Steve Bannon, que acaba de ser detenido por quedarse ilegalmente con un millón de dólares proveniente de la campaña trumpista para construir el muro entre México y Estados Unidos, es algo más que un publicista de la extrema derecha. Junto con personajes como el ruso Alexandr Dugin y el brasileño Olavo de Carvalho, expresa una crítica a la globalización que no propone una superación, sino una perspectiva reaccionaria. Los ideólogos de la extrema derecha contemporánea combinan filosofías que atacan el núcleo duro de la Modernidad.
Por Esteban Magnani* para Nueva Sociedad
La extrema derecha global fue ignorada, despreciada y finalmente temida. Ahora llegó el momento de comprender cómo funciona, qué piensa y por qué tiene tanto éxito para capitalizar el descontento que deja detrás un neoliberalismo predador. ¿O es parte de lo mismo?
La tarea de comprender a la nueva extrema derecha no es fácil, porque más allá de cierto eje común que reúne el racismo, el antisemitismo, el antifeminismo o el uso de delirantes teorías conspirativas y de datos e inteligencia artificial, la derecha se adapta con facilidad a los miedos y frustraciones particulares de los olvidados de cada país. El ingrediente más novedoso de esta derecha extrema es el uso eficiente de tecnologías para detectar temores, frustraciones, rasgos de personalidad o deseos, con datos obtenidos de distintas maneras. Con ese insumo, infinitamente más rico que el provisto por muestreos estadísticos, es posible detectar a los persuadibles y afectar su comportamiento para favorecer ciertas acciones. La capacidad de manipular a las poblaciones por medio de la nueva potencia de los datos, algoritmos e inteligencia artificial hizo su brutal entrada en la escena gracias al escándalo de Cambridge Analytica, pero su diversidad se manifiesta en las grietas que proliferan en las sociedades occidentales.
Sin embargo, sería un error creer que todo se explica por Facebook, Twitter o WhatsApp. Cada vez más analistas entienden la necesidad de escuchar, de ir un poco más allá de la indignación, para entender qué está ocurriendo en el mundo. ¿Qué piensa la extrema derecha?
El hilo
«Vivimos en el neofeudalismo. Esto no es capitalismo». ¿A quién pertenece la frase? ¿A sectores intelectuales anarquistas, socialistas del siglo XXI, a alguna patrulla perdida del comunismo revolucionario? No, pertenece nada menos que a Steve Bannon, quien fuera el jefe de la campaña electoral de Donald Trump en 2016. Bannon, que acaba de ser detenido por quedarse ilegalmente con un millón de dólares proveniente de la campaña trumpista para construir el muro entre México y Estados Unidos, es un personaje peculiar. Director del sitio de noticias de ultraderecha Breitbart News (famoso por sus brutales ataques contra quienes se interponen en el camino de sus protegidos y por el uso de noticias falsas), fue despedido de la Casa Blanca en agosto de 2017 por sus posiciones extremas, sobre todo las contrarias a la globalización. Desde entonces se dedicó a asesorar a buena parte de los sectores más radicalizados y racistas de Europa y América Latina. En este personaje particular, afecto a usar dos camisas superpuestas, se catalizan las ideas de una derecha que perdió la vergüenza de decir lo que piensa y que cuenta con una gran capacidad tecnológica para cultivar los discursos de odio en el fértil estiércol neoliberal.
Bannon es la cara visible de uno de los grandes inversores de la derecha radical, el oscuro Robert Mercer, un informático que se hizo millonario gracias al High Frequency Trading, un precursor sistema de inteligencia artificial que compra y vende acciones en la bolsa miles de veces por segundo ganando centavos cada vez. Este multimillonario es un fuerte donante en organizaciones no gubernamentales de derecha y uno de los inversores de Cambridge Analytica, en la que ubicó como vicepresidente a Steve Bannon. Esta empresa, desaparecida tras el escándalo de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, era una filial estadounidense de SCL, compañía inglesa especializada en operaciones psicológicas. Mercer es muy reservado, no da charlas ni entrevistas, pero, como explica la periodista inglesa Carol Cadwalladar en el documental Fake America Great Again, al seguir el rastro de su dinero se comprende lo que piensa. Bannon es quien pone la cara por las ideas que Mercer financia. Por eso vale la pena detenerse en el recorrido del hombre que estuvo detrás de las campañas, en general exitosas, no solo de Trump, sino también del Brexit en Reino Unido, de Jair Bolsonaro en Brasil, de Viktor Orbán en Hungría, de Matteo Salvini en Italia, del partido Vox en España y de Marine Le Pen en Francia (quien luego rechazó trabajar con él), entre otros. En esos años fundó El Movimiento, una organización pensada para ayudar a los partidos nacionalistas europeos en sus campañas políticas. También, según puede verse en el documental Nada es privado (Karim Amer y Jehane Noujaim, 2019), colaboró con la campaña de Mauricio Macri en Argentina y trabajó para Guo Wengui, un exiliado chino multimillonario opositor al régimen de su país.
Bannon es un ex: ex-militar, ex-agente de bolsa (con la que hizo varios millones de dólares), ex-productor de cine y ex-alcohólico. En una extensa entrevista que brindó para el documental America’s Great Divide (Michael Kirk, 2020), cuenta que le interesaba la política pero que su actividad se detonó con el rescate financiero, el bailout que el presidente Barack Obama brindó al sistema de finanzas estadounidense luego de la crisis de 2008. «Nadie se ha hecho responsable de la crisis financiera», dice indignado. Ninguno de quienes se beneficiaron con esa brutal crisis terminó preso o resignó sus millonarios bonos de fin de año. «Hemos puesto el peso del salvataje en la clase trabajadora y en la clase media. Por eso nadie tiene nada. Los millennials de hoy no son más que los siervos rusos del siglo XIX. (…) No van a tener nada. (…) Esto no se trata de demócratas o republicanos, es la forma en que trabaja el sistema. Se trata de cómo el sistema se une para protegerse a sí mismo y seguir adelante».
No hace falta ser de derecha para indignarse con él. Es cierto que Obama había abierto una enorme expectativa de cambio respecto a los gobiernos de Clinton y Bush, ambos alineados, a pesar de sus diferencias partidarias, con el poder de Wall Street. Al aceptar el rescate, no quiso o no se animó a aprovechar la oportunidad de poner un límite a la voracidad del poder financiero. Con esa firma, se sentenció la esperanza de cambiar un sistema financiero que produce desigualdad, trabajos chatarra, endeudamiento y frustración en la clase trabajadora de ese país. Para Bannon, en ese panorama se hacía necesario un populismo nacionalista liderado por alguien dispuesto de patear el tablero, un vengador que llamase las cosas por su nombre. Un hombre como Trump. Sin ese contexto, no es posible comprender el éxito de las campañas de desinformación brutales que fueron sembradas intencionalmente, pero que echaron raíces y florecieron en una población enfurecida que veía al poder financiero, a los demócratas y a los republicanos, la corrección política, el feminismo y a los movimientos por los derechos de las minorías como un combo indistinguible que los empobrece y humilla. No solo deben endeudarse para sobrevivir, sino que se los acusa de machistas, xenófobos, racistas y contaminadores, quitándoles cualquier reserva de dignidad, sobre todo a los varones (las mujeres también votan a la derecha, aunque Trump exagera los porcentajes). Su mundo tiembla y ni siquiera pueden refugiarse en la seguridad de una identidad ahora sacudida por el mandato progresista.
Según Bannon, el camino hacia el populismo nacionalista debía iniciarse controlando al Partido Republicano por medio de ataques brutales desde las redes (cancel culture es el nombre que recibe esta campaña en Estados Unidos) a cualquier senador que se sentara a dialogar con los demócratas. Los rebeldes eran dinamitados a través de las redes con las municiones provistas por Breitbart y otros medios hasta hacerlos retroceder. Así, podían leerse comentarios que decían que «solo un traidor negocia con un nazi, un comunista, defensor de Wall Street, africano, dictador» y todo lo demás que se pudiera decir sobre Obama desde los medios de derecha. El resultado fue la parálisis del gobierno demócrata, que se desangró para lograr una moderada reforma en el sistema de salud.
Y así llegó Trump. El plan de Bannon se centraba sobre todo en dos cuestiones: primero, en construir un muro como símbolo de la lucha contra la inmigración ilegal utilizada por las empresas para deprimir aún más los ingresos ya «neofeudales» de los trabajadores y trabajadoras. En segundo lugar, y con el mismo objetivo, enfrentar a China, que se lleva el trabajo de la clase obrera. En este sentido, Bannon dice en una entrevista a Benjamin Teitelbaum: «Lo que tenemos ahora es un sistema en el que esclavos chinos fabrican productos para los desempleados de Occidente».
A primera vista, no parece un plan demasiado elaborado para gobernar el país más poderoso del mundo. Pero… ¿hay realmente un plan maestro para la derecha global?
Tomárselo en serio
A principios de este año salió el libro War for Eternity, del etnomúsico Benjamin Teitelbaum, quien lleva años estudiando a oscuros pensadores de derecha (anteriormente escribió Lions of the North, sobre el nacionalismo en Escandinavia). Al escuchar a Bannon en sus entrevistas, Teitelbaum elaboró una hipótesis: él, al igual que algunos otros pensadores de la derecha, es un tradicionalista.
El tradicionalismo es una corriente filosófica de comienzos del siglo XX con fuertes vínculos con el fascismo y que establece que la historia es cíclica, con cuatro periodos que se repiten. Cada uno de estos periodos se vincula a una clase que tiene el poder: los filósofos, los guerreros, los mercaderes y los esclavos (siempre varones, por supuesto). La fase final, la de los esclavos, marca la descomposición del sistema hasta el inicio de un nuevo ciclo. Esta corriente filosófica también plantea la necesidad de las jerarquías en la sociedad y la validez de todas las religiones para organizarlas bajo una doctrina superior. Es una corriente antiiluminista que plantea que las verdades son alternativas: dependen de las cosmologías culturales, un vínculo directo con los «hechos alternativos» puestos en boga durante la campaña de Trump, que constituyen el eje de lo que se ha dado en llamar la posverdad. Si bien Teitelbaum reconoce la heterogeneidad de esta corriente, hay una tendencia a considerar la superioridad de la raza aria, cuyas raíces están en la India. Todo el combo viene sazonado con una buena dosis de esoterismo opuesto al materialismo encarnado por el consumismo, pero también por el comunismo.
Bannon conoce el tradicionalismo, pero se define de una manera más humilde: «Soy solo un fucking tipo que va viendo mientras avanza». Sin embargo, a lo largo de las conversaciones, se transparenta que conoce esa corriente filosófica, aunque hace sus propias interpretaciones y prefiere no profundizar en las partes más esotéricas. Bannon no es el único poderoso con esa visión antimaterialista y antiiluminista que cobró relevancia en los últimos años. Entre ellos está también Alexandr Dugin, uno filósofo ruso con varios libros escritos, que asesora a Vladímir Putin (a veces directamente y a veces en las sombras). El otro personaje que también se reúne con Teitelbaum es un conocido referente de la actual política brasileña: Olavo de Carvalho. Este asesor de Bolsonaro utilizó su canal de YouTube para apoyarlo en su carrera política y despotricar sobre todo contra la ideología de género y el comunismo. Sin embargo, una vez que su protegido llegó a la Presidencia, rechazó formar parte de su gabinete y solo recomendó a personas de confianza para ocupar cargos claves. Cabe aclarar que este pilar ideológico parece estar abandonando a un Bolsonaro en picada y cada vez más aislado.
Pese a las afinidades que encuentra, Teitelbaum reconoce que más allá de las críticas al sistema y cierta cosmología, el hilo ideológico que une a estos personajes es delgado. Los tres coinciden en la necesidad de potenciar los nacionalismos locales para producir una disgregación de los países y revertir la globalización materialista e iluminista que arrasa con los valores espirituales tradicionales. Pero luego surgen las diferencias: Carvalho, que practicó el sufismo en su juventud, se define como un hombre único, «un filósofo, pero no un discípulo», y discute fuertemente con otro tradicionalista como Dugin acerca de qué país representa mejor la próxima etapa del reino de los filósofos por llegar (Rusia o Estados Unidos). La sensación es que la falta de un marco teórico coherente reduce las coincidencias a muy poca cosa y, para peor, permite interpretaciones distintas sobre la actualidad. ¿Es China materialista? O incluso, como dice Carvalho, ¿representa Estados Unidos una visión materialista del mundo o solo lo hacen miembros de su elite explotadora? ¿Es la clase trabajadora de ese país, simple y conservadora, el sujeto histórico emancipador que buscan?
Un denominador común entre estos ideólogos de la derecha es la necesidad de destruir el Estado tal como lo conocemos: su burocracia, su corrupción, su simbiosis con los poderes fácticos, pero también sus sistemas de salud, educativos y científicos, las agencias ambientales, el aparato diplomático. «La destrucción es parte del ciclo», le dice Bannon a Teitelbaum en una entrevista. En la práctica, más allá de un puñado de ideas básicas comunes, las derechas se adaptaron a las coyunturas particulares para llenar el vacío de legitimidad que dejan a su paso el neoliberalismo y una izquierda tradicional incapaz de modificar estructuras de poder y que se dedicó a trabajar la agenda de los derechos humanos o el ambientalismo. Como se suele decir, la política odia el vacío y fue la derecha la que mejor supo llenarlo.
El estallido de la tecnopolítica
El contexto favorece el estallido de una tormenta perfecta en Occidente. Una tormenta que parece ser la de los líderes fuertes y carismáticos que, como diría Max Weber, son capaces de cambiar la inercia de un sistema en el que quienes toman decisiones solo quieren mantener el statu quo. Lo que quieren los humillados es una venganza contra ese establishment (o lo que ellos consideran como tal). En ese contexto en el que no hay mapas cognitivos que permitan comprender qué pasa, las lecturas conspirativas simples y descarnadas que confirman quiénes son los malos funcionan como un salvavidas emocional. Las redes sociales, que carecen por completo de una «responsabilidad editorial», son el espacio ideal para que surjan, se testeen, desarrollen y florezcan posiciones extremas sin fundamentos argumentativos. Bannon explica en su entrevista cómo se consolidó la usina de noticias falsas que dirigía: «Fue la sección de comentarios la que comenzó a construir algo del poder de Breitbart, además de que nosotros éramos más inteligentes (…) Teníamos una increíble optimización para aparecer en las búsquedas. Fue la unión de tecnología y contenido. En particular, yo tenía un equipo entero dedicado a deconstruir los algoritmos de Facebook. Sin Facebook, Breitbart nunca podría haber alcanzado el tamaño que logró». Las redes sociales y toda una batería de nuevas tecnologías basadas en datos e inteligencia artificial permiten utilizar la comunicación como laboratorio sin los límites de la corrección política: los humillados pedían sangre y ellos se la iban a dar. En el laboratorio digital se puede analizar en tiempo real qué mensajes generan la mayor pasión y despiertan más respuestas (engagement) para utilizarlos como munición infinita en cualquier ocasión. Los Trump y los Bolsonaro son los candidatos ideales para una campaña basada en la destrucción de los contrincantes sin necesidad de apelar a la verdad. Como en un judo discursivo, la fuerza del contrincante se utiliza para irritar aún más a los propios y hacerlos reaccionar. Un ejemplo paradigmático de esta desventaja estratégica es lo que ocurrió con el «Ele não» [Él no] de Brasil, cuando miles de mujeres salieron a la calle para rechazar la candidatura presidencial de un misógino explícito. El resultado de la marcha multitudinaria fue una aún más potente reacción en las redes que atacó a aquellas caras más visibles de la manifestación, como Daniela Mercury o Anitta. Lo mismo les ocurrió a quienes se pusieron en el camino de Trump en su camino a la Casa Blanca, no solo «crooked [deshonesta] Hillary», sino también varios senadores republicanos. Las respuestas indignadas que venían de sectores percibidos como aliados del sistema empobrecedor servían para ratificar la confianza en el líder que los insultaba en la cara.
Si bien las grandes líneas del descontento social son perceptibles por cualquier analista político, al mirar a las personas de cerca surgen matices particulares que requieren una comunicación segmentada, como la que llevaron adelante Cambridge Analytica o los numerosos trollcenters del mundo que activan a los sectores más radicalizados a tomar las calles como nunca antes. Eso es lo que permiten las redes sociales: poner en juego las noticias, verdaderas o falsas, y encontrar las que se instalan en la sociedad para utilizarlas como encuadre de las noticias futuras que continúen abonando una mirada sobre el mundo. Como dice Teitelbaum: «El tipo de activismo apoyado por Cambridge Analytica fue una forma innovadora y potenciada de algo que la extrema derecha llama metapolítica. La estrategia implica hacer campaña no a través de la política, sino a través de la cultura, a través de las artes, el entretenimiento, los intelectuales, la religión y la educación. Esos son los lugares donde se forman nuestros valores, no en una cabina de votación». Los militantes deberán insertarse en todos los espacios, sobre todo los apolíticos, y comenzar a bajar su mensaje de a poco, buscando crear un nuevo sentido común, no ya con ancianos aburridos hablando pausado sino de una manera atractiva, seductora y con herramientas que permitan medir en tiempo real la circulación de los mensajes, como hacen los influencers y youtubers de derecha. Como decía el fallecido Andrew Breitbart, el creador del sitio que luego dirigió Bannon, «la política se encuentra corriente abajo de la cultura».
Esa lucha cultural se está transformando en algo brutal, con campos enfrentados que perciben la realidad desde lugares distintos y sin puntos de contacto. El gran éxito de la nueva derecha en Estados Unidos ha sido construir un solo enemigo que condensa al capital financiero, globalizador, exportador de trabajo, centrado en los derechos humanos, de los homosexuales, feminista, ecologista, etc. La prueba de que son lo mismo, como dice Bannon, es que «el presidente más progresista de la historia de Estados Unidos, el presidente Obama, salvó a los ricos». Esa desconfianza contra todos es la que le permite a Trump señalar a los periodistas y decirles en la cara «ustedes son las noticias falsas» sin ruborizarse.
En el mismo lodo
En cada país la derecha supo adaptarse a los contextos. En Brasil, por ejemplo, parte del éxito de gobiernos extremistas como el de Bolsonaro puede entenderse por las limitaciones del Partido de los Trabajadores (PT) para producir cambios estructurales, pero también por el constante ataque de los medios del establishment cuando efectivamente el PT intentaba producirlos. Buena parte de la sociedad, cocinada a fuego lento en el odio destilado por los medios tradicionales, estaba preparada para absorber las más delirantes noticias falsas o teorías conspirativas que se pudieran inventar y testear desde la derecha a través de Facebook, Twitter o, como ocurrió en Brasil, Whatsapp. Contexto, dinero y tecnología permitirían desarrollar ese potencial para que Bolsonaro ganase en las urnas.
Estas líneas permiten trazar algunas respuestas sobre el avance de la derecha global, pero es mucho lo que queda por responder. ¿Alcanza el rechazo de amplios sectores del establishment para no considerar a estos nuevos populismos de derecha simplemente como otra «vuelta de rosca» neoliberal? ¿Son sostenibles estos gobiernos basados en mantener irritadas a sus bases de apoyo y en neutralizar a sus adversarios? ¿Qué lugar tiene la realidad material, como expone brutalmente la pandemia, para socavar sus discursos anticientíficos y antiiluministas? Hasta ahora la receta ha sido duplicar la energía de cada ataque, pero ¿hay un límite? ¿Podrán sobrevivir al nivel de descomposición social que ellos mismos potenciaron? Y, sobre todo, ¿qué viene después de sus cada vez más evidentes fracasos para satisfacer las expectativas de las bases electorales?
(*) Columnista de tecnología de Punto de Partida (lunes a viernes de 8 a 10hs)
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