Por Ariel Weinman
Ante las internas de la partidocracia, el pueblo respondió: “Anda payá, bobo”. Y seguimos bailando, pogueando, cantando, celebrando la alegría de encontrarse con los semejantes iguales a uno en las calles de la ciudad. Festejando que jugamos bien a la pelotita y le hacemos “pepas” a los imperios feos como la mona aunque se vistan de seda. Que además poseemos el don de la alegría y de la risa -no obstante pertenezcamos a la religión “expositiana” de “Primero hay que sabe sufrir, después amar, después partir. Y al fin andar sin pensamiento…”-, que no es alegrase por las desgracias ajenas ni reírse del sufrimiento de los perdedores, sino esa capacidad carnavalera, que es la habilidad de hacer la fiesta para “Gentes de cien mil raleas” porque paraliza la circulación y transforma cualquier avenida o autopista en una pista de baile, en una tribuna de aliento o una canchita, porque suspende las jerarquías, las divisiones, las fragmentaciones para poder compartir los gritos, el alcohol, los abrazos. Es decir, la pulsión de organizar el goce que siempre es el deseo de estar con otros y otras, algo que no se compra ni se vende, situado al margen de cualquier principio de utilidad, de todo cálculo, o sea, todo lo que se resiste a la ley del valor. Aquellas pequeñas cosas que no están en la naturaleza de las clases dominantes.
Y a los administradores de las pasiones tristes que pretendieron birlarnos el festejo, les contestamos: que la sigan mamando.
Discusión acerca de esta noticia