Desde el “paraíso perdido” que añoran los liberales, pasando por el “infierno populista” hasta el borde del abismo…
Por Horacio Chitarroni
La Argentina mítica: el país granero del mundo
Es un lugar común en los editoriales y notas del diario La Nación el panegírico de la fase de desarrollo agroexportador, una suerte de etapa fundacional de la Argentina, que la situara al tope del desarrollo mundial. Una especie de paraíso perdido, del que el país fue expulsado por incurrir en el pecado populista.
El modelo agroexportador se desarrolló entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. Ese desarrollo, que significó especialmente en los primeros años del siglo XX, un crecimiento muy rápido de la economía argentina, tuvo lugar en un contexto difícilmente repetible. Establecido por los muy bajos costos de la producción de alimentos en Argentina, determinados por factores naturales y demográficos, relacionados con el suelo y el clima (la renta diferencial de la tierra), la posibilidad de extender la frontera agropecuaria (la Campaña al Desierto –que no era tal– y el exterminio de las poblaciones originarias lo hacía posible) y los altos saldos exportables favorecidos por una población escasa.
Ello tenía su contracara en el desarrollo industrial en Europa con centro en Inglaterra, donde se concentraban las clases trabajadoras urbanas con crecientes demandas de alimentos, que una semicolonia externa (el “granero del mundo” como se decía a la Argentina) estaba en condiciones de proporcionar a bajos precios, que posibilitaran menores costos de reproducción de la fuerza de trabajo en la metrópoli.
El paralelo desarrollo de tecnologías como el ferrocarril, la navegación de vapor y las técnicas de enfriado y congelado contribuyó decisivamente a la consolidación del modelo.
La escasa población y el rápido crecimiento explican que los sueldos locales fueran relativamente altos en esos primeros años, capaces de atraer migrantes europeos provenientes de situaciones inversas.
La concentración de población y la prosperidad del modelo de desarrollo agroexportador, basada en las excepcionales condiciones naturales de Argentina, posibilitaría también la expansión de la actividad en los servicios y el desarrollo temprano de algunas industrias encaminadas a abastecer el consumo local en aquellos rubros en que no lo hacían las manufacturas importadas.
Sin embargo, estas condiciones iniciales no eran eternas sino efímeras y víctimas de su propia dinámica. A poco, la misma presión demográfica haría que los sueldos dejaran de crecer, al abundar la mano de obra. Asimismo, la economía argentina, abierta al mercado mundial y dependiente de los ingresos de sus exportaciones, se mostraría reiteradamente vulnerable a los avatares internacionales, con una temprana tendencia al endeudamiento y a las crisis de pagos externos, que se manifestaron por ejemplo en 1873 y 1890.
Estas crisis imponían grandes sacrificios y significaban el abandono de la convertibilidad y la devaluación de la moneda. Cuando se contraían los ingresos provenientes de las exportaciones, también disminuía el flujo de inversiones externas y toda la economía se achicaba. Se reducían los medios de pago, se contraía el nivel de ingresos y de ocupación de los sectores destinados a abastecer el mercado interno.
Cuando las crisis externas restringían el ingreso de divisas, entonces se contraían los recursos locales, escaseaba el circulante, se abandonaba la convertibilidad –vigente solo intermitentemente en esos años– y se devaluaba la moneda local. Los salarios se contraían y su poder de compra disminuía fuertemente, por lo que la desigualdad se incrementaba.
La oligarquía opulenta de los palacios y la miseria en el Centenario con estado de sitio
Argentina dilapidó una oportunidad histórica. La oligarquía –que cobraba sus exportaciones en divisas– destinaba sus ganancias a construir palacios y cultivar un estilo de vida propio de las noblezas que, en el viejo mundo, ya no existían…
La prosperidad del modelo –y la mezquindad de los sectores dominantes– ocluyó la visión de su debilidad y la necesidad de diversificar la economía y distribuir los frutos de esa prosperidad.
Por esos años ya existía una intensa actividad sindical, en especial en los servicios. Gran parte de sus protagonistas eran extranjeros –socialistas, anarquistas– que habían traído consigo sus experiencias e ideologías políticas. Y que serían vistos como una ingente amenaza por una derecha nacionalista y xenófoba, cuya presencia crecía. Eran frecuentes las huelgas, invariablemente respondidas con represión policial, parapolicial y militar, como lo mostraron la semana trágica de 1919 y los fusilamientos de la Patagonia en 1920, en ambos casos ya bajo el gobierno radical de Yrigoyen.
Ya antes, en los opulentos fastos del Centenario, en 1910, el gobierno de Figueroa Alcorta había reprimido duramente las protestas obreras y acabó estableciendo el estado de sitio.

La crisis del 30 y el final de una utopía
El modelo agroexportador encontró restricciones a su continuidad ya en los primeros años del siglo XX, debido al límite en la expansión de la frontera agropecuaria, que significaría un incremento de los costos al extenderse los cultivos a zonas menos favorecidas en términos de dotación de recursos naturales y a la contracción del comercio internacional en la primera guerra mundial, que forzaría a acelerar la industrialización incipiente.
En una economía muy vulnerable a los factores externos, la crisis mundial de 1929 se manifestó fuertemente en Argentina entre 1930 y 1932. Hasta 1943 el país no recuperó el ingreso per cápita del nivel anterior a ese evento.
Incluso una fracción de la clase dominante lo advirtió tempranamente ya entrados los 30, durante el gobierno fraudulento de Agustín P. Justo. Allí tuvieron inicio, impulsadas por la misma oligarquía, algunas iniciativas de regulación estatal de la economía, tales como las juntas de granos y carnes.

La irrupción del peronismo, los derechos de los trabajadores y el “hecho maldito del país burgués”
Las condiciones que habían posibilitado la prosperidad del modelo agroexportador estaban agotadas. La población argentina había crecido, planteaba nuevas demandas en el plano político y económico y ser la “granja del mundo” no era ya viable.
Además, en términos internacionales, la vulnerabilidad de una economía abierta y enteramente dependiente de los flujos financieros y comerciales externos generaba una muy alta exposición sin posibilidad de políticas contracícllicas.
El país, por otra parte, ya no era el mismo. La industrialización en ciernes y las migraciones internas, habían generado un nuevo protagonismo social carente de expresión política. Las clases trabajadores se habían renovado por ese aporte, ya no eran de origen prevalentemente extranjero ni se desempeñaban en los servicios. Había un nuevo proletariado industrial proveniente de las provincias del nordeste, noroeste y cuyo, principalmente, que venía a nutrir el entramado social.
El golpe militar que puso fin al gobierno fraudulento del presidente Castillo (que había asumido el gobierno a la muerte de Roberto Ortiz) entronizó al coronel Perón como vicepresidente, ministro de guerra y secretario de trabajo, quien inició una serie de profundas reformas sociales y económicas y dio un impulso decisivo a la industrialización. El gobierno peronista (ya electo Perón en 1946 como presidente) financió el desarrollo de la actividad manufacturera y la alianza entre la burguesía industrial que producía para el mercado interno y la clase trabajadora a través de la captura de una parte del excedente económico generado por el sector agropecuario. En rigor, se trababa de emplear una porción de la renta diferencial para mejorar el nivel de vida de los trabajadores y diversificar la matriz productiva. Nuevos sindicatos, principalmente de ramas industriales, surgieron para densificar el tejido organizativo del movimiento obrero.
El Estado tuvo un rol protagónico, liderando actividades productivas y gestionando los principales servicios públicos. El empleo, el consumo y la producción crecían en simultáneo, alimentando un círculo virtuoso.
El tejido sindical se consolidó de un modo decisivo, con las nuevas organizaciones, con el surgimiento y protagonismo de las comisiones internas en los lugares de trabajo y con el instrumento de la negociación colectiva de salarios y condiciones de trabajo.
Hay que destacar que la Argentina no se incorporó, durante el peronismo, a los organismos económicos internacionales creados en la postguerra, tales como el FMI, que hubieran limitado la autonomía de sus decisiones.
Pero el desarrollo de la sustitución de importaciones en los bienes de consumo final e intermedio creaba una creciente necesidad de abastecimiento externo de insumos, bienes de capital y energía que el país no producía. La industria –que no exportaba– demandaba importaciones que debían financiarse, cada vez con mayor dificultad, con las exportaciones primarias.
Hacia adelante, el peronismo trató de afrontar más profundamente estos nuevos desafíos a través del segundo plan quinquenal, que ponía el énfasis en el desarrollo de los sectores básicos: energía e industria pesada. No hubo tiempo, porque el golpe cívico militar de 1955 puso fin al segundo gobierno de Perón.
Sin embargo, estas nuevas tensiones ponían de manifiesto un temprano dilema para el peronismo, entre la acumulación requerida para sostener el crecimiento y la diversificación de la economía y la distribución demandada por los trabajadores y sus organizaciones, que constituían su basamento social.

Será barrendero…
El peronismo inauguró una era de derechos para el colectivo de los trabajadores comparables a los que lograron las socialdemocracias europeas en la posguerra. Y estableció un grado de igualdad distributiva sin parangón en la región. Ese pecado, el de empoderar a los trabajadores y disputar una parte de las ganancias a las clases propietarias, no sería perdonado por sus miembros. Tampoco por una parte de las clases medias, que se sentían culturalmente heridas al percibir la aproximación social de los trabajadores.
Por eso, cuando la revolución libertadora interrumpió aquel ciclo –curiosamente en nombre de la libertad– lo hizo con un profundo afán de revancha. Que se tradujo en una frase emblemática que pronunció el Contraalmirante Arturo Rial, quien ante dirigentes del gremio municipal expreso: “Sepan ustedes que esta gloriosa revolución se hizo para que, en este bendito país, el hijo del barrendero muera barrendero.”
Pero la sólida estructura del movimiento obrero y la sociedad argentina modelada en los años peronistas resistió todos los embates. El peronismo había instalado, desde la óptica de los sectores dominantes, la “maldición igualitaria”, como un valor asumido por la sociedad.
La estructura productiva de esos años presentaba ya dos rasgos que la ponían en tensión: la puja por el ingreso y las dificultades del sector externo cada vez que el aumento del consumo y el crecimiento de la economía demandaban más importaciones.
Estas condiciones se tornaron más críticas cuando –durante el gobierno desarrollista de Frondizi primero y luego con la llamada Revolución Argentina, bajo Onganía– las empresas extranjeras cobraron un fuerte liderazgo en las ramas más dinámicas de la industria, generando un mayor desbalance externo a través del aumento de importaciones y del giro de sus utilidades a sus casas matrices.
Cuando el peronismo accedió por tercera vez al gobierno, a comienzos de los años setenta del siglo pasado, existía conciencia de esas restricciones y su proyecto económico contemplaba la necesidad de diversificar el perfil productivo y exportador –con un fuerte impulso a la industria de capital nacional– como requisitos para poder avanzar en la redistribución del ingreso y la expansión y diversificación productiva. La muerte de Perón y la confrontación política interna, junto con una adversa situación internacional (la crisis del petróleo) conspiraron contra esos objetivos.
La dictadura militar: partirle el espinazo al sindicalismo y recuperar el pasado
Cuando en 1976 irrumpió la dictadura militar que cortó el tercer ciclo peronista, el propósito explícito –así lo diría Juan Alemann, que fue secretario de Hacienda del ministro José Alfredo Martínez de Hoz– era romper el espinazo al movimiento sindical. Sin lo cual, no habría solución para la Argentina. Por algo se mutiló la ley de contrato de trabajo y se abrió la economía a la competencia externa, para eliminar las industrias “ineficientes”.
El plan económico que aplicaría la dictadura estaba ya elaborado y previsto desde tiempo atrás y hasta se creó un nuevo agrupamiento empresario (APEGE) que lanzó una huelga empresaria como “señal” para el golpe militar.
Se deprimieron fuertemente las remuneraciones de los trabajadores. También se dictó una ley de entidades financieras que todavía está vigente. Allí comenzó la “dolarización”, comenzó a fisurarse el tejido social y la deuda externa se multiplicó por cinco.
Había que retornar al pasado pre peronista, cuando la oligarquía imponía su modelo de país: en las formulaciones del gobierno dictatorial, era preciso emular a la Generación del Ochenta.
En el mundo todo, tras los treinta años de la postguerra durante los cuales las organizaciones de los trabajadores se fortalecieron y se expandió el Estado de bienestar, la revancha patronal aprovechaba el cese de la amenaza que significó el colapso de los socialismos reales. La globalización imponía una lógica única a la economía y los procesos productivos podían trasladarse allí donde los costos fueran más bajos, para disciplinar a los trabajadores y maximizar las ganancias empresarias.
Las democracias impotentes
En ese contexto se recuperó la democracia y el gobierno de Alfonsín –severamente condicionado por ese contexto local e internacional y por el endeudamiento externo, severamente agravado por el incremento de las tasas de interés– acabaría desertando de sus promesas iniciales y adoptando el camino de la ortodoxia económica, para finalizar sucumbiendo en medio de una severa crisis hiperinflacionaria impulsada por las penurias del sector externo y la interrupción del financiamiento de los organismos internacionales.
El menemismo, consumó, tras sus promesas de campaña, una impostura histórica basada en un ejercicio de “realismo” y reconocimiento temprano de que la democracia era presa de los poderes fácticos y no un medio de ejercer la voluntad mayoritaria. Era, en esencia, una democracia tutelada que no podía contravenir las lógicas del “pensamiento único” impuestas por el neoliberalismo.
Tras la anestesia inoculada por la hiperinflación, la sociedad se avino sin resistencia: a que un gobierno de matriz peronista impusiera, en los años noventa, la convertibilidad, logrando estabilidad al precio del remate del patrimonio nacional, el desempleo, la informalidad y la pérdida de derechos. Gran parte del movimiento obrero –no todo– también aceptó por bastante tiempo ese retroceso.
La apertura de la economía barrió con multitud de pequeñas y medianas empresas, el desempleo alcanzó cifras jamás conocidas y el tejido social y productivo se vio profundamente dañado en esos años. El endeudamiento externo también fue en aumento.
El breve gobierno de la Alianza, que sucedió al menemismo, significó la continuidad de ese rumbo cuando ya no quedaba patrimonio por enajenar ni capacidad de más endeudamiento, porque los organismos internacionales abandonaban a su suerte al país cuyos éxitos habían celebrado poco antes.
La reconstrucción del kirchnerismo
Cuando todo estalló por el aire en 2001, tuvo lugar un punto de inflexión. De la crisis de la convertibilidad –la más grave de la que la mayor parte de los argentinos vivos tenían memoria– emergió un liderazgo que resignificó el peronismo originario en un nuevo tiempo.
Ello se vio favorecido por una coyuntura propicia: el aumento de la demanda y de los precios de los alimentos, conjuntamente con una merma de las importaciones generada por la recesión de la etapa precedente, habían eliminado temporalmente las restricciones del sector externo. En tanto que la fuerte baja de los salarios y el empleo en los años previos, hacían posible recomponer los ingresos de los trabajadores sin demasiada resistencia patronal ni tensiones inflacionarias.
El empleo y los salarios podían crecer, incrementando la demanda e impulsando la expansión económica.
Se abrió así la etapa de reconstrucción del kirchnerismo: doce años de crecimiento económico sin precedentes (50% de aumento del PIB entre 2003 y 2015), fuerte descenso de la pobreza (más de 30 puntos) y caída del desempleo, recuperación y ampliación de derechos, incremento de la participación del salario en el ingreso, a más de la cancelación de la deuda con el FMI y la recuperación de empresas emblemáticas como YPF y Aerolíneas Argentinas, privatizadas en la gestión menemista.
Tal el saldo global de esos años. Que, sin embargo, no estuvieron exentos de dificultades: hubo de transitarse la segunda gran crisis mundial (2008/2009) y la ofensiva opositora desatada en 2008 por el conflicto con el campo, que rememoró los enconados rencores desatados por el primer peronismo. Aquello que entonces dio en llamarse “la grieta”, con profundas raíces en la historia reciente y no tan reciente…
Y hacia los años finales del período kirchnerista, reaparecieron las tensiones inflacionarias y las penurias del sector externo, como constatación de cuestiones no resueltas en la estructura productiva de Argentina.
Fundamentalmente, ligadas a la persistencia de la dependencia de las exportaciones primarias para obtener divisas, demandadas crecientemente por una industria deficitaria en términos de balance externo –concentrada y transnacionalizada en sus sectores más avanzados– y por una estructura de consumo más compleja. Con lo cual, los productores agrarios conservan una fuerte capacidad coactiva sobre el sistema económico y político.
La tarea de demolición del macrismo
Tras la estrecha derrota electoral del Frente para la Victoria en 2015, el gobierno de Macri encaró la tarea de rescatar el país de lo que consideraba setenta años de decadencia, lo que remontaba a 1945. Se trataba –una vez más– de recuperar el “esplendor perdido”.
Para hacer posible ese “retorno” los salarios retrocedieron alrededor de 20% en todo el gobierno de Cambiemos, en tanto que la participación de los mismos en el PIB se redujo en cinco puntos. La economía se achicó en tres de los cuatro años de gobierno. Lo cual, sumado a la reducción de tributos progresivos (como el impuesto al patrimonio) y de las retenciones a las exportaciones agropecuarias desfinanció al Estado y generó un resultado fiscal negativo.
Eso no eliminó las tensiones inflacionarias ni la penuria de divisas, porque las ganancias cuantiosas de las empresas se evadían del país tan rápido como se generaban. Los capitales externos ingresaban atraídos por las elevadas tasas de interés, pero las rentas obtenidas tornaban a dolarizarse, generando un flujo negativo, mediante la denominada “bicicleta financiera”.
En los finales de su gestión el nivel de endeudamiento alcanzado cerró el acceso al crédito externo y el gobierno de Macri debió apelar al Fondo Monetario Internacional, que –transgrediendo sus normativas y por imposición del gobierno norteamericano– concedió un crédito de magnitud inusitada para evitar el colapso político de la nueva experiencia neoliberal. El crédito concedido al gobierno de Cambiemos fue el mayor que el organismo internacional otorgara a país alguno en toda su historia.
Y poco de ese crédito quedó en el país, fortaleciendo las reservas. Pues la mayor parte se destinó a que muchos bancos recuperaran y remitieran al exterior los dólares que habían ingresado para incrementarlos a través de la “bicicleta financiera”.
Las limitaciones del Frente de Todos
La coalición política que logró conjugar al kirchnerismo con el peronismo no kirchnerista (Frente de Todos) y que se impuso en las elecciones de 2019, debió afrontar obstáculos de magnitud formidable.
La pandemia de Covid-19 –a través de las medidas de aislamiento adoptadas en 2020– produjo una contracción económica cercana al 10% del PIB. Y, en segundo lugar, la negociación de la deuda tomada por el macrismo con el FMI, imposible de afrontar, dio lugar a un nuevo préstamo, que permitiría cancelar a cada vencimiento las cuotas del anterior, pero sujeto al cumplimiento de muy severas metas referidas a gasto público, déficit fiscal y financiamiento del mismo. También en materia cambiaria y de acumulación de reservas.
Bajo estas severas restricciones, cuya evitación hubiera exigido la denuncia de ilegitimidad del crédito concedido al gobierno anterior, la gestión del FDT vio severamente limitados sus grados de libertad. A pesar de ello, la economía creció fuertemente en el año posterior a la pandemia, recuperando casi toda la caída y también lo hizo en 2022. El nivel de empleo se recuperó a través de este crecimiento, pero los ingresos de los trabajadores –ya muy degradados en el gobierno anterior– continuaron cayendo. Y ello se vio reflejado en la desfavorable evolución de la participación del salario en el ingreso.
Una vez más, el incremento de la actividad –y de las importaciones– generó dificultades en el sector externo, que se vieron luego severamente agravadas por una grave sequía que impacto negativamente en las exportaciones agropecuarias.
Un fuerte rebrote de la inflación, vinculado a las dificultades en el sector externo y al impacto de la guerra entre Rusia y Ucrania sobre los precios internacionales, pero a la vez a la intención de las empresas de incrementar su participación en el excedente a través del ajuste de los precios, se convirtió en el emergente más visible de la persistencia de las tensiones en la estructura productiva.
El protagonismo de las organizaciones sindicales, a través de la negociación paritaria, se mostró como un instrumento apto para la defensa de las remuneraciones laborales en el sector formal de la economía. Pero existe un amplio segmento (alrededor de 50% de la fuerza de trabajo) que no forma parte de este universo. Este sector, parcialmente organizado a través de los movimientos sociales, demanda de la acción del Estado a través de políticas públicas que los compromisos adoptados con el FMI obstaculizan.
El punto de llegada
Al borde del final de su mandato y de las elecciones generales, el gobierno peronista afronta desafíos inéditos en su historia, que demandan replanteos políticos de magnitud equivalente. La Argentina de hoy es muy diferente de aquella que, al promediar el siglo pasado, lo vio emerger.
La clase trabajadora del primer peronismo era en gran parte un colectivo homogéneo, con fuerte presencia de trabajadores manuales sindicalizados. Hoy, una parte mayoritaria de los trabajadores formales y sindicalizados se desempeñan en los servicios o en el comercio, en ámbitos laborales muy diferentes a los de los obreros de la industria, por ejemplo.
Y algunos de ellos incluso perciben ingresos relativamente altos, pagan con gran disgusto el impuesto a las ganancias y recelan de las transferencias del Estado a favor de los sectores más pobres. Inclusive muchos de los trabajadores de ingresos bajos tienen una opinión adversa de lo que se da en llamar “planes” pues piensan que se otorgan beneficios a quiénes no trabajan y no los merecen. Sectores populares que han mejorado su situación (mediante el empleo en blanco y el acceso a consumos que antes les estaban vedados) miran sin embargo con desconfianza a los pobres que reciben asistencia del Estado.
Gran parte de los trabajadores no pueden ser convocados a la defensa de sus derechos, porque hace tiempo que los han perdido o –peor aún– jamás los tuvieron.
Los gobiernos kirchneristas fueron capaces de elaborar propuestas abarcadoras de ese colectivo carente de derechos, como lo fueron la Asignación Universal por Hijo y las moratorias previsionales. En los últimos años esta capacidad innovadora se vio limitada por las restricciones económicas, pero también por la sistemática obstaculización de una oposición salvaje y por la capacidad de los poderes fácticos para bloquear las iniciativas mediante la judicialización de la política o las medidas extorsivas de los productores agropecuarios.
Otra oportunidad y una encrucijada
Argentina tendrá, desde el año próximo, otra oportunidad histórica de la mano del gas y el litio, que significarán un significativo desahogo externo y brindarán la posibilidad de modificar radicalmente la matriz productiva y distributiva.
No debemos ser otra vez –como en el “paraíso perdido” al que nos quieren retornar– los proveedores del mundo en beneficio de un conjunto de empresas ávidas, que ni siquiera construirán palacios aquí, como la vieja oligarquía. Solo un Estado presente y activo y un proyecto político que consolide la “densidad nacional” puede permitir que todos los argentinos accedan a ese horizonte de oportunidades.
La oportunidad de diversificar la economía superando la restricción externa, de modificar el perfil exportador, de construir un entramado productivo que provea empleo e ingresos en forma creciente y que otorgue recursos al Estado para brindar los servicios esenciales no solo en las provincias con litio o gas, sino en todo el territorio nacional, depende de la construcción política que desde el campo popular seamos capaces de generar.
La Argentina afronta una coyuntura crítica donde los rumbos se diversifican. Existe el peligro de un regreso al pasado que profundice la desigualdad y acabe con la matriz implantada por el peronismo al promediar el siglo veinte (la “aberración” de la justicia social, al decir de un candidato presidencial) o de abrir un camino hacia la resignificación de aquel paradigma.
No solo se trata de cerrar el paso a las propuestas de la derecha, que pretende hacer lo que ya hizo entre 2015 y 2019 con mayor profundidad, o incluso disparates tales como dolarizar la economía, eliminar el Banco Central, la educación y la salud públicas y hasta la coparticipación federal. Sino de avanzar en la elaboración de un proyecto político que nutra las banderas históricas del movimiento nacional con nuevos contenidos y herramientas adecuadas a la nueva realidad social y al contexto mundial.
El movimiento obrero tiene un papel que jugar, como lo tuvo desde su creación temprana y en especial desde su consolidación al mediar el siglo XX. No solo de actuar en defensa propia sino de romper la trampa y poder proyectar y construir el futuro.
*Sociólogo, autor de “Antagonismos sociales e inflación en la Argentina” y “Cámpora, Perón, Isabel”, entre otros libros y colaborador del Centro de Estudios para el Movimiento Obrero (CEMO)
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