En octubre pasado, mientras escribía sobre la muerte de Héctor Schmucler, estuve a punto de deslizar una anécdota personal, sobre el único día que estuve con él en persona. Para mí era importante, aun cuando solo me acordaba de dos cosas: las personas que estaban ahí (Héctor, Graciana Vázquez Villanueva, Tomás Garbarz y yo), lo que comimos (una pizza) y una anécdota (que él y Juan Gelman tomaban el Fernet solo). Y una cosa más: los ojos celestes, muy claros, enormemente sinceros. Es difícil mirar a los ojos a una persona que ha pasado por grandes dolores, y más aún si esa herida es parte de la memoria irrenunciable de nuestro pueblo.
Por Agustín Montenegro*
Por aquel año, por acción de Graciana, conocí al hijo de Héctor que sobrevivió. A los diecisiete años, luego de militar en la UES, se fue a México escapando de la dictadura, que finalmente atrapó, asesinó y desapareció a su hermano Pablo. Sergio tenía los mismos ojos de su padre, solo un poco más oscuros. Y hablaba una mezcla divertidísima de cordobés y mexicano. En aquella visita me dejó sus libros, Detrás del vidrio, sobre su militancia y exilio, y El guardián de la Calle Ámsterdam.
El domingo 3 de noviembre, Sergio Schmucler falleció a los 61 años de un infarto. Fue cineasta, escritor y antropólogo social. Supongo que sus estudios se proyectaron en el género cinematográfico más “antropológico” posible: el documental. Dejó varias películas de las cuales solo vi una: La sombra azul (2008). Una película no muy difundida que cuenta la historia de Luis Urquiza, un policía que fue secuestrado y torturado por el D2 cordobés. Vivió el exilio en Dinamarca y, al regresar, en democracia, los protagonistas de su secuestro continuaban en plenas funciones. Se transformó, otra vez, en un refugiado político. La película terminaba con una fotografía de Julio López, en una clara y simple advertencia: en las sombras todavía persiste el aparato represivo, aún en democracia. Y lo que no logró con Urquiza, lo logró con López.
Como buen argentino, zurdo y exiliado, Sergio fundó revistas. La que debemos rescatar aquí es La Intemperie, ese escenario en donde se dio uno de los grandes debates de los intelectuales militantes. Luego de la publicación del testimonio de Hector Jouvé, militante del EGP del Subcomandante Masetti, y el relato del fusilamiento de Alfredo Rotblat y Bernardo Groswald, Oscar del Barco escribió una carta dirigida a Sergio, en la cual se hacía cargo de los asesinatos cometidos:
“Los otros mataban, pero los “nuestros” también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la “verdad” y la “justicia”. Pero la verdad y la justicia deben ser para todos.”
La carta suscitó una enorme y valiosa discusión (más tarde publicada), de la que participó Héctor Schmucler, padre de Sergio.
Los días que nos conocimos hablamos sobre el libro que David Viñas no llegó a terminar: una larga investigación sobre Lucio Victorio Mansilla que descansa en los archivos de la Biblioteca Nacional. Él venía investigando para uno de sus documentales la historia de Mariano Rosas, cacique ranquel adoptado en su juventud por Juan Manuel de Rosas: su muerte, la exhibición de su cabeza en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, la recuperación de sus restos en 2001. Fruto de esta investigación, en 2018 se publicó su último libro, La cabeza de Mariano Rosas (Editorial Marea). Ahí aparecen, como en sus otros libros, el exilio, la soledad, la cavilación y la búsqueda de sentido como única posibilidad para no caerse de la memoria propia y ajena.
El exilio es el eje de la obra de Sergio. Ya mencioné su testimonio personal y su película sobre Urquiza. A estos dos (y a la ficción de Mansilla exiliado en París) se le agrega El guardián de la calle Ámsterdam, (editado en Noches Blancas). Ámsterdam es una calle circular de la ciudad de México, en la colonia del Hipódromo. En ella, Galo es testigo nada más y nada menos que del tiempo en Latinoamérica: por ahí pasan los exiliados y refugiados judíos, revolucionarios, los artistas, los bohemios, y Galo, más que nunca guardián de la memoria, custodia. En una conversación con su madre, se pregunta:
¿Y si así como su madre podía morir, muriera él, el guardián de la calle Ámsterdam? ¿Quién la cuidaría cuando él no estuviera? ¿Para qué, se preguntó Galo, debía seguir cuidándola si algún día iba a estar muerto?
Mientras esté vivo, lo hago porque eso es lo que debo hacer. Mientras esté muerto, ¿de qué me servirá haber sido el guardián? La única respuesta que encontró Galo es que no moriría nunca. Sería eterno. Eterno como tenía que ser la calle Ámsterdam.
La mayoría de las calles son rectas. Solo se cruzan con las otras calles en la esquina, y la gran mayoría en algún momento terminan. El miedo de Galo era entendible, y hoy también como ayer: custodiar a los exiliados que pisan el suelo mexicano en una calle que jamás termina puede sumergir a cualquier hijo de vecino en el miedo de que lo que parece no tener fin se termine.
Para los que caminamos en calles que tienen principio y final, la eternidad toma otras formas más terrenales. Algún recuerdo, imágenes ciertas, y nuestras obras. Sergio logró dejar su experiencia (su dolor, su alegría y su proyecto) como legado. Ahí, en la memoria activa, siempre está la más humana forma de lo que queda para siempre. Los guardianes de esa memoria (a veces invisibles, pero siempre solidarios), en calles rectas u oblicuas, se ocuparán de guardarla y compartirla.
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