Por Diego Meloni (*)
La historia de la humanidad nos ha dado infinidad de muestras en lo que respecta a la adoración y el respeto por diferentes dioses o seres mitológicos. Entre Egipto y la antigua Grecia podríamos armar un equipo con titulares y suplentes; ni hablar si nos movemos a las antiguas civilizaciones originarias que poblaron el continente americano. Con las religiones pasa algo absolutamente similar; millones de habitantes en este mundo veneran desde tiempos inmemoriales a figuras que sólo conocemos a través de la oralidad y lo escrito en diversos libros sagrados, pero qué – en lo estrictamente terrenal – podríamos cuestionar su existencia o realización de milagros palpables. En Argentina, que sabemos lo que es tener una Tercera Posición, decidimos darle origen a una nueva religión. La misma se expandió y propagó por un mundo que ha sido testigo de las más impresionantes demostraciones de fe.
Es muy probable que el 30 de octubre de 1960 no hubo pesebre, camello, oro y mucho menos reyes magos; mas bien un barrio de Lanús obrero, de resistencia para no perder conquistas y derechos logrados durante el peronismo. Seguramente, aquel día que Dalma Salvadora Franco (La Tota, como les gusta decirle a quienes también la consideran su madre) ingresó al policlínico, que en un país sin proscripciones se llamó Eva Perón, no imaginó que estaba por traer al mundo a un pibe qué mamaría ese contexto, lo desafiaría y con una pelota en los pies lo humillaría de la misma manera que en 1986 lo hizo frente a los ingleses.
En un país de permanentes contrapuntos, prejuicios y odios de clase, la figura de Diego Armando Maradona queda expuesta al amor, rechazo, idolatría. Hasta un festejo por su posible muerte. No hay admirador del 10 que no haya cantado «si yo fuera Maradona viviría como él«; ahora bien, ¿Podría alguien ponerse cinco minutos en su lugar? ¿Algún mortal sería capaz de hacerse cargo de serlo? ¿Nos convertiríamos en seres impolutos alejados de cualquier tentación? Seguramente, no. Por eso, entender a Diego como D10S terrenal es hacerlo desde ese lugar en donde todos tenemos bondades, miserias y estamos expuestos a diferentes tipos de contradicciones.
Desde hace 58 años, Maradona enfrenta lo que muchos consideran el peor pecado: ser un villero que jamás debió abandonar el destino asignado de antemano. No hay nada más peligroso para un peligroso que pibes de barrio empoderados, pensantes y con ganas de progresar para salir de esa pobreza que el sistema los condenó. Diego es la bandera de los humildes. De los que se identifican con su figura desde una maravillosa conquista social.
No es casual que en un país donde Julio Argentino Roca, Bernardino Rivadavia y Domingo Sarmiento siguen siendo presentados como grandes próceres, discutamos la figura de alguien qué, desde un juego tan simple y sencillo como el fútbol, nos devolvió la idea de patria. Diego unió a todos bajo la misma bandera. Si algo tiene el juego de la redonda es la poderosa magia de poner en igualdad de condiciones a todas las clases sociales. Ricos y pobres compartiendo un abrazo de igualdad que sólo el grito de gol puede generar. Y muy pocos lograron generar ese tipo de empatía como hizo Diego.
Le pegan por sus adicciones, su vida personal o su pensamiento político para hacernos creer que hay dos Diego: la persona y el jugador. Mensaje que esconde un profundo odio de clases, de desprecio por quien pudo ser y lo sigue demostrando. Porque Diego es ese que hoy está en México, pero mañana se meterá en el vestuario de un club de ascenso para dar una charla técnica; es el que hoy está sentado en un baco de suplentes dirigiendo a su equipo y al rato viajando para alentar a algún argentino en otro rincón del planeta. Puede pasar por Cuba o Venezuela para luego venir a su tierra, y con su sola presencia, salvar de la muerte a alguien que haya compartido momentos con él sumándose a algún partido a beneficio sin importarle cancha, barrio o compañeros. Porque en definitiva, más allá de lo que digan sus detractores, nunca perdió la esencia ni se olvidó de sus orígenes. Son 58 años, pero por la intensidad de su vida, podríamos decir que duplicó ese tiempo.
Los dioses no se jubilan, por humanos que sean, escribió alguna vez Eduardo Galeano en alusión a Diego. ¡Vaya si es así! Muchos hubieran esperado el retiro futbolístico para llevar una vida tranquila, ordenada, opinar en la televisión de algún tema. Pero Diego prefiere seguir en el lugar donde fue feliz; con la caprichosa a su lado dentro de una cancha. Se equivocó y pagó. Nunca pidió ser ejemplo de nada. Cumplió sueños y respetó la palabra empeñada cuando prometió hacernos feliz. En tiempos de crisis para la fe, que tu iglesia siga creciendo y que tus fieles se multipliquen por millones obliga a los maradonianos a seguir predicando tu obra con mucha más fuerza, honrando tu nombre y jurando por vos, con gloria vivir.
(*) Periodista de Radio Nacional Santa Fe. Investigador de la historia del Club Atlético Colón.
Discusión acerca de esta noticia