Por Emiliano Vidal *
Hay días que detienen el calendario de la historia. El 27 de octubre de 2010 fue uno de esos, tras el sorpresivo deceso, a los 60 años de edad, del ex presidente de la Nación, Néstor Kirchner. Aquella particular jornada de realización del Censo Nacional, -quien esto escribe fue censista en el barrio porteño de Belgrano- fue perturbada por la muerte de este conductor político en actividad. A diez años de su partida física, la evocación de aquel hombre que no abunda en la historiografía nacional combinada con la de censista, son los pasajes de estos siguientes párrafos.
El periodista y escritor Gustavo Campana supo sintetizar el punto de partida que genera el dolor del y la necesidad del otro: “cuando la verdad se presenta a cinco centímetros de tu nariz, no hay vuelta atrás. No avisa, ni pide permiso. Arremete con la fuerza del agua o del fuego, contra todos los obstáculos que instaló la versión positivista de la historia. La verdad es una información que se filtra por cualquier sentido, un dato que se incorpora sin la necesidad de intermediarios, ni traductores; es una revelación que aunque pretendan destronarla o maquillarla, resiste inalterable el paso del tiempo. Es una certeza que se planta de frente y genera en pocos segundos, una revolución que modifica para siempre nuestra relación con el otro. La verdad se encarga de hacerte saber que a partir de ese descubrimiento, nada será igual”.
Para muchos, ese despertar brotó el 20 de diciembre de 2001. La explosión de un modelo impuesto a sangre y fuego tras el golpe cívico/militar del 24 de marzo de 1976 y prolongado, en democracia, en el bipartidismo de los movimientos políticos del peronismo, en su versión menemista, y radical, en su exégesis delarruista. Así sucedió para quien esto escribe, en la Plaza de Mayo, escenario natural de los grandes acontecimientos históricos, entre gases lacrimógenos y muerte.
Eduardo Duhalde no supo, no quiso o no pudo terminar el mandato pergeñado hasta el 10 de diciembre de 2003, tras ser elegido para culminar el mandato de quien lo había derrotado hacía poco más de dos atrás en una de las peores crisis política, económica y social. El crimen de los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fue suficiente para culminar con ese gobierno de emergencia de quien fuera el primer vice menemista.
Los tiempos se adelantan. No serán los entonces gobernadores, el cordobés José Manuel de la Sota o el santafesino, Carlos Reutemann los devenidos en candidatos. Se adentra en la historia, el mandatario santacruceño, Néstor Kirchner. Fue una epopeya llegar a la presidencia con un apellido impronunciable y desde una provincia periférica con apenas el 22 por ciento de los votos tras la huida del otro candidato del balotaje, Carlos Menem.
Al asumir la primera magistratura, Kirchner viró el timón del apotegma pergeñado por el radical Raúl Baglini hacia otra vertiente, en el sentido de que cuanto más cerca se está del poder y en el ejercicio del gobierno, más deben afianzarse los principios por los que se luchó. “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolores y ausencias. Me sumé a la lucha política creyendo en valores y convicciones a los que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada”. “Vengo a proponerles un sueño, que es el de volver a tener una Argentina con todos y para todos. Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, y de nuestra generación que puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales”. Fue en su asunción ante el Congreso de la Nación el 25 de mayo de 2003, día de festejo del 193 aniversario de la Revolución de Mayo y a tres décadas de la “primavera camporista” que lo tuvo a él entre los manifestantes.
Los cimientos de su gestión reposaron en la recuperación de la soberanía económica nacional, desligando las relaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI), al cancelar la deuda con ese organismo e impidiendo su intervención en la política económica nacional y en la reivindicación de los Derechos humanos y sociales; modificación de la Corte Suprema de Justicia; derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; no reprimir los reclamos populares; recuperación del empleo y capacitación laboral.
Si, la verdad es la única realidad y se había manifestado para muchos y ya no había marcha atrás. Hace una década, transitando por las calles del barrio porteño de Belgrano, más precisamente en la calle Amenabar , tras recibir el menaje de texto en el celular –la aplicación whatsapp alcanzaría su mayor masividad dos años después- se aglomeraron en la retina de la memoria reciente, las imágenes de cientos de personas saludando a ese particular estilo de presidente, sobre todo los pibes y las pibas, en cada acto o evento, o en la forma en que Kirchner enfrentó al periodista Claudio Escribano, cuando este lo amenazó desde el “pliego de posiciones” instigado desde el diario La Nación, o cuando desautorizó a George W. Bush en la cumbre de presidentes en Mar del Plata y decidió enterrar el ALCA. O cuando ordenó bajar el cuadro de Jorge Videla de las paredes del Colegio Militar de la Nación.
Un mandatario que había culminado su gobierno con casi el 70 por ciento de aprobación cuando al comenzar, debido al cuadro de desintegración política y económica, eran muchos los que ponían en duda si cumpliría su período de mandato. Un año después, su sucesora en el cargo y compañera de vida, alcanzaría el 54 por ciento de los votos tras ser reelecta en el cargo, siendo el número más alto desde el triunfo de Raúl Alfonsín con el 51,7 en 1983, cercano al 57,4 de la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen y no tan lejano del 61,8 de Juan Domingo Perón en 1951 y del 62,5 de 197.
Otra vivienda espera al censista que cruza la otra vereda de Amenabar, calle que lleva el nombre de un fogoso partidario de la independencia americana. Un santafesino que representó a su provincia en la Asamblea del año 1813. La memoria reciente acopia los recuerdos: en mayo de año 2010 transcurrieron los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo. Allí van Néstor Kirchner, junto a los mandatarios, al venezolano Hugo Chávez, el ecuatoriano Rafael Correa; el boliviano Evo Morales, el chileno Sebastián Piñera, además del uruguayo José Mujica, el paraguayo Fernando Lugo y el jefe de Estado del Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. Transitan, alegres, por la Avenida de Mayo de la ciudad autónoma de Buenos Aires. Un año había pasado de la derrota electoral frente al candidato del “alica alicate” de Francisco de Narváez y dos de la revuelta del establishment y el sector agrario, con cortes de ruta y desabastecimiento de las principales ciudades, sostenida por el poder mediático, y la posterior sanción de la Ley de Medios.
Aquel devenido en censista, pregunta y anota. Quedan pocas viviendas. Kirchner en Belgrano. La tristeza también se palpita en ese barrio. El censista solo quiere regresar a casa, en Barracas, a leer, a preguntarse qué pasó. Si la verdad fue la explosión del 2001, Kirchner fue la posterior ilusión. El corazón puede más. A una década de la partida de Néstor Kirchner es factible analizar cerebralmente con perspectiva histórica su legado. Y en estos tiempos de pandemia, resignificar el concepto de Patria, el rol del Estado y la importancia de la política y la militancia.
(*) Abogado. Co-conductor de “De acá para allá”, todos los sábados de 12 a 13 por la Radio Gráfica FM 89.3
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