Por Ariel Weinman
Juan Carlos Onganía, general del Ejército argentino, impuso en julio de 1966 el Estatuto de la Revolución Argentina, un instrumento normativo que se colocaba por encima de la Constitución Nacional de 1853 para regir una nueva vida colectiva de la sociedad. Hay que rememorar que cada golpe militar o cívico-militar era interpretado desde arriba como un momento de refundación del Estado-nación. Si bien el Estatuto no establecía el Estado de Sitio, sí prohibía las actividades políticas. Y la ley anticomunista 17401 constituía la cobertura legal para perseguir a los y las activistas de todas las corrientes ideológicas, en primer lugar, nacionalistas populares, nacionalistas católicos, peronistas de todas las tendencias. Es pertinente recordar lo que explicaba John William Cooke una y otra vez: “en Argentina los comunistas somos nosotros”. El imperativo de la época que bajaba “desde el cielo”, así lo entendían los cuadros imperiales del Norte como Rockefeller y otros, era frenar a cualquier precio la expansión de la Revolución Cubana por el Sur del continente. Los golpistas del sector “azul” del Ejército se propusieron en 1966 gobernar por 20 años para transformar definitivamente al país. Sin embargo, el problema que afrontaban desde los salones de las multinacionales y de la Sociedad Rural era cómo erradicar el peronismo de las memorias populares. Soñaban otra vez, y en eso coincidían con el sector “colorado” de los uniformados, después de los fracasos del Decreto 4161, los fusilamientos, las encarcelaciones, con eliminar el fantasma peronista de la faz de esta tierra, la que habían cartografiado bien abajo, cerca de la Antártida, la de la mezcolanza entre gauchos, indígenas, negros afro y la migra anarquista y socialista que llegó desde el otro lado del Atlántico.
El DNU y la Ley Ómnibus enviada por Javier Milei al Poder Legislativo no es la repetición de la mismidad del onganiato, aunque hay algunas analogías, en primer lugar, la de suprimir el rol del Congreso y concentrar desde el Ejecutivo la suma total del poder público. Y no es lo mismo porque en la década del 60, quienes tenían el objetivo de imponer un nuevo orden institucional fundaban su legitimidad en la fuerza de las armas. Por el contrario, ahora, quienes quieren poner “las bases de un nuevo país” sustentan sus objetivos en 14 millones de votos, es decir, bajo el principio de la soberanía popular. Hay ahí una alianza, cuyos alcances y duración solo la historia efectiva podrá develar, entre las elites oligárquicas que desde 1955 actúan dentro del círculo del odio y el resentimiento infinitos y una corriente popular de reacción antipolítica -cuyo análisis excede los límites de esta nota- ganada por una percepción de la desigualdad y los privilegios solo al interior de las clases “subalternas”. Es decir, una sensibilidad que alcanza para medir exclusivamente las distancias en condiciones de vida y de existencia entre las distintas franjas de los expropiados y explotados. Hasta ahí llega la desigualdad visible para muchos y muchas de nuestros compatriotas. Hay un dictum que ha sido muy trabajado a nivel del deseo: una parte de los humillados afinca su realización personal en la movilización social descendente de los otros de su misma condición. Es así que desde el 19 de noviembre, aunque quizás antes, un conjunto de preguntas nos acechan: ¿Cuánto tiene que ver el peronismo en esta derrota política -la totalidad heterogénea y variopinta a la que pertenecemos-, cuánto el viraje del movimiento de liberación nacional y social a un partido de “los derechos”, con la irrupción de este reaccionarismo conservador que funda el goce individual no en el recuerdo de “los años felices”, sino en la desafección por los humildes, los que sufren, “los últimos de la fila”? ¿Cuánto tiene que ver con la pereza o la falta de convicción y voluntad para desarmar, lo que Gabriel Fernández señala como “la zoncera de aceptar la inevitabilidad del ajuste”? ¿Cuánto tiene que ver un peronismo avergonzado de su propia historia -que entiende a esta no como una herencia que se tiene que hacer cargo de la contemporaneidad a través de la invención de nuevos lenguajes, una nueva retórica para abordar los problemas del presente de los humillados, de “los condenados de la tierra”, sino como la repetición de enunciados de otros tiempos pero incapaces para mover las memorias que guardan los cuerpos- con que, en este preciso instante, “el hecho maldito” provenga de los barrios del privilegio amasado en base al trabajo ajeno, con la finalidad de arrasar las conquistas históricas de los proletarios y las proletarias, junto a los retazos de una democracia desvencijada, obtenidas por la lucha de varias generaciones, y no del “subsuelo de la patria”? ¿Cuánto tiene que ver la brecha en términos de modos de existencia y condiciones de vida entre unas bases sociales que deben invertir diariamente más horas de trabajo para garantizar su reproducción social con una representación política-institucional que está a años luz de sentir y pensar a partir de los problemas populares?
Entonces, las diferencias esenciales entre ambas experiencias de gobierno que aquí estamos comparando no radican para nada en lo que sucede en el palacio ni en las distinciones entre elencos gobernantes ni acaso en el estilo del ejercicio de la función ejecutiva, sino directamente tienen relación con el espacio-tiempo que ocupa el peronismo dentro de la comunidad: el golpe de estado de la Revolución Argentina tuvo como condición de posibilidad un peronismo insurrecto, resistente, liberador; por el contrario, la irrupción de La Libertad Avanza, un peronismo incapaz de resolver los problemas de la desigualdad y de la tierra, un movimiento transformado en un partido centrado en la lucha por libertades democráticas y la consagración de derechos comprendida exclusivamente como acceso a mayores cuotas de consumo individual. Hasta algunos dirigentes bien intencionados, aseveraron en algún momento que la felicidad del pueblo debía mediarse por “la capacidad de cambiar el auto” o “la posibilidad de irse de vacaciones, aunque sea una vez al año”. ¿A eso quedó reducida “la comunidad organizada”?
A partir de este diciembre, parece que la expresión del peronismo la tienen “las organizaciones libres del pueblo”. La movilización del miércoles 27 en Plaza Lavalle convocada por la CGT, las dos CTA, la UTEP y otros movimientos sociales contra el DNU presidencial mostró la pregnancia del pueblo organizado en la calle. Puso en evidencia, además, cómo se construye la voz pública en el devenir de la ciudad. El canto de las consignas, de la Marcha Peronista, no fue sólo manifestación de la libertad de expresión o construcción de sentido por medio del discurso o melodía que se entona, sino constitución del territorio de la calle y la plaza pública como lugar de encuentro: cantar juntos suspende la circulación de la ciudad, de mercancías, de dinero, es la reivindicación del espacio de la libertad de reunión, la tierra que aloja el acontecimiento que irrumpe: la comunidad. En el momento en que el Protocolo de la Ministra de Seguridad amenaza con cancelar los espacios de reunión, el canto común puso en escena la calle como espacio de resistencia a las prohibiciones, de libertad de manifestación para el pueblo. Cantar al unísono “la patria está en peligro”, “la patria no se vende”, a su vez, expuso la decisión de poner en marcha el músculo de la conciencia de trabajadores y trabajadoras.
Si el gobierno de Milei avanza con la Ley Ómnibus y el DNU 70, esa aprobación tendrá enormes consecuencias en la vida institucional y el sistema la representación política. También en las condiciones de vida del pueblo que ya se están desbarrancando en los barrios populares por la inflación y los aumentos de todo. Pero, paradójicamente, el gobierno concederá a las centrales sindicales, sindicatos y movimientos sociales el protagonismo político principal de la resistencia al orden neoliberal-conservador. Más que mediante la rosca y la transacción, la política, lo común juega su destino en la calle, en la plaza pública. En la capacidad de invención de las organizaciones, de la solidaridad y la reciprocidad para atender lo imprescindible. En la aptitud y la voluntad para articular lo único que no está de remate: la dignidad de las y los que trabajan. La historia continuará.
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