Por Ariel Weinman *
Ayer murió una docente. Cuando Alejandra dijo que se desvaneció mientras daba clase por zoom no lo podíamos creer. La información asegura que “murió de Covid-19”. Pero no, no murió a causa de la peste. Murió por necesidad, la de trabajar que tienen les que ajustan su vida a un salario o a un programa social. Frente a los que hablan de “democratización de la pandemia” que afectaría a todas las clases sociales por igual, la experiencia desigual dice otra cosa: los caídos son los cuerpos obreros forjados para el trabajo. Les que viajan en trenes y colectivos protegidos por “los protocolos necesarios” del infierno y les incluidos en la aceleración del tele-trabajo, cocinados en la olla a presión del encierro en jornadas interminables y continuadas, industrializados en animales lingüísticos fuera de quicio en base a la brutalidad esencial de rituales cerebrales.
Pero cuando la formulación de las preguntas esenciales está adulterada, insistimos, ¿por qué la docente de la Universidad Argentina de la Empresa y de la Universidad de Buenos Aires continuaba trabajando enferma?
Para un cuerpo docente declarado “inesencial”, sin embargo, la consigna ordena “trabajar bajo cualquier condición, en cualquier circunstancia”, porque lo único que importa de ese cuerpo es el producto. La medida de la productividad es la cantidad de videoconferencias, la cantidad de revisiones, la cantidad de presentaciones, evaluaciones y cargas de notas para una ciencia recopiladora de datos. Aunque detrás de los números algunas vidas se derrumben. Todo el tiempo de vida transformado en tiempo de trabajo, porque si algo no habrá de detenerse es la circulación de la mercancía durante la peste. ¿O es que la formación de las elites profesionales del país podrá alzarse bajo el fetiche disimulador del docentariado universitario?
Ayer murió otra mujer, esta vez con el cerebro adosado a la pantalla, dejó “un no puedo más” de eterna despedida. Toda una vida dedicada al estudio murió en la soledad de la escena fantasmática de las plataformas, rodeada de puros signos que jamás extenderán la mano para procurar ayuda y compañía.
¿Hasta qué límite llega la indistinción entre vida pública y vida privada para que el acto más inexpropiable –la muerte no es mía ni suya, “se muere” apunta el filósofo- se transmita en vivo y en directo a través de una red virtual? ¿Tampoco nos dejarán morir con dignidad?
En el mundo de las muertes anónimas, debajo de la estadística de los que contabilizan qué vidas cuentan y cuáles no valen la pena, retenemos del cuerpo caído un nombre: Paola De Simone.
De los cuerpos que no están, de las palabras que faltan, levantamos un jardín de flores de homenaje. El dolor convoca a recordar un nombre, el espejo donde les docentes nos duelamos, para no sofocar el dolor, para que los restos de memoria no se transformen en los deshechos de una ausencia, para que lo que vuelve no vuelva como lo mismo de signos algebraicos, de muertes sin nombre ni historias, como el horror de una sombra.
Cuando pensamiento y acción ya no coinciden, lo que resta es vaciar de su verdad a una ciencia apolítica y “neutral” entrenada en contar datos, ocupada en describir lo que existe, asentada en principios filosóficos pero que rápidamente ha olvidado.
El verso del poeta persiste: “me matan si no trabajo, y si trabajo me matan”.
(*) Conductor de Panorama Federal (lunes a viernes de 7 a 8hs)
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