Por David Acuña
Este 26 de junio se cumplen 20 años de la Masacre de Avellaneda donde los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueran asesinados por la Policía Bonaerense. En estos días hubo, y seguirá habiendo, varios homenajes y recordatorios sobre los compañeros que marcaron tan significativamente a toda una generación de militantes populares. Por esto mismo, es bueno volver a pasar por la retina de nuestra memoria los hechos ocurridos.
Avellaneda, fin de un ciclo
Certeramente, el escritor Mariano Pacheco, quien militaba por entonces junto a Darío Santillán, definió a la Masacre de Avellaneda como el fin de un ciclo donde se sucedieron innumerables jornadas de luchas populares contra el neoliberalismo implantado en nuestro país por el gobierno de Carlos Menem.
En 1995, ante la ola de despidos masivos por el cierre de empresas privadas y estatales se intensifican las protestas sociales en todo el territorio nacional. El 12 de abril de ese mismo año, Víctor Choque es asesinado por la Gendarmería Nacional en Tierra del Fuego convirtiéndose en la primera víctima acaecida en una protesta social desde la restauración democrática de 1983. En años sucesivos, le siguieron los asesinatos, en situaciones similares, de los trabajadores Teresa Rodríguez (Neuquén, 1997) y Francisco Escobar y Mauro Ojeda (ambos en Corrientes, 1999). La represión de la protesta social, el desprecio por la militancia política y la estigmatización de la pobreza se instauraba en la década de los ’90 como una política de Estado apoyada desde los grandes medios de comunicación y las usinas del pensamiento liberal.
El resultado de las políticas menemistas fue la contracción del aparato productivo nacional a su mínima expresión, la primacía del sector financiero-especulativo, el obsceno endeudamiento externo y alineamiento con el capital extranjero, un 36% de pobres, un 10% de indigentes, un 38% de trabajadores precarizados y una desocupación en rededor del 18%.
Este panorama se agrava durante el gobierno de Fernando De la Rúa quien con sus planes de Blindaje y Megacanje, profundización del endeudamiento externo, Ley de Déficit Cero, recorte del 13% a las jubilaciones, flexibilización laboral, más ajuste y Corralito, provocan el estallido social de diciembre de 2001 que se lleva puesto el gobierno con sus ministros estrellas Ricardo López Murphy, Domingo Felipe Cavallo y Patricia Bullrich (no casualmente, hoy Juntos por el Cambio, expresan la continuidad de estos nefastos personajes). De la Rúa termina renunciando a su gobierno, no sin antes declarar el Estado de Sitio y la represión que se cobró la vida de 39 personas, entre las cuales se encontraba el militante de DD.HH. Carlos Almirón.
El 1 de enero de 2002, sin contar con el voto popular, asume la presidencia de la Nación el senador justicialista Eduardo Duhalde quien pone fin a la ley de Convertibilidad, pero sin poder frenar la crisis social y económica. A mediados de 2002 la desocupación rondaba en un 21%, mientras que la pobreza y la indigencia afectaban al 54% y 27% de la población, respectivamente.
En este contexto, los movimientos sociales y la militancia organizada, a los cuales se le sumaron las asambleas populares, siguieron visibilizando mediante la movilización de masas el rechazo general a que el gobierno del Estado, las entidades bancarias y las empresas de servicios, siguieran con una política pro-mercado en detrimento del conjunto del pueblo. Aun así, con una treintena de compatriotas asesinados por el gobierno de la Alianza como telón de fondo, al presidente Duhalde no le tembló la mano para seguir con la misma política represiva sobre la protesta social.
El 17 junio, bajo la consigna expresada por el mismo Duhalde “hay que ir poniendo orden”, se realiza la reunión de las diferentes fuerzas de seguridad federal con miembros de las FF.AA., la Policía de la provincia de Buenos Aires y la SIDE. De la misma, también participaron Juan José Álvarez (ex agente de la SIDE y Ministro de Justicia y DD.HH.), José Matzkin (Ministro del Interior), Alfredo Atanasof (Jefe de Gabinete), Jorge Vanossi (Ministro de Defensa) y Felipe Solá (gobernador de la Provincia de Buenos Aires), entre otros. En dicha reunión se evaluó la situación social y en particular el operativo que habría que montar ante la inminente movilización convocada por diversos grupos que convergían en rededor de la Asamblea Nacional Piquetera (la cual, se reuniría entre el 22 y 23 de junio para acordar un Plan de Lucha y movilización para el día 26 bajo la consigna “Fuera Duhalde. Fuera el FMI. Que se vallan todos”).
El 26 de junio, día de la movilización, bajo un clima tenso donde la militancia popular se concentraba en Puente Pueyrredón (Avellaneda) para poder marchar a la ciudad de Buenos Aires. La Policía Bonaerense cumpliendo las órdenes operacionales bajadas de la reunión del día 17, procedió a reprimir la protesta social. Es entonces, que los policías bonaerenses Alfredo Luis Fanchiotti (comisario), Alejandro Acosta (cabo), Carlos Quevedo (principal), Lorenzo Colman (cabo), y Marcelo de la Fuente (suboficial), fusilan a los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Maxi recibió el impacto en el pecho, mientras que, a Darío, Fanchiotti lo escopetéa por la espalda. Con Maxi ya sin vida, los policías se encargan de golpear en el piso el cuerpo agonizante de Darío.
Inmediatamente se fueron conociendo los hechos, casi en tiempo real, tanto el gobierno como Clarín y la Nación, buscaron encubrir la feroz represión. “Buscaban desestabilizar el gobierno”, bramó Atanasof; “la crisis causó dos nuevas muertes” encubrió Clarín; “se mataron entre ellos” mintió Solá; “yo creo que ellos arreglaron con el gobierno una represión de baja intensidad”, deliró Luis D’Elía días después; “nosotros conocíamos desde hace veinte días que iba a suceder una cosa de estas características” develó el buchón de Aníbal Fernández… lo cierto es que la realidad de los hechos terminó saliendo a la luz y no solo le costó la continuidad al gobierno de Duhalde, que se vio obligado a llamar a elecciones presidenciales, sino que a partir de la Masacre de Avellaneda el paradigma de acción del Estado ante la protesta social giraría unos 180º con el nuevo gobierno de Néstor Kirchner terminando con el accionar represivo y los asesinatos políticos como modus operandi de las fuerzas de seguridad en democracia por la década siguiente.
Aun así, la responsabilidad política de Eduardo Duhalde y Felipe Solá, como la del resto del funcionariado que intervino en la diagramación de la represión sigue impune.
El cuerpo de la Patria
En cualquier época que se elija mirar de nuestra historia, ante los grandes momentos de crisis, siempre el que termina poniendo el cuerpo a la represión y la muerte son los de abajo.
Eva Perón sostenía que los trabajadores, sus queridos descamisados, eran la Patria misma. Es decir, que sin trabajadores no hay Patria Posible, pues no hay quien la haga y la sostenga. La consigna de una “Patria Libre, Justa y Soberana” en el primer peronismo tuvo su eco en la enarbolada por los Movimientos de Trabajadores Desocupados en los ’90 de “Trabajo, Dignidad y Cambio Social”.
Ninguna sociedad que se aprecie de ser justa puede tolerar la falta de trabajo, el hambre y la represión de las grandes mayorías del pueblo. En verdad puede hacerlo, pero no sin mediar un disciplinamiento político donde el individualismo, la meritocracia y el sálvese quien pueda se enseñoreen de la ética política y la moral ciudadana. En este sentido, el proceso social inaugurado con Videla y Martínez de Hoz tuvo su plenitud con Menem y De la Rúa.
Darío Santillán, a sus jóvenes 21 años, hace rato que le venía poniéndole el cuerpo a la construcción de una alternativa social y cultural que volviera colocar al trabajo digno y la soberanía nacional como cuestiones centrales de un proyecto político de país. No fue un descolgado de un gajo o un perejil, como se suele decir. Por el contrario, Darío ya había tenido su quehacer político en la militancia estudiantil secundaria primero y luego en una organización de base que definió su inserción territorial trabajando en los barrios en torno a los MTDs. Militó en el barrio Don Orione, en Claypole, hasta que se mudó a Lanús, donde continuó haciéndolo ahí.
Maxi Kosteki, había comenzado su militancia en Guernica, y sin haber cruzado su cotidianeidad con Darío, los hermanaban los mismos ideales. No lo hacían por un cargo, no peleaban por ser candidatos, no buscaban el set televisivo, no opinaban desde la comodidad de una red social, ambos le pusieron el cuerpo a la Patria para levantar del fondo a los que el sistema neoliberal, los grupos económicos y una clase política genuflexa habían condenado al olvido.
Hoy, el pueblo de la Argentina asiste a una de las crisis sociales, económicas y culturales más profundas de su historia. Y lo hace ante un cambio de ciclo en las formas por las cuales el capital explota a los pueblos del mundo. Ojalá, la militancia política del campo nacional, pueda encontrar en la coherencia ética y en los valores morales de militantes como Darío y Maxi, el combustible necesario para volver a ser el viento que tolo lo empuje por Trabajo, Dignidad y Cambio Social.
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