Historia y presente en las relaciones de los Estados Unidos con China, Rusia y Europa. Los desafíos que plantea el nuevo período en marcha. Las claves de la política exterior china. Cómo se inserta la violencia en la acción política. Ucrania.
Por Gabriel Fernández *
Vamos a leer. La luz de la comprensión arriba si se acarician las palabras sin prisa. Vamos a leer juntos el parecer de grandes estrategas norteamericanos sobre el tramo vigente, asentados en el impulso que brinda el análisis del pasado cercano. Zbigniev Brzezinsky y Henry Kissinger son dos de los más interesantes pensadores activos surgidos del Norte; sus planteos y sus acciones resultan discrepantes, aunque en varios puntos contienen zonas de contacto que nos recuerdan su intención común.
Es de sumo valor, mientras se repasan briznas de respeto hacia otras culturas y otras políticas, saber que en ambos casos ni una sola línea está orientada a mejorar la situación de espacio alguno que no sea el de los Estados Unidos como eje y del bloque anglosajón como coalición esencial. Puede decirse que se trata de genuinos razonadores “nacionales” cuyo interés básico es el de potenciar la presencia estadounidense en el planeta. Eso implica desplegar lo más hondo de una herencia pero también aceptar premisas de su configuración.
¿Por qué? Admiten –Brzezinski con ardor, Kissinger a regañadientes- que el concepto de Defensa construido en su lugar planetario incluye la agresión y el control del resto. A diferencia de China y de América latina, por citar dos casos contrastantes, los Estados Unidos piensan y sienten que deben (merecen) gobernar el mundo. Ninguno de los escogidos para este artículo tuvo la valentía o la inteligencia de quebrar esa lógica y sugerir que con la construcción de una gran nación podía ser suficiente. Quizás en su interioridad pesó la posibilidad de ser considerados antiamericanos; lo cual, conociendo la cultura y la comunicación de ese país, no resulta disparatado.
Partiendo de esa base, es decir, ratificando un lugar de mirador propio y alejado de semejantes premisas, es posible conocer a estos autores para aprender, sin dejar de denunciar los crímenes que inspiraron y sin dejar de admirar la brillantez de ciertos diagnósticos y varias proposiciones transformadas en labores políticas. Así como lo hicimos en ediciones pasadas de nuestras Fuentes con teóricos de la guerra, vamos hacia el pensamiento político más depurado que el adversario del otro hemisferio ha ofrecido y, dentro de sus posibilidades, usufructuado.
A diferencia de otros textos sobre Brzezinski y Kissinger preparados en este Sur, aquí no se busca la emulación pues el interés geoeconómico profundo que nos orienta es otro y la filosofía que se desprende del mismo posee puntos de antagonismo evidentes. Varios analistas de nuestra región han tomado sus mensajes al pie de la letra sin reparar en que el sentido mismo de esas elaboraciones radica en el intento de engrandecer a los Estados Unidos. Olvidan, muchos con intención expresa, que el objetivo de quienes redactamos bajo este sol debería ser el de desplegar y acrecentar el poderío argentino y sur americano.
Una sugerencia en confianza. Este artículo puede abordarse de tres maneras: la lectura completa, recomendada, el enfoque sobre el subtítulo Kissinger –el tramo más interesante- y la consideración de los apuntes finales. Todo vale y ya sabemos que el lector hace lo que quiere con los materiales. Pero como el encare mismo de la redacción fue efectuado en cuatro elaboraciones separadas, por qué no admitir que sea absorbido según los tiempos y necesidades de los amigos que nos acompañan habitualmente. Prepare el mate.
Realizadas estas precisiones, vamos a leer.
BRZEZINSKI. “Si América flaquea, es poco probable que el mundo sea dominado por un solo sucesor preeminente, como China”, escribe Brzezinski en su último libro. “Ninguna potencia estará preparada para ejercer entonces el papel que el mundo, después de la desintegración de la Unión Soviética en 1991, esperaba que los Estados Unidos jugasen”, pronostica. “Sería más probable que se suscite una fase prolongada más bien de alineamientos de potencias tanto globales como regionales, sin grandes ganadores y muchos más perdedores, en un escenario de incertidumbre internacional e incluso riesgos potencialmente fatales al bienestar mundial”. Ya es posible atisbar, en pocas líneas, la descripción de la Multipolaridad como una pesadilla.
En ausencia de una potencia hegemónica, Brzezinski aventura que “la incertidumbre resultante incrementará probablemente las tensiones entre competidores e inspirará un comportamiento egoísta”, haciendo que, en consecuencia, “la cooperación posiblemente decline, con algunas potencias buscando promover exclusivamente acuerdos regionales como marcos alternativos de estabilidad para el desarrollo de sus propios intereses”. Además, “contendientes históricos pueden competir más abiertamente, incluso recurriendo al uso de la fuerza, por la preeminencia regional”, mientras que “algunos estados débiles pueden encontrarse en serio peligro, a medida que las nuevas alineaciones de poder emergen en respuesta a grandes desplazamientos geopolíticos en la distribución mundial del poder”.
En este período, que se extendería hasta el año 2025, se incrementaría “la búsqueda de una mayor seguridad nacional basada en diversas fusiones de autoritarismo, nacionalismo y religión”, como también lo haría la “indiferencia pasiva” hacia los asuntos internacionales. Ejemplo de esta tendencia, para Brzezinski, será la presión de países como China y la India para transformar algunos de los principales organismos internacionales, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional (FMI) e incluso del Consejo de Seguridad de la ONU, para que reflejasen los cambios globales sucedidos en los últimos años. Fue lúcido, lo vio venir, y lo condenó en bloque.
Bien se ha marcado la ironía: en “La visión estratégica” el hombre que más había contribuido a la desintegración de la URSS desde la Casa Blanca propuso que Rusia fuese integrada en la esfera occidental para permitir a EE UU prolongar su hegemonía. Allí, Brzezinski reconoce a los dirigentes chinos la inteligencia, la prudencia y la paciencia para evitar un “rápido declive” de los Estados Unidos, que “provocaría una crisis mundial que devastaría el propio bienestar de China y perjudicaría sus objetivos a largo plazo”. El especialista intenta entender, sin conseguirlo, el pensamiento de Deng Xiaoping: “Observemos con tranquilidad, aseguremos nuestra posición, gestionemos los asuntos con calma, escondamos nuestras capacidades y esperemos nuestro momento, seamos buenos manteniendo un perfil bajo, y nunca reclamemos el liderazgo”. Pero la cita vale y que la haya escogido lo realza.
Ahora bien, qué sucedería en el tablero global –una expresión del propio Brzezinski– después del 2025. ”Incluso si el declive se desarrolla de una manera vaga y contradictoria, es posible que los dirigentes de las potencias mundiales de segundo orden, entre ellas Japón, India, Rusia y algunos miembros de la UE, estén ya valorando el potencial impacto de la despedida de América de sus respectivos intereses nacionales”. Es más, añade este autor, “los escenarios de un reparto post-América pueden estar ya dando discretamente forma a la planificación de la agenda de las cancillerías de las mayores potencias extranjeras, si no están ya dictando sus políticas.”
Tras ese libro, Brzezinski realizó numerosos aportes de menor extensión. En ellos recorrió los senderos abiertos para varias naciones; puede notarse el entendimiento de varios procesos en desarrollo. Los japoneses por caso, “temerosos de una China asertiva dominando el continente asiático, pueden pensar en vínculos más estrechos con Europa”. También, “los dirigentes en India y Japón podrían muy bien considerar una cooperación política e incluso militar más estrecha como una forma de protección si América flaquea y China emerge”. Rusia, por su parte, “aunque quizá dejándose llevar por un wishful thinking (o incluso schadenfreude) por los inciertos escenarios de América, podría tener el ojo puesto en los estados independientes de la antigua Unión Soviética como objetivos iniciales de su influencia geopolítica ampliada”.
En cuanto a Europa, vale admirar este anticipo: “aún sin cohesionar, acabaría posiblemente dividida en diferentes direcciones: Alemania e Italia hacia Rusia por sus intereses comerciales, Francia y la insegura Europa central en favor de una UE políticamente más unida, y Reino Unido buscando manipular un equilibrio con la UE mientras continúa manteniendo una relación especial con unos Estados Unidos en declive”. Finalmente, “otros pueden moverse más rápido para delimitar sus propias esferas de influencia regionales: Turquía en la zona del viejo Imperio otomano, Brasil en el hemisferio sur, y así sucesivamente”.
Brzezinski quería impedir la reconstrucción de un bloque post-soviético. Estimaba que la manera de evitarlo era impulsar una Ucrania fuerte e independiente. En su opinión, ese país debía desarrollar una estrategia alejada en las necesidades de Rusia, pero sin caer en una rusofobia conflictiva. Sugería una “finlandización” del país, y descartaba el ingreso a la OTAN pero promovía la asociación con la Unión Europea. De hecho, en abril de 2017, en los días previos a su deceso, aconsejaba a Ucrania algún tipo de relación cooperativa con Rusia, si bien supeditado a que Moscú iniciara a la vez a un acercamiento a Europa. Como hemos dicho ediciones atrás, los actuales intérpretes parecen haber adoptado una parte de la filosofía de Brzezinski, sin incluir su talento.
En su afán por sostener algo de la centralidad norteamericana, apostaba por la integración de Rusia con Occidente en ese hipotético 2025. No logró percibir –más bien no consiguió evitar- el proceso de distanciamiento y una política exterior orientada sobre Asia y Oriente Medio. En sus últimos artículos, Brzezinski recomendó a Rusia no establecer una asociación con China, porque en el espacio de Asia Central quedaría relegada como actor secundario. Esto es muy interesante, ya que con el fortalecimiento chino y el lanzamiento de la Nueva Ruta de la Seda, esa predicción parece concretarse. Pero Rusia, al evaluar sus posibilidades, no olvidó calibrar el lugar geopolítico de sus aliados ni el origen antagónico de semejantes sugerencias. Brzezinski pensaba desde los Estados Unidos y su objetivo histórico no fue otro que el fortalecimiento de ese lugar, sin olvidar la coalición con Gran Bretaña.
Como el mundo se le fue escapando de las manos, mientras barajaba esa línea de trabajo se constituyó en promotor de lo que pudo llamarse G2, una asociación estratégica entre EEUU y China. Esto no suponía necesariamente utilizar a los chinos para que sirvieran de contrapeso a Rusia, tal y como hicieran Richard Nixon y Kissinger en 1972, pero sí apostar por una relación más constructiva con China. Brzezinski tampoco estaba de acuerdo con favorecer a la India en detrimento de China. El estratega fue consciente del emerger del proceso en marcha, al cual calificó como “despertar político global”. Y no halló solución satisfactoria para el Norte.
KISSINGER. “He estudiado este tema toda mi vida y estoy convencido que sin una buena relación entre China y Estados Unidos, la civilización tal como la hemos conocido hasta ahora, peligra. Le debemos a nuestras sociedades el más serio de los esfuerzos por lograr una relación armónica entre estos dos países, y esto no se va a lograr sin que haya en ambos una visión compartida de los problemas y de cómo afrontarlos en conjunto”. Esa es la mirada de Henry Kissinger y ese es el eje de su libro “China”. Es necesario iniciar su recorrido considerando que el horror que la humanidad ha padecido durante la hegemonía del Consenso de Washington sería “la civilización tal como la hemos conocido hasta ahora”.
Para el ex secretario de Estado está claro que el intento de comprender el futuro papel de China en el mundo debe considerar el reconocimiento de su historia: estima que ningún otro país puede reivindicar una relación tan poderosa con su pasado y sus principios tradicionales, y son muy pocas las sociedades que han alcanzado una dimensión y una sofisticación comparables. Pocos referentes en el planeta han alcanzado un saber tan profundo del coloso asiático como el citado. Kissinger fue el gran artífice del vínculo de China con Occidente a través de su histórica visita en 1971, que delineó la presencia del presidente Richard Nixon un año después.
A partir de documentos históricos y de las conversaciones mantenidas con los líderes chinos durante los últimos 40 años, examina el modo en que China ha abordado la diplomacia, la estrategia y la negociación a lo largo de su historia, y reflexiona sobre sus consecuencias en el balance global del poder en el siglo XXI. “No acepto la idea de China como un país inherentemente agresivo, cuya expansión será por la fuerza. Históricamente, ha aumentado su influencia internacional casi por ósmosis, a través de la expansión cultural, y no como lo hacían las potencias europeas, con invasiones y el uso de la fuerza bruta”.
Aquí es pertinente introducir una observación que puede llamar la atención. Esa definición sobre una defensa nacional fundada en la violencia es tan potente en la cultura norteamericana que Kissinger, al preferir las operaciones y los golpes de Estado sobre tantas naciones, es considerado un pacifista -“liberal” en sentido anglosajón, le espetó hace poco Hilary Clinton– frente a las teorías invasivas en toda la línea sugeridas durante tanto tiempo por Brzezinski. Y aplicadas, claro. Es probable que no exista otro país que pueda parangonarse en ese sentido, lo que lleva, pese a la arrasadora difusión de sus gestos, costumbres e ideas, a una persistente sensación de extrañeza por parte del resto del planeta.
Cuando una o varias naciones inician gestiones en busca de una salida a un litigio, no logran absorber –aunque lo sepan- que los Estados Unidos están buscando un conflicto. Es interesante marcar, también, que ese belicismo implícito en cada acción internacional, aparece entornado por una fantástica promoción destinada a presentarse como impulsor de la paz, la democracia, los derechos humanos. El contraste entre los proyectos reales y los declamados se ha tornado absoluto durante el tramo reciente, cuando el conjunto de los medios de comunicación han sido absorbidos por las grandes corporaciones financieras que a su vez han alcanzado un control apreciable del Estado norteamericano. Por eso hemos apuntado que la humanidad deberá resolver qué hacer con esa nación. Pero vamos con Kissinger.
“China” incluye las memorias de quien ocupó la primera línea de la diplomacia estadounidense en plena Guerra Fría. La preparación de la visita de Nixon a China en 1972 es una fase muy atractiva del libro. Pero avanza hacia una interpretación afiatada de la historia política china y de su mirada estratégica. Kissinger subraya que China es uno de los pocos países del mundo que no celebra una fecha inaugural, un punto de partida de su propia identidad diferenciada. Desde la antigua Roma, que situaba su fundación en la leyenda de los gemelos y la loba, hasta las modernas repúblicas latinoamericanas que por estos años realzan sus bicentenarios, casi todos los Estados reconocen una fecha de inicio a partir de la cual empiezan a contar su propia historia. China, por el contrario, se asume a sí misma como eterna. Es el país que siempre ha estado allí, en el centro del mundo.
En la leyenda del emperador amarillo, Huangdi, el primer gobernante reconocido, está implícita la idea de que China ya existía previamente y que las fuerzas que dirigen la historia de esa nación son independientes de los aciertos o errores de un gobernante. La casa de ese jefe –concebido por un rayo que embarazó a su madre, en sintonía con otras historias mesiánicas- originó la etnia han, hoy mayoritaria en China -92 por ciento de la población-. El estudioso apunta que Esa concepción del propio decurso se enlaza a la evaluación del Estado como algo natural. Los períodos de desunión y guerra son percibidos como una anomalía e incluso una aberración.
Con franqueza imprescindible para el análisis, Kissinger observa que esta narración “contrasta con la de países (como el nuestro) en los que la guerra y la división son una constante y la aspiración permanente es la unión y la continuidad”. Esta forma de relacionarse con la historia no existe solo en el plano de las ideas y los valores. Un ciudadano del coloso en este siglo XXI evalúa razonable leer textos escritos en la era confuciana porque “para un chino, la historia es presente y futuro, para nosotros es, en gran medida, un pasado mítico pero ininteligible”. El libro del ex funcionario explica que la percepción china de su propia historia remite a un continuo fluir, configurando una sensación de armonía.
Cabe avanzar sobre definiciones en verdad trascendentes. Kissinger apunta que el reino central chino se concibe a sí mismo como el centro del universo, circundado de bárbaros con los que es necesario tratar de manera segmentada y discontinua, de manera que los pueda utilizar a unos contra otros y así garantizar que el gran jugador del tablero internacional es siempre el propio referente. El autor sostiene que para entender ese estilo es preciso absorber las reglas de la lógica interna de un juego de mesa llamado wei qi. “Este se basa en circundar estratégicamente a los oponentes y mantener una especie de coexistencia en perpetuo combate sin proponerse la destrucción total del oponente, sino maniobrar con su debilidad hasta conseguir una mejora en las propias posiciones estratégicas”.
Es distinto al ajedrez (la anulación del rey implica el final definitivo del juego); en el wei qi, la clave es conservar la superioridad estratégica sin aniquilar al rival. No incluye la lógica de el ganador se lleva todo y el contendiente lo pierde todo, sino un principio de equilibrio en el cual el ganador concede ciertas ventajas a alguno de los jugadores para compensar así las que otro de los jugadores podría tener y de esa manera ubicarse en condiciones de desafiar la propia posición. Kissinger disecciona: “Se trata de una búsqueda permanente del equilibrio, utilizando las propias capacidades para conseguir que los otros actúen voluntaria o involuntariamente en la forma que más convenga a los propios intereses”. En esencia, subraya, el objetivo del pensamiento estratégico chino no es, a diferencia del occidental, conquistar otros pueblos, sino usufructuar las características de la situación para alcanzar los propios objetivos.
Nuestro lector ya comprende lo atrapante del análisis. Kissinger rumbea sobre otro asunto de fuste que complementa la visión de origen sobre la centralidad. En las primeras décadas del siglo xv el emperador renunció a las capacidades navales desarrolladas en siglos anteriores. Los chinos habían explorado tierras lejanas. En un punto, sin que hoy se conozcan los motivos más allá de las inferencias a partir de los resultados, la renuncia al poderío naval y la decisión de convertir al reino en una potencia continental, originó el aislamiento de China y abrió un espacio para que los europeos desarrollaran sus capacidades navales y se lanzaran a conquistar los mares. Así se expandió la civilización occidental.
El aislamiento chino se sostuvo durante casi cuatro siglos. La expansión europea llegó a sus territorios con afán de recursos y variedad de discursos. Kissinger se detiene en el estudio de la misión británica encabezada por Macartney, cuyo objetivo fue establecer una relación diplomática entre Pekín y Londres. Los británicos desplegaron todos sus esfuerzos para conseguir el reconocimiento diplomático. Para apoyar su petición, Macartney se hizo acompañar de numerosos exponentes de la ciencia y la tecnología, incluso algunas expresiones artísticas formaban parte de su embajada para rogar al soberano que reinaba en el más civilizado de los países del mundo que reconociera al rey Jorge como un par y poder así intercambiar embajadores. El excepcionalismo chino se negó de plano a aceptar la propuesta británica.
La negativa tuvo consecuencias dramáticas para China, describe el autor. Gran Bretaña resolvió impulsar el comercio con el apoyo de las armas. El resto de la historia es conocido: la implantación británica en Hong Kong y la Guerra del Opio son algunos de los rasgos más destacados. A lo largo del siglo XIX, China fue humillada por la penetración occidental. El orgulloso imperio del centro del mundo fue obligado a otorgar múltiples concesiones a británicos, franceses, americanos y portugueses, ávidos de disfrutar de los beneficios que ofrecía el comercio con el Lejano Oriente. La erosión del poder central y la penetración extranjera pusieron al emperador en un declive reforzado por el avance de dos nuevos desafíos: la expansión rusa hacia Siberia y el surgimiento de Japón como potencia industrial. La expansión japonesa hacia el continente puso fin al último de los emperadores de la legendaria China.
Sin embargo la historia no finalizaría allí. En 1949 se instauró la República Popular sobre los cimientos de la República proclamada (en 1912) por Sun Yat Sen. El modelo comunista conducido por Mao logró restaurar la autoridad central del Estado mediante una combinación de pensamiento político tradicional y materialismo histórico de corte marxista. La ideología comunista del nuevo régimen inclinaba la balanza hacia la Unión Soviética, pero al mismo tiempo el interés nacional chino identificaba la expansión del imperio soviético como una amenaza geopolítica para la integridad de China en el mediano plazo. En la observación de Kissinger, Mao no emerge despegado del pensamiento de Confucio: lo actualiza.
Una parte del libro se preocupa por ahondar en la contradicción el acercamiento con los Estados Unidos. La visión de Mao estaba en la encrucijada de las tradiciones de pensamiento estratégico chino y el comunismo. Kissinger percibe que El interés nacional de la República Popular China resultaba incompatible con la visión soviética del mundo. Para los dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética, los países comunistas pasaban a cumplir una función subordinada a los intereses del Kremlin, desde donde se dirigía la estrategia global para derrotar al capitalismo. Así devenían en operadores de un gobierno que se asumía como orientador. Ese orden internacional podía ser tolerable para Rumania, Hungría, Cuba o Angola, pero resultaba absolutamente contradictorio con la forma en que Mao percibía el interés nacional de China y su papel en el sistema internacional.
El ex secretario de Estado destaca con lucidez que China desarrolló movimientos estratégicos para salir de esa paradoja. El primero fue impulsar el tercermundismo y el no alineamiento. En ambos planteamientos subyacía la necesidad de un espacio de autonomía y evitar el sometimiento a la línea de Moscú. El segundo es el corazón del libro, y era “buscar un acercamiento con los Estados Unidos para contener la influencia de la Unión Soviética en las tierras asiáticas”. Los Estados Unidos vieron en ese dilema chino una coyuntura favorable para articular con Pekín. A pesar de las irreductibles posturas sobre el caso Taiwán, el proceso se puso en marcha.
Kissinger presenta elogios a su propio trabajo diplomático y considera ser uno de los pocos políticos norteamericanos que logró captar el modelo de negociación oriental, los mensajes cifrados que los dirigentes chinos ponían sobre la mesa y que hacía falta interpretar mediante una cuidadosa lectura para no cometer errores letales. En muchas páginas explica la complejidad de armonizar los objetivos de política externa con las particularidades de los regímenes políticos estadounidense y chino. A partir de allí, se impone describir los estilos de liderazgo de Mao y Deng Xiaoping. Entrambos consiguen aquella continuidad anhelada por el imperio chino desde sus orígenes. Según el autor, Deng logra romper con la ortodoxia marxista sin quebrar la unidad política del gobierno de la República Popular.
Ante esa nueva realidad político-ideológica, plantea a la dirección partidaria el hecho consumado de que la estabilidad dependía de actualizar su economía y garantizar un proceso de apertura pacífica al mundo. Para Kissinger, las particularidades de China le han permitido no solamente superar el colapso del comunismo a escala global, sino dar un gran salto cualitativo en el sistema económico, manteniendo las bases de control político del régimen comunista. Y puntualiza que las vertiginosas tasas de crecimiento económico de los últimos años, han convertido a China en uno de los motores más importantes de la economía capitalista global.
Pero esa apertura no derivó en asimilación. El gobierno chino afrontó períodos de crisis -Tiananmen en 1989- resistiendo la oleada de críticas de Occidente y en especial las formuladas desde los Estados Unidos a través de la prensa y el Congreso. La lógica profunda de la decisión china fue mantener sin fisuras, a pesar de la tormenta y el colapso soviético, el poder del Estado. Por eso el estratega evalúa que “la éticamente discutible decisión de no atender las demandas de apertura de los manifestantes resultaba impecable desde la lógica de la razón de Estado”. El gobierno puso sobre la balanza el interés inmediato para salir del atolladero coyuntural y la presión interna y externa con las consecuencias que esto pudo tener en el debilitamiento de la autoridad de un Estado altamente centralizado. “El gobierno chino reforzó su capacidad de gobernar y desplegar una de las reformas económicas más impresionantes que la historia haya registrado”.
Sobre el cierre, Kissinger utiliza el análisis estratégico que se desprende del Memorando Crowe. Una guerra entre Alemania y Gran Bretaña (que se materializó en la Primera Guerra Mundial) era evitable si operaban de manera simultánea en Berlín y Londres diplomáticos y hábiles operadores políticos, o bien, como suponían los estudiosos sistémicos, el desarrollo de Alemania, desde la formación del Estado prusiano, hasta su expansión naval y sus aspiraciones coloniales la ponían en colisión con los intereses británicos. “¿Ocurrirá lo mismo entre China y los Estados Unidos?”
El autor advierte sobre las consecuencias funestas que tendría un enfrentamiento entre las dos potencias. “En las condiciones actuales y considerando la estructura económica y social, así como el nivel de ingreso y desarrollo humano de los dos países, la ruta del conflicto no es inminente, pero las fricciones son cada vez más visibles. En el plano económico y comercial, el poderío chino empieza a generar mayores tensiones en temas como la valuación de su moneda y el avance productivo. Es probable que a medida que el producto de China pese más en la economía mundial se multipliquen los reclamos. ¿Comprenderá el gobierno chino que tiene que ceder en ese terreno a alguna de las peticiones occidentales?”.
Kissinger añade los enlaces que genera la economía global reducen las perspectivas de un conflicto bélico, pero la historia enseña que siempre hay un espacio para lo imprevisible y que los comportamientos políticos no siempre son racionales, en muchos casos (y más en los períodos de crisis) se alimentan también de emotividad y de temores. Esos impulsos pueden apartar a las potencias de su objetivo estratégico, que en el caso de China se formuló como “el crecimiento pacífico” es decir, no convertirse en una amenaza militar para ningún otro país. Sin embargo queda abierto el tema del poderío militar, que hoy por hoy no representa un desafío directo, pero hay gestos y capacidades que pueden desembocar en signos agresivos que desencadenen comportamientos de confrontación.
El gran desafío, dice Kissinger, es evitar que ese escenario de confrontación inexorable se convierta en una profecía auto cumplida. El trabajo diplomático y la cooperación pueden abrir un espacio para que las dos potencias cohabiten y empujar las cosas en todos los frentes con la esperanza de que al final todo salga bien, pero con la conciencia de que también puede salir mal, por aquello de que la lógica de la estrategia es paradójica y en muchos casos, termina por ser conducida por impulsos emotivos y nacionalistas que prefieren perseguir lo que consideran más justo (desde su lógica nacional) en vez de trabajar en el plano de las garantías a los restantes países para evitar que ocurra el conflicto.
UCRANIA. Sin embargo, estaríamos dejando de lado una zona demasiado importante del presente si no dedicáramos un tramo a la mirada de Kissinger sobre el conflicto desatado en el borde euroasiático. En este punto también ofrece una mirada de valor, planteada en charlas y entrevistas. Dejemos para finalizar, aunque sin olvidar, su abordaje de China y aproximémonos un instante, a Ucrania.
“Occidente debe entender que, para Rusia, Ucrania nunca puede ser solo un país extranjero. La historia rusa comenzó en lo que se llamó la Rus de Kiev. La religión rusa se extendió desde allí. Ucrania ha sido parte de Rusia durante siglos, y sus historias estaban entrelazadas antes de entonces. Algunas de las batallas más importantes por la libertad rusa, comenzando con la Batalla de Poltava en 1709, se libraron en suelo ucraniano. La Flota del Mar Negro, el medio de Rusia para proyectar el poder en el Mediterráneo, se basa en Sebastopol, en Crimea. Incluso disidentes tan famosos como Aleksandr Solzhenitsyn y Joseph Brodsky insistieron en que Ucrania era una parte integral de la historia rusa y, de hecho, de Rusia”.
El estratega añade que “La parte occidental se incorporó a la Unión Soviética en 1939, cuando Stalin y Hitler se repartieron el botín. Crimea, cuyo 60 por ciento de la población es rusa, se convirtió en parte de Ucrania solo en 1954, cuando Nikita Khrushchev, un ucraniano de nacimiento, lo otorgó como parte de la celebración de los 300 años de un acuerdo ruso con los cosacos. Occidente es en gran parte católico; el Este en gran parte ortodoxo ruso. Occidente habla ucraniano; el Este habla principalmente ruso. Cualquier intento de un ala de Ucrania de dominar a la otra, como ha sido el patrón, conduciría eventualmente a una guerra civil o a la ruptura”.
También: “Ucrania ha sido independiente durante sólo 23 años; anteriormente había estado bajo algún tipo de dominio extranjero desde el siglo 14”. Y añadió que “La política de Ucrania posterior a la independencia demuestra claramente que la raíz del problema radica en los esfuerzos de los políticos ucranianos para imponer su voluntad en partes recalcitrantes del país, primero por una facción, luego por la otra. Representan las dos alas de Ucrania y no han estado dispuestos a compartir el poder. Debemos buscar la reconciliación, no la dominación de una facción”.
Los lectores que hace pocas semanas han disfrutado la postura del Financial Times sobre Ucrania, pueden deleitarse ahora con los comentarios de Kissinger. Como se palpa, bien lejos del tam tam ultra hegemonista de los voceros periodísticos y los sesudos intérpretes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Cerramos estas lecturas compartidas con tres consideraciones de Henry Kissinger:
Un país que exige la perfección moral en su política exterior, no logrará ni la perfección ni la seguridad.
En los asuntos internacionales, una reputación de confiabilidad es un activo más importante que las demostraciones de inteligencia táctica.
Una historia turbulenta ha enseñado a los líderes chinos que no todos los problemas tienen una solución y que un énfasis demasiado grande en el dominio total sobre eventos específicos podría alterar la armonía del universo.
EXTRA. Los estrategas necesitan mirar su base de sustentación
De modo arbitrario, este periodista ha resuelto tomar un puñado de acciones diseñadas o respaldadas por Zbigniev Brzezinski con el objetivo de entender las dificultades del estilo norteamericano para afrontar el presente. El estratega nacido en Varsovia fue partidario, entre otras políticas, de la invasión sobre Vietnam, de sostener al Sha de Persia hasta el último instante, de elaborar la Comisión Trilateral con Japón en representación de los asiáticos, de fomentar a los mujaidines, y de establecer como barrera defensiva la combinación Londres – París – Madrid. No hablemos de Irak para evitar cargar las tintas con resultados recientes. Pues el asunto es actual, pero viene de largo. Su táctica, aplicada mediante la dualidad repliegue e intervención, siempre tuvo el problema de efectuar una valoración tenue del factor económico concreto, elemento curioso si se toma en cuenta lo que estaba en juego.
Quizás comprensible si esa labor internacional se enmarca en un panorama que no ofrecía dudas a la mirada rápida sobre hegemonías. Le tocó vivir una era en la cual el control occidental parecía destinado a eternizarse. Sin embargo, Juan Domingo Perón y Henry Kissinger, desde miradas muy contrapuestas, entendieron en el mismo tramo la posibilidad de cambios estructurales en los cuales lo que crece se ameseta y lo que parece aplanado se dinamiza. Brzezinski elaboró alianzas que, andando el tiempo, no se asentaron en la prosperidad capitalista. Sin embargo, el poderío a través del cual elaboraba sus planteos, que se transformaban en decisiones mundiales, provenía de la producción, no de la renta. Aunque el trasfondo siempre es geopolítico, la pujanza de cada protagonista no resulta un dato menor.
Al hombre le fallaron las cercanías, no por traición sino porque su éxito las condenaba a padecer crisis que ya sobre fines del siglo pasado se hicieron incontenibles. Hasta que los mismos Estados Unidos empezaron a comprar las recetas que venían complicando a sus aliados. De allí que al observar el deslizamiento, Kissinger resolviera acercarse al hoy ex presidente Donald Trump y apuntalara aspectos de su verbalmente fogosa y concretamente retraída presencia internacional. El viejo estratega percibió con claridad el error de la tarea de Brzezinski y pretendió sostener lo básico mediante el tradicional esquema de golpes de Estado e influencias –como eje, la búsqueda de contrastes entre China y Rusia– sin asomarse a conflagraciones bélicas que sabía costosas y, a esta altura, difíciles de sostener militarmente.
Hay mucho más para narrar y reflexionar al respecto; se desprende del extenso tramo inicial de este mismo artículo y lo seguiremos haciendo en Fuentes Seguras. Pero vale el breve apunte final para aprehender ciertos indicadores esenciales que pueden ayudar.
Quizás en estas líneas cabe añadir que el control propagandístico occidental influyó negativamente sobre las franjas dirigenciales de los Estados Unidos y Gran Bretaña, y que de esa fábrica de humo surgió la anómala diferenciación entre halcones y palomas en materia de política exterior. Los ataques del polaco norteamericano sobre Cyrus Vance –secretario de Estado en la gestión de Jimmie Carter– son la referencia visible a tomar. Ni Kissinger ni Vance han sido cobardes o anti norteamericanos, que va, sino que intentaron sostener lo posible con lo existente, mientras que la concepción idelógica de Brzezinski se prolongó más allá de la caída del muro hasta devenir en obcecación.
Hoy, los Estados Unidos, intoxicados por su propia alharaca, insisten en emprenderla contra rivales muy fuertes y en recostarse sobre países que han perdido territorialidad debido al establecimiento de un supra poder que debilita sus matrices estatales para absorber recursos de manera continua. Allí es donde la tensión creciente interna de naciones que se desarrollan asentadas en Estados que se regionalizan y se asocian, y en inversiones destinadas a la elaboración de bienes de producción y consumo, comienza a ganar la partida. Ninguna victoria presente será absoluta ni definitiva, pero marcará un nuevo cuadro de situación. La moneda de intercambio se modificará, pero sobre todo se transformará la parte delantera del ferrocarril.
Para entender la aproximación a un G2 que ha intentado la filosofía planteada por Kissinger, aunque también como hemos visto por Brzezinski desde otro perfil, es preciso zambullirse en esa especie de continuum que ha sido la política china por tanto tanto tiempo. Una clave es la búsqueda de obtener posicionamiento estratégico sin aniquilar al rival. En su propuesta de “crecimiento pacífico”, el coloso asiático estima que la acción mundial no debe asentarse en el todo o nada, muy propio del Occidente destructivo, sino en desplegar un precepto ecuánime en el cual el ganador concede ventajas para compensar la derrota adversaria.
Se trata de una búsqueda permanente del equilibrio, utilizando las propias capacidades para conseguir que los otros actúen voluntaria o involuntariamente en la forma que más convenga a los propios intereses. Kissinger comprendió que el objetivo central del pensamiento estratégico chino no es conquistar y aplastar otros pueblos, sino aprovecharse de las diferencias y rivalidades para alcanzar los objetivos principales. Es claro que esa mirada, aquilatada por milenios de confucianismo y no resquebrajada ni siquiera a través de un Mao de enorme relevancia, superior a la que le asignan sus defensores, no es coincidente con la de los Estados Unidos, Europa, pero tampoco Rusia. Se asienta en el volumen propio y una trama cultural que necesitó del tiempo como gran factor.
Sin embargo, en este siglo, los Estados Unidos y la OTAN han ratificado la premisa en base a la sustitución de su deterioro económico a través del belicismo, mientras que Rusia ha re definido, tras la caída del muro, una política de contención equilibrada hacia sus vecinos de Asia Central y, por supuesto, hacia China. De allí la expresión “mi mejor amigo en todo el mundo” dirigida por Xi Jingpin a Vladimir Putin.
- Area Periodística Radio Gráfica / Director La Señal Medios / Sindical Federal
Fuentes: Zbigniev Brzezinski. Strategic Vision. America and the crisis of global power/ Henry Kissinger. China / Documentos, conferencias y entrevistas.
Ilustración de portada: Alvaro Tapia Hidalgo. Kissinger, para The Washington Post
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