Por Alejandra González
¿Renunciar en masa a ser de la especie humana? ¿Rezar, trabajar, estudiar, escribir poesía mientras se comete el primer genocidio de la historia narrado por sus víctimas? Edward Said, el intelectual palestino, activista, miembro del Consejo Nacional Palestino, compañero de Yasser Arafat hasta que se distancia de él por los acuerdos de Oslo, nació en 1933 en los territorios de la antigua Palestina y fue expulsado en la Nakba, en 1948, apenas a los 13 años junto con toda su familia. Emigra a El Líbano, Egipto, llega a EEUU y durante 40 años enseña en la Universidad de Columbia. Desde allí agita, milita activamente por los derechos de los palestinos exiliados y de aquellos que, permaneciendo en la tierra, viven en un régimen de apartheid.
¿Qué nos exige hoy Said, aun cuando haya muerto en el 2003? Que no seamos indiferentes. Que no nos dejemos convertir en profesionales de una ética muerta. Por eso Said llama a los poetas, por eso dice que sólo la literatura permite desplegar la capacidad autocrítica, porque nos relaciona con lo humano no institucionalizado, porque nos obliga a estudiar tradiciones de otras naciones. Nos grita que un intelectual alejado de otras culturas no occidentales no puede llamarse a sí mismo humanista. No se trata de fetichizar la alteridad, sino de evitar un provincianismo cuyo mayor exponente es Europa creyéndose la portadora de valores civilizatorios universales que deben exportarse a sangre y fuego a todas las regiones del mundo.
Said nos impulsa a interiorizarnos en la historia de las palabras, en la recepción de la tradición, pero simultáneamente nos convoca a resistirnos a esos monumentos civilizatorios, a visibilizar los combates en los cuales una cultura ha impuesto su hegemonía a enormes fuerzas contracanónicas que continúan combatiendo para salir a la luz. No ignora, y aún cita al Benjamin que muestra la barbarie en el envés de cualquier documento de civilización. El humanismo no devenido en una ética profesional implica la coexistencia en una comunidad no esencializada y compartida, pero en el conflicto propio de las diferencias. Por eso Said planteaba dos estados, y cuando ya no era posible esa solución, un estado binacional. ¿O acaso alguien pertenece de modo absoluto a una nación? ¿Qué somos nosotros, sudacas descendientes de gallegos o tanos expulsados de sus patrias por la pobreza? ¿Somos de una sola pieza, o estamos atravesados por el conflicto de una identidad no resuelta? ¿O nos sentimos europeos en medio de las comunidades originarias o migrantes latinos desechables cuando sobra la mano de obra? ¿No somos todos acaso exilados, fuera de lugar, seres sin hogar? ¿Cuál sería la identidad absoluta desde la que se erige el sionismo israelí, justamente una mezcla de diáspora y holocausto ahora devenido furia vengadora de un nacionalismo tribal? No hay pueblos elegidos, porque no puede ser Dios quien haya seleccionado a uno solo en un exclusivismo letal.
No empujemos tampoco a cualquier gazatí a la identidad consolidada de una víctima que solo puede aullar cuando podría compartir tierra y comensalidad, aún en el conflicto. Los palestinos no son solo víctimas. No es nuestra compasión a lo que nos llama Said. Son luchadores. Y nosotros cómplices de sus asesinos, si no enarbolamos nuestra palabra para detener el genocidio sin fin. El humanismo de Said no es un archivo de datos eruditos para garantizar un sueldo y una jerarquía social en las instituciones, sino una práctica intelectual que reconoce en la tradición occidental los elementos no occidentales que la habitan. Porque los ideales del humanismo nada tienen que ver con la trasmisión de un canon o de los momentos de una cultura hegemónica que se concibe a sí misma como universal, sino con el aprendizaje que proporciona a los pueblos la energía para derrotar al déspota. Lo real no es solo discurso, nunca hubo fin de la historia, el conflicto es permanente, por la vida. Y se trata de tomar partido. Hoy definirse en el campo de la cultura o del arte, para hablar del propio lugar, es oponerse a este genocidio: no se puede encerrar a una población en un campo de concentración y bombardearla o hambrearla hasta su extinción. No en nuestro nombre.
El escándalo que Said denuncia consiste en que “los humanistas y los intelectuales aceptan la idea de que uno puede leer novelas de categoría y matar y mutilar, porque el mundo de la cultura está disponible para esa suerte de camuflaje, y porque se supone que los individuos del mundo de la cultura no interfieren en aquellos asuntos para los que el sistema social no los ha autorizado. Lo que revela esto es la aceptada separación entre el burócrata de alto nivel y el lector de novelas de valor cuestionable y de estatus indefinido”. No se puede defender a los clásicos, las virtudes de la educación liberal y el placer de la literatura, dice Said, guardando silencio acerca del mundo histórico y social en el que tienen lugar todos esos textos que también fueron y son acontecimientos a partir de una agencia humana. Se puede pensar desde el exilio, el fuera de lugar, no la comodidad de la propia cultura sustancializada con la cual nos identificamos sin más. No se puede hacer culto de un texto o de una teoría científica aceptando el principio de no interferencia: las teorías desafectadas y lavadas de toda implicancia política reniegan de su propia condición histórica.
¿Qué enseñamos los profesores, universitarios, científicos, profesionales si no denunciamos esta masacre consentida por la burocracia diplomática? ¿Hace falta una imagen más para conmover los corazones? Es imposible seguir diciendo una sola palabra si no señalamos la sangre que está siendo derramada. Es inaceptable abandonar y abandonarnos al mercado, al poder del capital transnacional sin elevar al menos una voz en nuestros ámbitos por más pequeños que sean. El rumor se hace oleaje y las olas, océano. Confiemos en las consecuencias ilimitadas de nuestras acciones para salir de la impotencia y enunciar lo inenarrable.
Pocos días antes de morir asesinada en un bombardeo israelí, el 8 de octubre de 2023, la poeta y defensora de los derechos de las mujeres y de la causa palestina, Hiba Kamal Abu Nada, de 32 años edad, escribe en su cuenta de x:
“La noche de Gaza es oscura salvo por el resplandor de los cohetes,
silenciosa salvo por el sonido de las bombas,
Aterradora salvo por el consuelo de la oración
Negra salvo por la luz de los mártires.
Buenas noches, Gaza.”
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