Por Cristian Carro *
El objetivo de cumplir con las metas impuestas por el acuerdo con el FMI de reducir el gasto público y de esa manera cerrar el 2023 con un déficit total del 3.9% de PIB, fue el disparador que condujo al bloque oficialista en la Cámara de Diputados a incorporar al proyecto de ley de presupuesto general, un artículo orientado a ampliar la cantidad de aportantes del impuesto a las ganancias sobre los salarios en los Poderes Judiciales, nacional, provincial y de CABA.
El intento, frustrado finalmente por el resultado adverso en la votación en particular, reinstaló sin embargo el debate sobre la justicia del gravamen al punto tal que el oficialismo optó por centrarlo en la denuncia del no pago del tributo por parte de magistrados y funcionarios, cuando ambos estamentos sumados, no superan el 20% del total de asalariados del Poder Judicial en cualquier jurisdicción.
Esa inesperada reinstalación, abre la oportunidad de rediscutir varios aspectos que hacen al pago de este disparatado tributo por parte del sector asalariado, empezando por su naturaleza injusta y su carácter regresivo.
Resulta llamativo que sectores que se autoperciben como parte del campo nacional y popular caigan en el error de encolumnarse detrás de una política impositiva que grava a las y los trabajadores con un impuesto directo al salario, relativizando que el salario es una contraprestación monetaria inferior al valor de lo que el trabajador produce.
Precisamente, la diferencia entre lo que un trabajador o trabajadora produce y lo que percibe como salario de parte del empleador es lo que se denomina ganancia. Esa diferencia, esa ganancia, es apropiada por el empleador, proceso que hace a la esencia del capitalismo. En la producción el dueño del capital percibe ganancia y el trabajador salario.
La búsqueda de la ganancia es el motor de la economía capitalista.
Pero aún, si entráramos en la discusión que en realidad no se trata de un impuesto a las ganancias sino un impuesto a los “ingresos”, eso no cambia nada, porque el ingreso de un trabajador asalariado no es más que la contraprestación a la venta de su fuerza de trabajo, cuyo precio llamamos salario. De manera que se lo llame como se lo llame lo que se está gravando es el trabajo asalariado.
El debate entonces se debe centrar en si corresponde o no corresponde aplicarle a un trabajador o trabajadora asalariada un impuesto que en forma directa se apropia de una parte de lo que produce.
Históricamente el trabajo se descomponía en dos partes: la primera era la “necesaria” a fin de mantener a la fuerza de trabajo, la segunda, el “excedente”, era apropiado por el propietario del medio de producción. Ahora aparece una tercera parte que es la apropiación directa por parte del estado que grava un porcentaje del salario del trabajador y se lo queda. Podrá confundir que el trabajador, una vez percibido su salario, paga impuestos a través del consumo y otros gravámenes, pero en ese caso el gravamen es sobre lo que el trabajador consume y no sobre lo que produce. Si el trabajador optara por no consumir nada, no paga nada.
Con el impuesto “a los ingresos” o “a las ganancias sobre los salarios” se está gravando directamente el trabajo, es decir el Estado se apropia de una parte de las horas de trabajo producidas y expresadas en salario.
Por eso decimos que el debate no es económico, es político.
Otro tema, es el piso salarial a partir del cual, el salario encuadra dentro de las escalas imponibles. Si bien bajo la gestión de Mauricio Macri, la masa de asalariados alcanzados por el impuesto era de 2,1 millones de personas para reducirse a 1,2 millones en la actualidad, por el incremento del mínimo no imponible, eso no cambia para nada la naturaleza injusta del tributo.
Pero, dejando a un lado el debate sobre la pertinencia del impuesto, el criterio de discutir la política tributaria sobre la base doctrinaria de la capacidad contributiva se contradice cuando entran a operar las necesidades recaudatorias del estado al punto de fijar mínimos no imponibles ridículos equivalentes a una canasta familiar básica de los sectores medios de la sociedad.
Ahora, elevaron a partir del 01/11/22 el mínimo no imponible a $330.000 brutos o sea un salario de $280.000 de bolsillo. Si nos basamos en los tres parámetros clásicos que fija la teoría de la capacidad contributiva, a saber: patrimonio, renta y consumo, nos preguntamos: en cuál de ellos encolumnaríamos a la contraprestación monetaria que deviene de la venta de la fuerza de trabajo por un precio equivalente a $ 280.000 mensuales.
Conceptualmente, la capacidad contributiva es la aptitud del contribuyente para ser sujeto pasivo de obligaciones tributarias, y se exterioriza mediante hechos reveladores de riqueza, que son valorados por el legislador y elevados a la categoría de hechos imponibles. ¿Es un salario de $ 280.000 de bolsillo un hecho revelador de riqueza o no será que los salarios se han deprimido tanto que a los ojos del legislador un salario que cubra una canasta media básica es fuente de ostentación y blanco de la apetencia fiscal?
Indudablemente, el impuesto al salario o impuesto al trabajo asalariado es la consecuencia directa de la incapacidad del estado de desarrollar políticas impositivas acordes a la verdadera capacidad contributiva de las personas jurídicas o físicas ya sea por la renta que generan o por el patrimonio que poseen.
En tal sentido, le cabe a las trabajadoras y trabajadores asalariados, unirse a través de sus organizaciones representativas de sus derechos e intereses a fin de instalar un debate nacional profundo, militante y con el claro objetivo de crear conciencia acerca de la necesidad de eliminar este impuesto distorsivo que pesa sobre quienes solo viven de su trabajo.
(*) Secretario general de la Comisión Interna Fuero del Trabajo – Union de Empleados Judiciales de la Nación
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