador Gielty y nuestros días de justicia dejen de ser oscuros.
(*) Docente de historia del Profesorado Alfredo Palacios, presidente de la Junta de Estudios Históricos de Barracas.
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