Por Agustín Montenegro
Los presidentes y las presidentas escriben o cosechan libros. Digo cosechan… como sabemos, el acto de escribir lleva tiempo, y los mandatarios máximos (en funciones o no) no lo tienen. Escribir en un estilo narrativo requiere una técnica que bien pueden tener los que se dedican a la política, pero no deben tenerla para desarrollar su actividad.
Tengo la sensación de que los políticos escriben dos tipos de libros: memorias y autobiografías (siendo estos dos géneros muy distintos entre sí) o libros teóricos de estrategia, táctica y concepción filosófica o moral sobre la realidad. Políticamente incorrecto, Sinceramente se incluyen en la primera categoría. En la segunda pueden incluirse los trabajos de Juan Domingo Perón, Fidel Castro o Hugo Chávez. Por supuesto, me circunscribo un poco a la época presente: León Trotsky, por ejemplo, ha escrito agudos ensayos sobre literatura y arte, dando la discusión con los teóricos del arte de la Revolución. El Che Guevara, sin ir más lejos, ha escrito bellísimos pasajes en sus diarios y ha dejado también algunos poemas. Habría algunas diferencias, a priori, entre los libros que escriben los mandatarios y los que escriben los revolucionarios. Como siempre, toda generalidad tiene sus excepciones. Si bien puede haber material literario escrito por políticos, pretendo hacer énfasis en la dificultad de que una mujer o un hombre que dedica su vida a la política pueda intervenir en otro campo (con otras reglas, específicas) que requeriría otra vida para insertarse y posicionarse en él. Más todavía si esa carrera política llega a la presidencia.
Juan Bosch, nacido en la ciudad de la Vega, en República Dominicana, en el año 1909, es la excepción a esta regla rápidamente bosquejada, ya que fue sucesivamente cuentista, teórico del cuento, revolucionario y presidente.
Se trata de un caso extraordinario: Bosch puede contar enormes hitos en ámbitos tan (a primera vista) distintos como lo son la creación de un partido de corte socialdemócrata con tintes revolucionarios (el Partido Revolucionario Dominicano, muy distinto al PRD actual) y la escritura de un cuento perfecto, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, publicado en 1947. Dos años después, en el 49, Bosch fue parte de la expedición armada de Cayo Confite, en la cual participaron cientos de ciudadanos cubanos y centroamericanos con intención de derrocar la dictadura de Trujillo. Entre ellos se encontraba, por ejemplo, el joven Fidel Castro. En esa embarcación nocturna, unx no puede dejar de preguntarse si habrán hablado, aunque sea un poco, de literatura.
En el año de la Revolución Cubana, Bosch le advirtió a Trujillo que su papel político, en términos históricos, había concluido en la República Dominicana, y que de no dar por terminada su tiranía, “el próximo aniversario de la República será caótico y sangriento; y de ser así, el caos y la sangre llegarán más allá del umbral de su propia casa…”’.
El 27 de febrero de 1963 se convirtió en el primer presidente democrático dominicano en 40 años, con el 60% de los votos. Buscaba introducir reivindicaciones democráticas en la república, y su mandato duró poco, hasta septiembre de ese año, cuando fue derrocado por un golpe militar. Un poco más tarde vendría la Guerra Civil.
Meses después de ese derrocamiento, la revista La rosa blindada (hoy disponible gracias al archivo del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas) publicaba en su segundo número el texto “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”: su autor es Juan Bosch. No pocos escritores han teorizado acerca de este sutil ejercicio, siempre en equilibrio entre la proeza técnica y la maestría temática. Edgar Allan Poe, Julio Cortázar, Ricardo Piglia, Horacio Quiroga, Ernest Hemingway, Guy de Maupassant y Jorge Luis Borges pueden encontrarse entre ellos. Hay decálogos, hay “reglas”, hay recomendaciones. El cuento debe ser el género con más “consejos” después de las recetas de cocina.
Las teorías del cuento hacen de la capacidad de dominar la técnica una cuestión fundamental. Una novela puede extenderse durante cientos (o miles, por qué no) de páginas. Un poema, también, así como no obstante puede durar lo que un suspiro. Pero un cuento es un dispositivo extremadamente condensado, y por lo tanto la elección de cada palabra, de cada función, de cada clima, debe ser una decisión cabal que el o la cuentista debe considerar con todo su sentido artístico. Debe mantener la tensión, debe tener un tema adecuado y personajes en un momento de intensidad en el transcurso de sus vidas que hagan que ese instante de narración mantenga la atención y/o la identificación, esa cercanía lejana que el lector entabla con el cuento. Debe haber una superposición de tramas, y los personajes deben estar atados a los designios del autor. Todo apunta al control total del autor o la autora sobre su obra: como si el o la cuentista fueran algo así como un relojero artesanal, orfebres que siempre cabalgan entre la estética y el efecto, entre la utilidad y la belleza.
En la teoría de Bosch, a la pericia técnica, que privilegia la sintetización y la justeza, y a la coherencia temática, que establece que no cualquier tema sirve para escribir un cuento, se agregan dos dimensiones que vale la pena tener en cuenta, porque son de corte netamente latinoamericano: en ese refilón en donde, por lo general, la literatura se encuentra con la política, y la revolución con la poesía.
La primera hace referencia a la responsabilidad. Dice Bosch,
“El cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas”.
El ensayo fue escrito en 1960 en Venezuela: dado el contexto en Latinoamérica podemos entender que la palabra “responsabilidad” toma un cariz distinto, lo cual puede indicar que Bosch propone una reflexión, en sentido político, sobre aquellos elementos que se ponen en tensión en el cuento.
Más adelante, dice:
“El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad”
Es una declaración tan interesante como polémica. La segunda característica viene por el claro innatismo (¿se nace con vocación, acaso? ¿Será una licencia poética?), mientras que el interés lo encuentro notoriamente en la idea de la obligación. Es evidente que estamos ante la teoría de un revolucionario o, cuanto menos, un militante de la izquierda: responsabilidad sobre las ideas y obligación para con la sociedad son los engranajes de la relación entre el artista y lo social. Esto no es una invención mía: un par de páginas más adelante, La rosa blindada hace una divertida pregunta a algunos autores: “¿El arte debe estar al servicio del problema social?”. No menos divertido, un Jorge Luis Borges ya encumbrado responde: “Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana”. Su propuesta final, igualmente, no deja de sorprender, porque (como siempre) su productividad va más allá de su propio humor, tan afecto al desprecio.
“La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, cuento de Bosch del año 1947 muestra que, como buen político latinoamericano, la práctica va hacia el programa y viene de él, siendo probablemente la primera el sustrato del segundo. El primer párrafo dice así:
“Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.”
En negrita ustedes podrán distinguir la pericia de un cuentista: Encarnación Mendoza se escapó de la cárcel, la noche se acaba y, por lo tanto, debe esconderse, ya comienza el 24 de diciembre y, sobre todo, ha cometido un error. Toda la tensión en un primer párrafo.
El tema y la tensión también aparecen en “El indio Manuel Sicurí”:
“Manuel Sicurí, indio aimará, era de corazón ingenuo como un niño; y de no haber sido así no se habrían dado los hechos que le llevaron a la cárcel en La Paz. Pero además Manuel Sicuri podía seguir las huellas de un hombre hasta en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche hubo luna llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de esos hechos.”
Tres características (aimará, ingeno y habilidoso), un marco temporal determinado (“esa noche”) y un elemento de tensión: ¿por qué está en la cárcel?
En el inicio de “La mujer”, finalmente, se sugiere el final. Y sus elementos son mínimos: cuatro personajes, una carretera, y una casa. El paisaje es el desierto calcinante de algún paraje caribeño.
Hubo una época en la que el cuento era motivo de desarrollos innovadores y de lectura enormemente popular. Hoy en día no ocurre ni una cosa ni la otra, por lo tanto, habrá que ver cómo se desarrolla como técnica. Pero vale la pena rescatar los cuentos de Juan Bosch y sus apuntes sobre este difícil arte, ya que pueden fomentar, incluso, la propia escritura o revisión de escritos a la luz de sus consejos.
Curiosamente, también en otra época revolución, política y arte iban muy juntas o, por lo menos, podían concebir otro tipo de relación. La muestra es Juan Bosch, que fue cuentista, revolucionario democrático y también, por algunos breves meses, presidente.
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