Por Fidel Fourcade *
Solistas sobre bandas, hits sobre obras, métricas sobre arte. Mientras los algoritmos deciden qué reproducimos, nos olvidamos de lo más importante que tiene la música.
La meritocracia se disfraza de virtud y la colectividad se reemplaza por el éxito solitario. No sorprende que el producto final de estos artistas, las canciones, sean el reflejo de una sociedad ensimismada hasta puntos peligrosos. Argentina es un espejo del streaming: cada quien por su cuenta, buscando el próximo éxito efímero. “Porque acá nadie nos regaló nada”.
Muchas caras, pocos proyectos
El casi éxito mundial de nuestros artistas urbanos, que copó totalmente el semillero de artistas de al menos el último lustro, nos está saliendo caro. Creó un terreno fértil para una industria musical que homogeniza propuestas y vacía de contenido, el arte en nombre del algoritmo. Hoy, más que nunca, pareciera que darle play no siempre significa escuchar. Si me apurás, te digo que creo que ya no significa nada.
Duki, Emilia Mernes, María Becerra, Tini y YSY A (menciono a los que han llenado estadios, de otra forma la lista sería realmente interminable) son nombres indiscutibles de la escena mainstream. Encabezan charts, llenan estadios y acumulan millones de streams. Pero su éxito no está exento de cuestionamientos. Deberíamos también abandonar ese estatus de persona inteligente o astuta a aquella que tiene como máxima virtud haberse forrado de guita. Ellos no tienen la culpa de nuestro momento pero son actores necesarios, cansan los Galperín, Maslatón o Barbieri, por citar a los que más públicos.
El germen de esta columna, además es una idea que viene resonando en mi cabeza, es Facundo Díaz, que en su reseña para Rolling Stone Argentina sobre “Ameri”, el último disco de Duki, lo describe palabras más palabras menos como una obra hecha a medida de los algoritmos y del hit fácil, dejando de lado lo que antes lo hacía tan visceral. Si bien Duki supo construir una carrera sólida, esta afirmación deja entrever un problema mayor: el vaciamiento de la propuesta artística en función de métricas y reproducciones.
Es algo que ya sabemos, que hemos hablado mil veces, pero que nos agotó. La épica de cartón, el autohomenaje y la pose impostada, no suma ni conmueve.
La industria musical global empuja con fuerza la figura del cantante solista, el ícono individual, ese que concentra el foco del éxito. En este contexto, el relato predominante del triunfo personal, desconectado del esfuerzo colectivo, cala hondo en la narrativa cultural.
Mientras tanto, las bandas, microcosmos de cooperación, experimentación y resistencia, quedan cada vez más relegadas. Creo que la pandemia empujó ese cambio de época, el contenido venció a la propuesta artística. ¿Quién puede pensar en un fenómeno como Nafta, Tan Bionica o Él Mató en este presente? Lo que parece algo normal y fortuito, esconde detrás trabajo, trabajo y más trabajo. La fragmentación y la hiper personalización de los artistas urbanos o de cualquier género refuerzan una noción peligrosa: el éxito es una cuestión de uno, no de todos.
A pesar de esta tendencia, existen excepciones que vale la pena destacar. Catriel, Dillom y Wos son artistas que han optado por caminos conceptuales y han desafiado las normas del mercado. Sus álbumes no solo son colecciones de canciones, sino relatos construidos con una mirada integral. Wos, con “Oscuro Éxtasis”, propone un viaje introspectivo y social; Dillom, con Post Mortem, hilvana una narrativa lúgubre y afilada que continúa después de “Por cesárea”, mientras que Catriel se reinventa en cada obra, apostando a lo impredecible. Estas propuestas escapan al mar de featurings desechables y garantizan su permanencia en el tiempo.
El rock es de las mujeres, lo sabemos hace años y acá es donde probablemente podamos encontrar los trabajos más definidos, síntoma de época y contexto que vivimos. Marilina Bertoldi, Paula Maffia, Marina Fages, la vigente Andrea Álvarez son las headliners del movimiento en clave más rockera. Mientras que Loli Molina, Silvina Moreno y Luciana Mocchi nos regalan propuestas introspectivas y experimentales, cargadas de una sensibilidad única. Por citar algunos ejemplos.
Reflexiones desde el Wraped de Spotify
En pleno apogeo del Spotify Wrapped, esta suerte de radiografía musical anual que el algoritmo convierte en confesión pública, surge una pregunta inquietante: ¿cuántas canciones reproducimos sin realmente escucharlas? Mientras el Wrapped nos invita a celebrar nuestra banda sonora personal, reafirma esta teoría: reinan los solistas, los hits y las métricas, dejando de lado la obra integral.
El fenómeno no es casual. La meritocracia musical que Spotify y otras plataformas alimentan se convierte en una extensión de nuestra sociedad hiperindividualista. La figura del cantante solista domina las playlists, relegando a las bandas —esos espacios de colaboración y experimentación— a un segundo plano.
A pesar de esto, hay excepciones que resisten el mandato del algoritmo. En un año dominado por la producción en serie de éxitos descartables, propuestas conceptuales como las de Marilina Bertoldi o el vibrante universo sonoro de Dillom destacan por su autenticidad. Tal vez el Spotify Wrapped de este año nos regale algo más que estadísticas: la oportunidad de reflexionar sobre cómo escuchamos música, y si aún somos capaces de detenernos para realmente escuchar. Porque, al final, escuchar es el acto de resistencia cultural que más necesitamos.
El problema no es la música urbana ni sus artistas (o un poquito sí?), sino el sistema que los devora. La generación de hits está diseñada para no incomodar, para sonar en bucle en las playlists. Pero, ¿qué dice una canción más allá del ritmo pegadizo? En la prisa por ser relevantes, muchos han perdido la oportunidad de dejar algo más significativo que una base que se olvida rápido.
Escuchar implica detenerse, conectar y comprender lo que un artista tiene para decir (si es que tiene algo para decir, ya que cada vez está más cerca de los futbolistas que de Charly García). Darle play, por otro lado, puede ser apenas el acto automático de llenar un espacio. En un momento donde la música parece ser efímera, urge reivindicar la diferencia.
Escuchar es, quizás, el mayor acto de resistencia cultural que nos queda.
(*) Columnista de Resistiendo con Ideas (Lunes a viernes de 20 a 21 horas)
Discusión acerca de esta noticia