Por Ariel Weinman *
Días difíciles cuando la tristeza que no es exclusiva de uno solo llega irrefrenable y derrama flujos sobre el cuerpo popular. Aunque pretendamos atender la recomendación de Hebe de no llorar por su muerte, no podemos evitarlo. Una parte de nosotros y nosotras nos ha abandonado y ese vacío inevitable es lo que sentimos ahora. Por supuesto que hay un legado desparramado en el pueblo, una herencia que integra las mejores tradiciones emancipatorias de la patria de las argentinas y los argentinos, pero sin duda comienza una nueva etapa después de este fallecimiento: la de la vida pública sin Hebe de Bonafini. ¿Cómo será la lucha sin ella?
Hay quienes imaginan que la comunidad irrumpe cuando algún allegado o allegada muere, alguien que nos afecta o es afectado por nuestras acciones abandona la vida. La comunidad se hace visible y evidente en el preciso instante en que se hacen presente en el lecho de muerte todos y todas que la o lo han conocido y querido. Pues las y los acompañantes están allí para ofrecer la suplencia a una parte de “lo común” que se va, como una promesa en común de ocupar el lugar que deja vacante quien abandona indefectiblemente la comunidad. Pero si así fuera, ¿cómo estar a la altura de oficiar semejante reemplazo? Como afirma la Asociación Madres de Plaza de Mayo, el legado de Hebe existe en el pueblo, pero, aun así ¿cómo explicar la orfandad que sentimos en este momento?
Como lo recordaba Hebe, para las Madres todas fueron batallas: “Pudimos socializar la maternidad y hacer que miles y miles de hijos asuman la responsabilidad de levantar las mismas banderas que los nuestros”. Desde esta perspectiva, las Madres fueron ellas mismas una política de la memoria, y a pesar de que “la única batalla que no hemos podido ganar hasta ahora es encontrarnos con nuestros hijos”, sí se posicionaron como un puente entre generaciones, reconstituyendo las mediaciones que la dictadura se había propuesto exterminar: unir la experiencia de la militancia de la Resistencia, de los años 60 y 70 con los piquetes de los 90, las puebladas de 2001 y la distribución de la riqueza de “la década ganada”. Por eso, Hebe insistía una y otra vez: “fueron nuestros hijos quiénes parieron a las Madres”.
Desde el inicio de la dictadura sabemos que madre no hay una sola, que las Madres transformaron el dolor por la pérdida de sus hijos militantes en una lucha colectiva, que entre Madres y Plaza hay una relación de amor inquebrantable, porque allí las historias trascienden las vidas personales para evolucionar hacia una patria común. Y porque las plazas llenas son la condición de posibilidad para cambiar el estado de cosas que nos tiene reservado el destino. Las Madres enseñaron que hay patria cuando existe coraje, capacidad para retomar las luchas que vienen desde el fondo de nuestra historia y que luchar siempre vale la pena.
Entre las Madres, la voz de Hebe pasó a ser parte de nuestras voces. Habló siempre sin vueltas, con un estilo desprejuiciado y directo, una retórica vibrante desprovista del cálculo político y la especulación ventajera. Tuvo la claridad conceptual y la consciencia histórica de estar posicionada siempre en la trinchera de los más, los humildes y los explotados mamando el bagaje de lo que había aprendido de sus hijos. Y la sensibilidad para hacerle un tajo profundo al lenguaje de la hipocresía, la corrección política y el “no se puede”, para decir las cosas que todos y todas sentíamos, pero que sólo llegamos a reconocer que también eran nuestras en el preciso instante que ella las decía. Y el coraje de decirlas en las circunstancias más adversas, cuando catorce mujeres comenzaron a marchar y el miedo y el terror nos tenían paralizados.
(*) Área Periodística de Radio Gráfica
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