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Home Cultura

Licorice Pizza: el arte de correr

La licenciada en Artes analiza que la última obra de Paul Thomas Anderson es "una película donde correr es amar y amar es un gesto contracultural en épocas de profilaxis emocional".

12 marzo, 2022
en Cultura
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Licorice Pizza: el arte de correr

Por Victoria Lencina *

 

I. El encuentro

Gary Valentine es un estudiante de secundaria, tiene 15 años, vive junto a su madre y sus pequeños hermanos en Encino y es un actor incipiente. Alana es 10 años mayor que él y está atascada en el rompecabezas de la vida. Se conocen casualmente el día en que se toma la foto anual escolar. Gary al verla por primera vez siente un flechazo y le confiesa: “siento que estaba destinado a conocerte”. A lo que ella responde: “puedo ser tu amiga, pero no tu novia. Es ilegal”. La aclaración pone en evidencia un problema, él es un niño y ella una mujer joven. Gary comprende las limitaciones del vínculo y cuando la invita a cenar señala: “no es una cita”. Sentados en el restaurant, el adolescente pelirrojo y con el rostro lleno de acné inaugura una serie de preguntas que descolocan a la joven:

– ¿Qué planes tienes, Alana?

– No lo sé.

– ¿Cómo pinta tu futuro?

– No lo sé.

– ¿Qué te gusta?

– No lo sé.

En el encuentro con el otro surge un inédito, una sorpresa, una novedad. Alexandra Kohan lo dice de la siguiente manera: “suspender las certidumbres, hacer vacilar lo que se cree saber”. Alana descubre que no sabe qué es lo que le gusta, qué es lo que espera del futuro ni qué planes de vida tiene. Su rompecabezas tiene varias piezas sin ubicar. El tablero del deber-ser como terreno fijo, entero, compacto y coagulado empieza a tambalear y a mostrar sus hendiduras cuando surgen las preguntas de Gary. Que son, nada más ni nada menos, preguntas inesperadas. Y aquí resuena inevitablemente la frase de Conociendo Rusia: “juro que no te vi llegar, juro que no te vi mirar. Te juro que no lo sé y nunca lo sabré”. En ese encuentro con el otro, en esa dinámica del conocer(se), Alana se arriesga y deja al descubierto la vulnerabilidad de su identidad. Alana se deja leer, se deja conocer, se deja afectar, se deja amar por Gary. Así comienza Licorice Pizza, la última película de Paul Thomas Anderson. Una comedia romántica entrelazada a un coming-of-age o un coming-of-age entrelazado a una comedia romántica. Una película donde correr es amar y amar es un gesto contracultural en épocas de profilaxis emocional.

 

II. Deseo, crecimiento y compañía

Una de las premisas básicas de todo coming-of-age es el pasaje de estadio (niñez-adolescencia; adolescencia-adultez). En el recorrido, los personajes irán enfrentado algunas pruebas o procesos de crecimiento, maduración y toma de responsabilidad. Y eso nunca sucede en solitario, sino en compañía de otros. Es interesante el modo en que Paul Thomas Anderson decide narrar ese pasaje. Alana comienza siendo la chaperon de Gary, es decir, una especie de “niñera” que supervisa al adolescente cuando le toca actuar para la televisión. De hecho, ella se presenta socialmente como su “acompañante” (en inglés, chaperon). Y a medida que Gary se va acercando a la mayoría de edad el vínculo cambia y ella pasa a ser introducida como su “socia”. Es decir, se da una mutación en las bases del contrato vincular: Alana pasa de desarrollar tareas de cuidado y supervisión de un adolescente a establecer un vínculo de pares (de acuerdos, negociaciones) con un varón joven.

Alana y Gary comienzan a tener un proyecto en común. Inauguran un local de ventas de camas de agua, muy populares en la década del ’70. En las fases de creación y promoción del negocio se va dando un juego de seducción, de celos, de complicidades, de malentendidos, de frustraciones, de crecimiento. El deseo afectivo, íntimo, sexual circula entre ellos. Hay una escena memorable en la que ambos están recostados en una de las camas. Alana se ha quedado dormida y Gary acerca su mano temblorosa y ardiente de deseo hacia el pecho de ella. Y queda ahí suspendida en el aire sin tocar el cuerpo de la joven. Luego, la retira lentamente mientras Paul McCartney canta ‘you gave me something, I understand, You gave me loving in the palm of my hand’ (“me diste algo, lo entiendo, me diste cariño en la palma de mi mano”).

La historia de Gary y Alana es una historia sobre cuerpos que acontecen con la lectura del otro. Cuerpos que se precipitan con el modo de leer del otro. Por eso los personajes corren y al correr aman. Se trata un acto político en el que la destreza y la potencia corporales anudan y entrelazan destinos. En nuestra sociedad contemporánea donde predomina una tendencia hacia la profilaxis emocional que se haya estrenado una comedia romántica donde los protagonistas corren porque aman es un auténtico gesto contracultural. Al correr, los cuerpos se fragmentan, se despiertan, se estremecen, se extrañan, se desconocen. Y correr no es solamente un gesto de resistencia a un mundo donde hay crisis de petróleo, famosos que prometen un futuro mejor, encarcelamientos injustos, instituciones, religiones y moralismos; sino también una prueba de amor. Roland Barthes habla del estado de abismarse: “ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso, por desesperación o plenitud”. Fito Páez dirá: “todas las palabras son ingrávidas palabras”. Cuando la palabra en su cadencia es leve, ligera y no alcanza para puntualizar ese estado de sorpresa y vacilación que se da en el encuentro con un otro; entonces lo que resta es correr. Correr en compañía, correr entre risas, correr entre prejuicios, correr entre secretos, correr entre llantos, correr amando. “Correr frente a ti es un deporte que practico en silencio en mi alma” precisa Luis Alberto Spinetta.

 

III. Cuerpos que corren, cuerpos que aman

Correr. Acaso sea esa una de las formas que adquiere la prueba amorosa. Por eso en la escena final de la gran mayoría de las comedias románticas uno de los protagonistas corre hacia el otro para declararle su amor. Hugh Grant, luego de rechazarla, se desespera ante la posible partida de Julia Roberts en Notting Hill, entonces, comienza a correr de un extremo al otro de la calle, buscando un auto que lo acerque hacia el hotel donde ella está dando una conferencia de prensa. Meg Ryan se precipita en Sintonía de amor cuando descubre que su reciente matrimonio no funciona, no prospera, ni se afianza y que Tom Hanks junto a su hijo la está esperando en la terraza del Empire State desde hace más de cinco horas; entonces, cierra un ciclo de su vida y se echa a correr desenfrenadamente. Lo mismo ocurre con Billy Cristal en Cuando Harry Conoció a Sally. Se da cuenta que está enamorado de su mejor amiga y sale de su habitación y practica una maratón hacia el hotel donde Meg Ryan está aguardando la llegada de un nuevo año. Y siempre el desafío del sujeto amoroso pareciera ser el mismo: llegar justo a tiempo al lugar correcto.

La inadecuación de estar fuera de tiempo y fuera de lugar es uno de los principios narrativos de la comedia romántica. Cuando los protagonistas se conocen no es el momento indicado, por lo que se va tejiendo una trama de encuentros y desencuentros, de equívocos y malentendidos, de hallazgos y sorpresas, de atajos y prevenciones, de lecturas y miradas, de deseo y amor. A diferencia de otras películas del género, en Licorice Pizza se corre no únicamente en el final sino todo el tiempo, abrazando esa inadecuación, sosteniéndola, haciendo de ella un manifiesto amoroso. Por eso el movimiento de cámara elegido es un travelling (qué maravilloso que también sea equivalente a “viajar”, en inglés). La cámara se desliza sobre vías que atenúan la desprolijidad del movimiento. La cámara se desliza hacia los costados, siguiendo el recorrido emprendido por Gary y Alana, acompañándolos, siendo testigo de su amor, de sus procesos, de lo que fueron, de lo que son y de lo que pueden llegar a ser. Como canta Zoe Gotusso en El Cuerpo: “Ya me estoy por transformar en eso que diste, en eso que hiciste, por eso es que fuiste mi amor fatal”.

 

(*) Licenciada en Artes. Columnista de Abramos la Boca (lunes a viernes de 16 a 18)

Tags: Licorice Pizza
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