Por Nicolás Podroznik *
A lo largo de su extensa y fructífera trayectoria, Marcelo Bielsa ha destacado cuestiones del juego que -visto a la distancia- lo hacen parecer casi un vidente. Dos frases del actual entrenador del Leeds inglés que pasaron desapercibidas en su momento, si hoy se ponen en el contexto del fútbol moderno, pareciera que se ajustan a una realidad que antes no era tal y, por ende, el Loco estaba cada vez más loco.
La primera de ellas: “No veo motivo alguno por el cual un futbolista debe estar quieto dentro de la cancha”. Si se la ubica en el tiempo, no está muy alejada de su paso por la Selección Argentina. Aquel comentario imborrable de Enrique Macaya Márquez, comparando la marca de Ariel Ortega sobre Roberto Carlos con la caza: “es como si el pájaro le disparara a la escopeta”. No le faltaba razón a Bielsa: hoy es una práctica habitual -y hasta diría obligatoria- de todos y cada uno de los wines que pueblan las canchas alrededor del mundo. El rosarino fue un adelantado.
La segunda fue “Mi tarea como entrenador es reducir a la mínima expresión posible la cantidad de errores de mi equipo, para que solamente sean los jugadores o los imponderables los que determinen el resultado del partido”. ¿Una verdad de Perogrullo escondida en un léxico enriquecido? Sin duda, pero con una salvedad que lo exime del cargo de soberbia: hoy los entrenadores están mucho más preparados y poseen mayores herramientas -tecnológicas y metodológicas- para realizar la tarea que puntualizaba Bielsa.
Lo interesante de estas dos expresiones es que son condiciones sine qua non de un fútbol que en los últimos veinte a treinta años ha modificado toda su estructura. La primera se ve en la dinámica del juego, a punto tal que la FIFA tuvo que modificar la regla del saque de arco para permitir el juego dentro del área grande, otorgando así más campo para jugar y consecuentemente, mayor ocupación por parte de los jugadores. Pero es la segunda la que deja abierta una duda: ¿Hasta qué punto se puede reducir el margen de error? Es ahí donde nos encontramos con una paradoja que sólo el fútbol nos puede dejar.
Hace unos días, París Saint Germain recibió al Manchester City por la semifinal de la Champions League. Choque de discípulos de Bielsa: en el banco parisino, Mauricio Pochettino; en el inglés, Pep Guardiola. Un partido cambiante, con una dinámica frenética pero no carente de talento: toques en corto y de primera, rompimiento de líneas y presión casi hasta mitad de cancha. Sorprendía ver al City jugando sin un nueve de área, siendo sus delanteros un extremo por cada lado. La idea era romper la presión con diagonales al espacio, algo que funciona muy bien ante equipos cortos que recuperan alto.
En el primer tiempo, dominó el PSG casi con baile. En el complemento, la tortilla se dio vuelta y fueron los ingleses quienes borraron a su rival del campo para levantar el marcador y terminar venciendo por 2 a 1. Pero el detalle interesante no está en la táctica y la estrategia, sino en cómo se desarrollaron los goles.
Los locales abrieron el tanteador con un gol de pelota parada, un recurso que sigue vigente con el paso del tiempo. Córner al primer palo y un defensor que entra atacando la pelota y cruzándola al otro palo. Al diablo los esfuerzos, la tenencia de pelota o lo que mandan a decir los nuevos sabios del fútbol espectáculo que sólo hablan de belleza estética. Los de Manchester lograron ponerse 1 a 1 de la forma menos pensada, pero que plasma aquello que decía Bielsa sobre los imponderables. Un centro desde la izquierda lanzado por un diestro, la pelota que sobra a defensores y atacantes y un arquero inmóvil ante lo imprevisible: un centro que cruza el área sin que nadie la toque y pica en la puerta del área chica. Después terminarían logrando la victoria por un tiro libre directo que pasó entre medio de dos jugadores de la barrera. Pudo ser un error evitable, porque los futbolistas no se abren deliberadamente, sino que la pelota pasa por un espacio que sólo se aprecia al ver una o dos veces la repetición. Tres goles que exceden la modernidad del fútbol actual, pero que además dan una clara muestra de un elemento fundamental.
Ante el avance de las grandes potencias económicas del fútbol europeo que intentaron adueñarse de una pasión popular a nivel mundial, es lógico pensar que a estos empresarios y jeques les importa poco y nada la historia y el surgimiento de los clubes, si es que apenas conocen la de los equipos que conducen. Pero va incluso mucho más allá: desconocen estos pequeños detalles que hacen al fútbol tan cambiante. Teniendo en cuenta tan solo tanteador y desarrollo de juego, el fútbol es el deporte que -con respecto a otros- permite mayores posibilidades a un equipo inferior o diezmado de ganarle a uno superior o con ventaja numérica. Es prácticamente imposible encontrar épica de este tipo en otros deportes, cualidad importante a la hora de definir al fútbol como el más popular del planeta. Y curiosamente, dos de las vías por las cuales se accede a estas posibilidades son la pelota parada y los imponderables, esa cuota de azar maravillosa que brinda el fútbol.
Es por eso que detrás de todo este negociado que intentaron llevar adelante, buscando un fútbol para unos pocos privilegiados, también se esconde un cinismo que jamás van a admitir: no quieren perder más con los débiles. No quieren sorpresas que le arruinen las cuentas bancarias. Para ellos el fútbol no es más que el motor que mueve la maquinaria que las llena con cifras estratosféricas.
Un partido con millones de euros en juego y dentro de la cancha. Sponsors que invaden las pantallas. Futbolistas que son atletas de élite. Entrenadores detallistas. Un fútbol ideal para los que se creen dueños de la pelota, pero que al fin de cuentas aún conserva aspectos tan viejos y elementales como vigentes: la pelota parada y el azar. Mientras sea así, nunca será 100% moderno y nunca será de ellos, y sí de los que les apasiona.
(*) Periodista. Abrí la Cancha.
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