Por Carlos Aira (*)
Nació un día como hoy. Regalo de reyes. 5 de enero de 1909. Pasaron ciento diez años. Mataderos no era un barrio porteño. Era, tal vez, el último límite de la patria gaucha. Veredas empedradas, pulperías y palenques para los caballos. Eso era Mataderos. Allí nació. En una casita pobre de la calle Guaminí, casi San Pedro. Hijo de ésta tierra, del criollo Enrique Suárez y la tana Luisa Sbárbaro. Tuvo 24 hermanos, producto de los dos matrimonios del padre. Sus puños lo convirtieron en el primer ídolo popular del deporte argentino. Entre 1928 y 1932, fue una celebridad. Ganó una fortuna. Murió sólo, pobre y tuberculoso. No tenía treinta años. Fue Justo Antonio Suárez, el Torito de Mataderos.
Creció con el uniforme de los pibes pobres de la orilla: alpargatas, gorra y pañuelo al cuello. Unos grados en la escuela de la Curva, Alberdi 6131. Comenzó a laburar siendo pibe. Fue mucanguero. Levantaba la grasa que fluía por las alcantarillas del Mercado de Hacienda a diez guitas el tacho. Con los años fue canillita y lustrabotas. Llegada la adolescencia, levantó reses para el frigorífico Barreta y Mazzoni. ¿Que otro futuro podía tener un muchacho pobre de Mataderos? Ninguno, o casi ninguno.
Pero apareció el boxeo. Tiempos de actividad prohibida. A comienzos de los veinte, Luis Ángel Firpo embarcó hacia Estados Unidos con una premisa: ser empresario de su propia carrera. El boxeo era cosa de pitucos, de gente bien, pero en las barriadas surgían los mejores. El pibe Suárez tiraba piñas en un ring de Mataderos. Lo vieron. Tenía catorce años pero la potencia de un muchacho de veinte. Lo llevaron a un centro que seguro desconocía. En un salón de la confitería L´Aiglon, sobre calle Florida, había un ring clandestino. Allí probaron al pibe. No se equivocaron: era cosa seria.
El combate Jack Dempsey-Luis Firpo legalizó el boxeo en Buenos Aires. Septiembre de 1923. Debutó como amateur al año siguiente, en el Club Argentino de Flores. Con 15 años, Justo Suárez se consagró campeón novicio categoría Mosca. Los siguientes cuatro estuvieron plagados de éxitos y triunfos como amateur: Campeón Argentino y Sudamericano, peso Pluma. Cuarenta y ocho peleas sin derrotas. Hacia 1928 estaba listo para pegar el salto profesional.
A su lado, un conductor fundamental. Diego Franco era tan obeso como sapiente. El Gordo le inculcó conocimientos boxisticos a un notable fajador. Cinceló su carrera en una época donde no se podían dar pasos en falso. Justo Suárez debutó como profesional el 19 de mayo de 1928. Enfrentó al peruano Ramón Moya en el Parque Romano de Retiro. Nocaut en el segundo round. En los días posteriores, su contrincante le dejó a Justo una marca indeleble a base de tinta china en su antebrazo izquierdo. Una cruz que lo acompañó hasta el final de sus días.
Luego de dejar fuera de combate a Moya, pasaron Pietro Bianchi, Julián Mallona y otro tano, Fernando Marfurt. Todos triunfos. Venía su primer gran combate. 5 de enero de 1929. La noche que cumplió veinte años. En el Parque Romano, victoria por puntos ante Luigi Marfurt. ¿Surgía un fenómeno? Franco le puso otro tano delante. Enrico Venturi cayó bajo la potencia de los puños del pibe de Mataderos: “El popular peso liviano argentino Justo Antonio Suárez qué, como amateur y profesional se mantiene invicto, se ha convertido, al vencer al italiano Enrico Venturi, en una revelación impresionante”, publicó El Gráfico.
El Parque Romano quedaba chico. El nuevo escenario de sus combates era la cancha de River Plate, ubicada en Alvear – actual Libertador – y Tagle. Corazón de la Recoleta. La pelea ante el español Luis Rayo atrajo a más de cuarenta mil personas. Una multitud que el fútbol sólo atraía en partidos muy especiales. Todo Mataderos se hizo presente. Lo hicieron con sus caballos, gritos, ropas ajadas, bocinas, matracas y bengalas. Otro triunfo del pibe: “Justo Suárez, acaba de vencer haciendo derroche de energías a Luis Rayo, el maravilloso boxeador que arrebató a Lucien Vinez el campeonato europeo de los livianos”, publicó un matutino.
1929 fue el año de Justo Suárez. Cinco veces tapa de El Gráfico. Al Tano Venturi lo peleó bajo una cortina de agua infernal que obligó la suspensión de la pelea. Fue tanta la expectativa por ese combate, que por primera vez se vendieron derechos de transmisión radial para un evento deportivo en Argentina. El combate se reprogramó para el 25 de mayo. Otro nocaut. Nacía el ídolo. El pibe de Mataderos tenía todo: pegada, balance perfecto que le permitía retroceder golpeando, buena figura, coraje desmedido y una sonrisa perfecta. Ya era El Torito de Mataderos. En aquel año, Justo había empacado una fortuna: medio millón de pesos.
Pero no sólo hay piñas en esta historia. También amor. En la redacción de un diario se enamoró perdidamente de una telefonista. Se llamaba Pilar Bravo. Era bellísima. Bucles castaños que hacían juego con un par de inmensos faroles verdes. Noviaron un tiempo en silencio, pero en 1930 la noticia fue tapa de todos los diarios: se casa Justo Suárez. El ídolo dejó Mataderos y los paseos en las calles del barrio con su Ford Voiturette roja; armó su nuevo hogar en Lanús, donde vivía su esposa.
Pero no sólo había dejado el bando de los solteros. En aquellos primeros días de 1930, Suárez tomó una decisión que muchos entienden fue determinante en su historia: dejó al Gordo Franco. Los promotores de boxeo más importantes eran José Lectoure e Ismael Pace. Ambos estaban enfrascados en la construcción de un estadio de boxeo que no tuviera nada que envidiar al Madison de Nueva York: el Luna Park. Le prometieron al Torito pelear por el título del mundo de los Livianos. Suarez aceptó la propuesta. Su suerte estaba echada.
Bajo la batuta de Lectoure, Suárez debutó ante Hilario Martínez. Otro nocaut. Luego pasó el yankee Babe Herman. La cátedra esperó con ansias el encuentro suñado. Enfrente estaba un muchacho platense, estudiante de Farmacia, llamado Julio Mocoroa. Le decía Bulldog. Lleno total en River. El Torito ganó el combate y el título argentino vacante.
Pero el plan de Lectoure era llevarlo a los Estados Unidos. Que ganara allá, en la meca, para que la pelea ante el campeón Al Singer fuera inevitable. Lectuore-Pace puso a Enrique Sobral como nuevo entrenador. Sobral era un busca que los años lo llevaron hacia la dirección técnica de fútbol. Tanto que fue entrenador de Boca entre 1938 y 1940. Sobral cambió la forma de trabajo del Torito: menos plasticidad, más masa muscular. Entrenamiento duro y forzado.
Debutó en los Estados Unidos el 17 de julio de 1930. Su rival fue Joe Glick. La expectativa fue tan grande que Crítica llenó de megáfonos Avenida de Mayo para qué, via telefónica, miles de argentinos pudieran escuchar el relato del combate. El Torito ganó por puntos luego de tirar dos veces al gringo. Finalizado el combate, el ídolo saludó a las veinte mil personas presentes en el centro proteño. Veinte mil sombreros se arrojaron por los aires.
En julio de 1930, en el pináculo de su fama, la Orquesta de Francisco Lomuto presentó el tango Muñeco al suelo dedicado al Torito. Charlo le puso voz a la letra, escrita por Venancio Clauso, que dice:
¡Justo Suárez, solo!
¡Torito viejo lindo!
Sacalo como vos sabés
no le des tiempo, fajalo.
¡Torito viejo lindo!
Ya está listo, cruzalo,
cruzalo que lo tenés.
De Mataderos al centro,
del centro a Nueva York,
seguís volteando muñecos
con tu coraje feroz.
Cuando te pongan al frente
del mismo campeón del mundo
ponete esa papa en la olla
concinátela a la criolla
y por cable la fletás.
La primera campaña del Torito por la Unión fue muy buena: cinco combates, cinco victorias. 1931 comenzó con el estadio de River colmado. Enfrente estaba el chileno Estanislao Loayza, el Tigre de Iquique. Un pegador fenomenal. Era tan grande el embrujo generado por Justo Suárez que al combate asistieron el presidente de facto, José Félix Uriburu, junto al Principe de Gales, de visita oficial en nuestro país.
Lo que pocos saben fue lo sucedido en la mañana de aquel combate. Justo amaneció con un forúnculo en un testículo. Imposible pelear. Si la pelea no se hacía, no sólo perdía la bolsa, sino también el título sudamericano. El Torito pidió a Lectuore un doctor urgente que le extirpara el grano. No importaba el dolor. Ese dolor fue indisimulable para Suárez. El chileno lo golpeó abajo todas las veces que pudo, pero a pesar de la diferencia de altura y distancia – Justo Suárez medía 1,66 – , el Torito lo puso fuera de combate en el tercer round.
¿Que más podía hacer el Torito en Argentina? La revancha con Mocoroa no se pudo realizar por la desgraciada muerte del púgil platense: se mató en la ruta hacia Buenos Aires cuando iba a firmar el contrato de la revancha. Era momento de viajar nuevamente hacia el norte. Pero esta vez nada será color de rosa. Algunos arriesgan que en aquellos días de 1931, Suárez mostró los primeros síntomas de la enfermedad que lo carcomerá por años. Otros, que su amor por Pilar Bravo se había transformado en obsesión.
El Torito viajó hacia Estados Unidos junto con Lectoure, Enrique Sobral, su mujer y suegra. El 25 de junio de 1931 fue el comienzo del fin. Enfrentó en el Madison Square Garden de Nueva York a Billy Petrolle. Conocido como Fargo Express, era un púgil durísimo. Probador de todos los aspirantes al título liviano. Fargo tiró al Torito en el primer asalto. Justo se levantó y siguió en pelea hasta que fue noqueado en el noveno. Por primera vez desde que se subió al desvencijado ring de Mataderos, Justo Suárez se bajaba derrotado.
Con los años, Enrique Sobral recordó aquel viaje. Su visión, ya veremos, será parcial: “Conociendo su temperamento y sus reacciones, resolvimos separarnos en Nueva York: él alquiló un departamento para vivir con su esposa y con su suegra. Lectoure y yo alquilamos otro, muy cerca: en la 74 y Broadway. Pero faltando 20 días le sugerimos a Suárez concentrarnos. Después de muchas discusiones lo aceptó y por primera vez se separó de su mujer. Nosotros estábamos en el Orange Bur de Nueva Jersey, un campo donde también se entrenaba Billy Petrolle. Pensamos que esto sería una solución; pero fue al revés. Por las noches Justo se despertaba y llamaba a su esposa. Se sentaba en la cama y ya no dormía. Hacía mil llamados telefónicos al departamento de Nueva York y hasta le escribía cartas. En una palabra: vivía atormentado por la separación y su mente estaba más en su esposa que en la pelea. Yo le recordaba siempre a Lectoure que antes Suárez hablaba de la pelea, del rival y de cómo haría para vencerlo. Ahora, Justo sólo nos hablaba de su esposa, nada más que de su esposa, sin importarle nada Petrolle, Singer, ni el campeonato mundial”.
El Luna Park fue una realidad en febrero de 1932. El templo del boxeo argentino. La dupla Lectuore-Pace tenían su propio estadio para ser los reyes de la actividad. Era lógico que la primera gran pelea la protagonizara el hombre, que a base de sus recaudaciones, había sido fundamental para conseguir el medio millón de pesos que insumió la construcción del estadio.
La noche del sábado 12 de marzo de 1932 fue una de las más tristes que recuerde el deporte argentino. Suárez enfrentaba a Víctor Peralta. El Luna Park se llenó para verlo a él. A Justo Suárez. El Torito de Mataderos. Pero ya no era él. Su cabeza estaba en otro lugar. En sus relaciones tormentosas. Con su mujer y también con su madre. Esta última fue la comidilla de los diarios. En Noticias Gráficas, doña Luisa decía que su hijo la había dejado en la miseria. En Crítica, el Torito decía que no era así. En días previos al combate, Suárez y su madre zanjaron el diferendo, juez mediante.
Al Torito le costó horrores dar el peso. Ya no era la máquina entrenada. Peralta, medallista en Amsterdam 1928, era un estilista. No tenía la potencia de Suárez, pero su boxeo era de alta escuela. Aquella noche, Peralta enmudeció al Luna Park. Noqueó a Suárez en el décimo asalto. El Torito cayó en su rincón. Cuando el Jaguar – como se lo conocía a Peralta – alzó los brazos, primero hubo un silencio atroz. Luego, una cálida ovación de reconocimiento. Pero en verdad, todo el mundo estaba llorando.
La vida de Justo Antonio Suárez cayó en un tobogán. No podía combatir más. La enfermedad estaba declarada: padecía tuberculosis, incurable en aquellos días. Sus días de pobreza y hacinamiento le estaban pasando factura. En 1933 nació su único hijo, Enrique Justo Suárez. Pero al año siguiente, Pilar Bravo y su hijo buscarán otra vida radicándose en París.
Lo que sucedió luego es parte del misterio. Un secreto que la familia Suárez debe tener guardado bajo siete llaves. Para muchos, José Pepe Lectoure se quedó con el dinero del Torito. Esa impresión fue generalizada en el sentir popular. El Torito enfermo y en la ruina. Una cruz sobre la familia Lectuore. Tan así que en 1976 cuando Tito Lectuore – sobrino de Pepe y heredero del Luna Park – rompió con Carlos Monzón, llamó a conferencia de prensa. En la misma dio cuenta de todos los movimientos económicos que había realizado a favor del santafesino. El fantasma de Justo Suárez estaba en la memoria de Tito.
Algunos arriesgan que Pilar se llevó gran parte del dinero para comenzar una vida desahogada junto a su hijo en Francia. Volvieron al país un cuarto de siglo más tarde, a fines de los años cincuenta. Enrique Suárez comenzó a trabajar en una concesionaria de autos de lujo propiedad de Luis Angel Firpo, quién tenía gran estima por el padre (de la misma forma que detestaba a Sobral). Suárez hijo, con los años, será hombre de fortuna, dueño de una gran agencia justo enfrente del estadio Monumental de Núñez.
En 1935, lejos de Lectoure, el Torito subió nuevamente a un ring. Fue tristísimo. No tenía aire en el fuelle ni fuerza en los músculos. El árbitro paró la pelea en el décimo round. Juan Bautista Pathenay no quería golpear a su ídolo; Suárez no tenía con qué golpearlo. Sus últimos días fueron en Cosquín. El aire serrano podía hacer la vida más agradable a quienes padecían tuberculosis. Finalmente, el corazón del Torito dijo basta el 10 de agosto de 1938. Tenía 29 años.
Su entierro fue multitudinario. El féretro llegó en tren hasta la estación Lacroze. De allí, la muchachada lo llevó a pulso hasta el Luna Park. Lectuore, a su pesar, se vio obligado a abrir el recinto para velarlo. Félix Frascara, Frascarita, escribió en El Gráfico: “Peleaba como un valiente, era todo corazón, reía como un niño grande… No supo de artimañas en el ring; no supo de maldades en la vida. Fué siempre bueno: en la humildad, en la opulencia, en la desgracia. Bueno cuando aún no era nada, cuando lo era todo y cuando volvió a ser nada. Sonrió siempre, al camarada y al enemigo. Padeció de una bondad incurable. El destino jugó con él, lo manejó a su antojo, pero él fué incapaz de pelear contra el destino.
Hoy, Justo Suárez es Mataderos. Un símbolo inmenso. En una calle que atraviesa el barrio, el busto ubicado en la esquina de Alberdi y Directorio. Justo Suárez es Héctor Oesterheld y su Indio Suárez. Es Julio Cortázar y Torito. Es la hinchada de Nueva Chicago.
Pero, ¿Por qué generó tanta idolatría? En Héroes de Tiento me animé a escribir: “Porque en un país semicolonial, en el cual la superestructura cultural nos impuso una lógica europea y universalista, el Torito de Mataderos levantó las virtudes del ser nacional. Evidenció la dicotomía social del país granero del mundo; donde los ricos tenían mucho y los pobres eran muy pobres. Si no, ¿Por qué los mas pudientes le daban la espalda a la multitud que concurría a ver las peleas de Suárez?”
(*) Conductor de Abrí la Cancha / Colectivo de Dirección de Radio Gráfica.
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