Manuel Belgrano sintetiza al ciudadano que se construye y a un pueblo que con muchos como él cimientan un país. Es una señal inevitable, una alabanza a las generaciones que abrazan la política y la militancia. Forzado por las contingencias a convertirse en lo que no era, fue uno de los escasos generales que en la combustión de las armas y contiendas frente al enemigo, fomentó la educación, bibliotecas y la introducción de diferentes oficios. La grieta en el relato histórico oscureció su desempeño militar, su condición de economista, su labor de funcionario público, su promoción de la industria y su forma de escribir desde el periodismo. El abogado devenido en soldado de la Patria no tiene día que lo recuerde en el calendario oficial ya que su deceso, el 20 de junio de 1820 -ley N° 12.361- creada durante la Década infame en 1938- conmemora el Día de la Bandera Nacional. Nació en 1770 y murió un 20 de junio de 1820, pobre y olvidado. Si la historia mitrista que pregona día a día el diario La Nación afinca su legado a la mera creación de la insignia nacional… ¿qué le temen a ese hombre?
Por Emiliano Vidal*
La irrupción de Napoleón Bonaparte permitió comprender que las bayonetas revolucionarias de 1789, habían transitado candorosamente al servicio de Inglaterra. Rápido de reflejos, encomendó un bloqueo continental hacia las manufacturas anglosajonas. Si para esa enorme industria inglesa la prohibición de exportar productos conducía a una crisis sin precedentes que harían trizas la corona, solo era viable un especial camino: virar el timón hacia las desahuciadas colonias de la américa española.
Hombres. Uno, espera. Intuye, vendrán por él. Horas pasadas, un acontecimiento crucial para el lugar y el futuro, trazaría otro destino para las colonias abandonadas. Otro hombre lo había pergeñado poco tiempo antes: su nombre, William Pitt, otrora primordial ministro británico, quien mantenía confidenciales reuniones con el venezolano Francisco de Miranda y hacedor de las intentonas militares de un tercer protagonista: el destacado marino Sir Home Riggs Popham, quien personalmente llevaría adelante la primera invasión inglesa al Río de la Plata en 1806.
El hombre que espera es el secretario perpetuo del Real Consulado de Industria y Comercio del Virreinato del Río de la Plata, cuerpo ibérico creado dos décadas atrás del asalto anglosajón. Amartelado por las constantes vivencias y experiencias que en Europa estaban sucediendo desde la revolución francesa y de la que era testigo privilegiado, asume a instancias del rey español Carlos IV, la función en la colonial ciudad de Buenos Aires. Ese hombre es Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano.
España era un reino desindustrializado mientras que Inglaterra se sustancia en ser la fábrica del mundo, ávida de apertura económica y al descubrimiento de nuevos mercados, siempre en pleno conflicto contra Napoleón. Hasta 1778, mientras Buenos Aires vivía de la importación legal e ilegal de las manufacturas importadas, el resto del virreinato del Río de la Plata poseía un gran trabajo agrícola y ganadero. A partir de 1779, la paulatina introducción de productos importados en la aldea porteña, mayormente británicos, empobrece a la población restante del interior del virreinato.
Un entoldamiento torvo acechaba a las máximas autoridades del conglomerado virreinal, atestado de contrabandistas ingleses. En 1804, el propio virrey Rafael de Sobremonte convocó a Belgrano, quien estaba al tanto de la amenaza anglosajona, para que formara una “compañía de jóvenes del comercio y de caballería” para estar preparados. “Se formaron las compañías y yo avergonzado de ignorar hasta los rudimentos más triviales de la milicia. Me fue muy doloroso ver a mi Patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación”, escribe Belgrano en sus obras.
Abogado, periodista, educador, economista, Belgrano fue ese hombre quien desde un cargo de gobierno, creó las Escuelas de Dibujo, de Matemáticas y Náutica. El funcionario virreinal escribía desde El Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata y el Semanario de la Agricultura: “Todo depende y resulta del cultivo de la tierra; sin él, no hay materias primas para las artes y por consiguiente la industria, no tiene como ejercitarse y no puede proporcionar materias para que el comercio se ejecute”.
El hombre que espera
El sentimiento verdadero de su pensamiento es destaponar el camino de la educación para los más desposeídos: los indios, los huérfanos y los pobres. Escribe Belgrano: “los niños miran con fastidio las escuelas, es verdad, pero es porque en ellas no se varia jamás su ocupación; no se trata de otra cosa que de enseñarles a leer y escribir, pero con un tesón de seis o siete horas al día, que hacen a los niños detestable la memoria de la escuela, que a no ser alimentados por la esperanza del domingo, se les haría mucho más aborrecible este funesto teatro de la opresión de su espíritu inquieto y siempre amigo de la verdad. ¡Triste y lamentable estado el de nuestra pasada y presente educación. Al niño se lo abate y castiga en las aulas, se le desprecia en las calles y se le engaña en el seno mismo de su casa paternal. Si deseoso de satisfacer su curiosidad natural pregunta alguna cosa, se le desprecia o se le engaña haciéndole concebir dos mil absurdos que convivirán con el hasta su última vejez”. El Telégrafo Mercantil se publicaba dos veces por semana hasta su cierre a instancias del entonces virrey Joaquíno del Pino Sánchez de Rojas Romero y Negrete en 1802.
Si, el hombre, el último en no abandonar la función virreinal, espera a ese otro hombre. El invasor inglés William Beresford no es cualquiera. Se trataba de un brazo de confianza del Rey Jorge III de Inglaterra, quien había sido ex gobernador de Egipto y del entonces condado de Jersey de las ex colonias inglesas de américa del norte. Un dato relevante para exégesis historiográfica: caída la autoridad virreinal, es el propio Beresford quien nombra al frente de la Aduana, en concordancia con la oligarquía porteña, a José Martínez de Hoz…ciento setenta años después, otro homónimo José Martínez de Hoz, también con aval de esas minorías, es nominado al frente del ministerio de Economía de la dictadura cívico/militar tras el golpe de marzo de 1976.
Los tiempos se adelantan. Aquel hombre de treinta y seis años decide ubicarse bajo el ala del francés Santiago de Liniers, por ese entonces un destacado jefe naval del Virreinato rioplatense. La Reconquista es puesta en marcha. Belgrano, se encomendó a un experto que le brindara “algunas nociones en el manejo de las armas para tener parte activa en la defensa de mi Patria”. El ahora ex funcionario, abogado y periodista estaba convencido de que debía formarse como soldado. Con el aval del propio Liniers, se hizo cargo del Regimiento de los Patricios que reunían a los vecinos de Buenos Aires, mientras que los Arribeños pertenecían a las milicias de las provincias norteñas, es decir Córdoba, Catamarca, Salta y Alto Perú, hoy Bolivia. El 10 de febrero de 1807 se produce un suceso impensado: el Cabildo porteño, en Junta de Guerra, presiona a la Real Audiencia, eterno montepío asesor, y decreta la destitución del aún virrey Sobremonte y designan en su lugar al héroe de la reconquista: el francés Liniers.
Cuatro años después, derrotados los británicos hace tres y en plena revolución de mayo de 1810, ¿qué sentimientos encontrados flotarían en la mente y corazón del Belgrano vocal de la Primera Junta cuando tuvo que suscribir la orden del secretario Mariano Moreno de fusilar a Líniers, el héroe de la Patria latente pos Revolución del 25 de mayo? Un Belgrano consagrado tras el triunfo en Tucumán, dedicaría todo el mes de febrero de 1813 a estudiar la versión en castellano de Oración de Despedida de George Washington, documento que el primer presidente de los Estados Unidos escribió el 17 de septiembre de 1796, cuando decidió retirarse a la vida privada y al calor familiar. Fue ese mismo mes del año 1813, cuando en la caída de la flota de Montevideo en San Lorenzo, la estrella de José de San Martín comenzó a iluminar su camino en la historia y forjar una amistad epistolar con Belgrano.
Dice Hernán Brienza, un escritor belgraniano: “en los contrastes que sufrieron nuestras armas bajo las órdenes del general Belgrano, fue siempre de los últimos que se retiró del campo de batalla, dando ejemplo y haciendo menos graves nuestras pérdidas. En las retiradas, como la de Jujuy, que fueron la consecuencia de esos contrastes, desplegó siempre una energía y un espíritu de orden admirable; de modo que, a pesar de nuestros reveses, no se relajó la disciplina ni se cometieron desórdenes. El “Éxodo Jujeño” fue la primera manifestación de guerra popular que tuvo la Independencia por estas tierras”.
Domingo 23 de agosto de 1812, a las cinco y media de la tarde, Manuel Belgrano, envuelto en su poncho de vicuña, ordena que el pueblo comience el vaciamiento de la ciudad de Jujuy e inicie la retirada hacia Córdoba. La medida del Triunvirato era concreta: retroceder con el Ejército patriota hasta suelo cordobés y no presentar batalla a los realistas en ningún punto de la huida. Y allí estaba él, un general por las circunstancias, preguntándose cómo hubiera hecho para dejar a esos pueblos a merced de los enemigos, a su sed de venganza, como habían hecho en las provincias alto peruanas. Manuel Belgrano, sabe que a un pueblo no se lo abandona.
En el hombre Belgrano hay algo más que la insignia y el bronce para quien se brinda todo por construir un país. La flamante bandera nacional perturbó al entonces secretario del Triunvirato, Bernardino Rivadavia, caviloso en no atentar contra los intereses ingleses, tan relacionados con los poderes de Buenos Aires.
El filósofo Gustavo Cirigliano, sostenía que “toda la historia es nuestra historia. Todo el pasado es nuestro pasado. Aunque a veces preferimos quedarnos con sólo una parte de ese pasado, seleccionando ingenua o engañosamente una época, una línea, unos personajes; queriendo eludir tiempos, ignorar hechos y omitir actuaciones”. Hay que resignificar la figura belgraniana.
En 1816, durante las sesiones del Congreso de Tucumán, Belgrano revindica el lugar y los derechos de los pueblos originarios con la propuesta de promover un rey inca. De allí, el sol radiante en la bandera nacional, el Dios Inti, las alusiones a Viracocha y el Sol de Mayo entre las cenefas celeste y blanca. Sí, la insignia es el símbolo que repudia Buenos Aires, resplandecida por primera vez en la ciudad de Rosario y luego en la provincia de Jujuy.
El médico estadounidense José Redhed llegó para cuidar la salud de Belgrano en vísperas de la batalla de Salta y en las derrotas en Vilcapugio y Ayohuma y quien sería el guardián de reloj de oro, el único bien con que contaba para pagar por los servicios a su amigo médico en la mañana del 20 de junio de 1820, cuando el hombre cerró los ojos para siempre. El informé clínico fue realizado por Juan Sullivan, patólogo y el gestor de realizar la autopsia. Un gran tumor en el hígado fue una de sus graves dolencias.
Para los países con muchos siglos, la historia es la fuente para la reflexión y para el análisis de sus problemas. Para los pueblos con escaso pasado, la historia se palpita más como un futuro. Repensar a Manuel Belgrano es una referencia hacia esa conciencia nacional para pavimentar el futuro. Pensar desde sí, para ser uno mismo, es liberarse. Desprenderse de lo ajeno, deseducarse. Si la historiografía oficial oculta el legado belgraniano, ahuyentando imitadores y continuadores… ¿qué le temen a ese hombre?
(*) Abogado. Co-conductor de De acá para allá (Sábados de 12 a 13)
Discusión acerca de esta noticia