Ni bien la pelota comenzó a rodar, él salió al campo de juego. Lo hizo un domingo en la Ciudad de Rosario, como si, de entrada, estuviera anunciando parte de su ser. Parte de esa pasión que lo marcaría de por vida y lo impulsaría a crear personajes como el Canaya, un hincha que sufre y alienta con el corazón en la boca. Pero, Roberto Fontanarrosa fue mucho más que un desenfrenado por el fútbol. Fue un gran escritor, humorista y dibujante, padre de Inodoro Pereyra y Boogie, el Aceitoso.
Por Erika Eliana Cabezas *
La cercanía al centro fue el principal condicionante para que el Negro empezara a entablar, desde chico, una estrecha amistad con las historietas. Invertía buena parte de su tiempo sumergiéndose en ese mundo que le proponía Hugo Pratt para, luego, intentar armar el suyo en los márgenes de los libros y hacer del colegio un espacio un poco más entretenido.
Mención aparte merecen los dolores de cabeza que le ocasionaba a la madre. Roberto sufría profundamente pasar las mañanas encerrado dentro de un aula, cuando podía estar cubierto por las sabanas. Hacía todo lo posible con tal de dormir un par de horas más, incluso podía llegar a atrincherarse en la cama. “Tener que pensar que al día siguiente había que levantarse muy temprano para ir a la escuela, francamente, creo que es una experiencia que me marcó mucho y ha hecho que casi todos mis esfuerzos se dirijan a no querer levantarme temprano”, recordaba.
Una vez terminado sus estudios primarios, y en una época que visualizaba a la industria como el futuro de la Argentina, Fontanarrosa ingresó al Instituto Politécnico Superior General San Martín con el objeto de acrecentar sus conocimientos en el dibujo. Sin embargo, la realidad distó mucho de ser a lo que en verdad se imaginaba. Mientras él soñaba con hacer historietas, allí lo único que se veía era dibujo técnico. Así fue como, luego de repetir tercer año, decidió dejar el colegio y librarse de las ataduras que le imponían las estructuras. “Todo me resultó hostil. Estaba más cerrado cuando era chico. Era un alumno que era una especie de vegetal. Ni hablaba ni emitía sonido, simplemente dibujaba en los márgenes. En tercer año aparece física, química, que eran materias más pesadas, y me di cuenta que ahí se había terminado todo”, confesaba.
Apenas pasados unos años de haber realizado el curso por correspondencia de “Los 12 famosos artistas” que brindaba la escuela Panamericana, el humorista de corazón canalla arrancó a trabajar en la agencia de publicidad de Roberto Reyna. Aprendió mucho sobre la producción gráfica, pese a que no creía ni pretendía alcanzar la efectividad en los anuncios que se publicitaban. “A mí que un aviso vendiera o no vendiera me importaba un comino. Lo único que quería era hacer un dibujo lindo, que me gustara”, expresaba.
A fines de la década del 60 y en pleno auge de los movimientos revolucionarios, el rosarino comenzó a ilustrar las tapas de Boom y a incursionar en el humor político. Luego, en 1972, con el nacimiento de la revista Hortensia, creó a dos personajes que dejaron una huella imposible de borrar: Inodoro Pereyra y Boogie el Aceitoso. “Ojalá pudiera lograr que la gente se riera como yo me he reído con tantos, con el Negro Olmedo, con Les Luthiers. Siento un enorme agradecimiento hacia esa gente, que es el mismo que, de alguna manera, debe sentir el que se acerca y me dice gracias por determinado chiste”, declaraba.
Las diferentes vivencias le permitieron al Negro convertirse en un jugador completo, en un jugador de toda la cancha. Tanto fue así que lo convocaron para que formara parte de la contratapa de chistes de Clarín. No obstante, no se conformó con ser un gran historietista e incursionó en el ámbito de la literatura. Escribió algunas novelas y cuentos. En unos hacía mención a situaciones del fútbol como lo hizo con 19 de diciembre de 1971, en otros recreaba las conversaciones que mantenía con sus amigos durante las reuniones en el bar El Cairo.
Mediante anécdotas personales y con ese humor que tanto lo caracterizaba, el pionero de los cuentos de fútbol hizo reír a más de uno cuando en el Congreso de la Lengua – que se llevó a cabo en el 2004 en la Ciudad de Rosario – realizó una exposición en la que defendió el rol de las “malas palabras”. “Hay palabras de las denominadas malas palabras que son irreemplazables, por sonoridad, por fuerza. Incluso por contextura física de la palabra. No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo. Tonta puede, incluso, incluir un problema de disminución neurológica realmente agresivo. Y aparte hay una cosa, el tema de la contextura física. El secreto, la fuerza de la palabra pelotudo, está en la T”, explicaba.
Entre hojas y lápices, entre amigos, fútbol y charlas que estuvieron lejos de cobrar un tinte filosófico, Fontanarrosa transitó los mejores años de su vida. Pero el destino quiso que terminara el partido antes de tiempo, que no llegara a los 90 minutos. Fue entonces como, a partir de una enfermedad degenerativa, el 19 de julio de 2007 abandonó el campo de juego y pasó a la inmortalidad.
(*) Periodista de cultura de Radio Gráfica.
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