Por Eduardo Martiné*
En 1812, gracias al regreso al país de oficiales americanos que en Europa habían revistado en el ejército español, aparecen en el Río de la Plata los cuadros necesarios para la nueva empresa emancipadora. Uno de ellos -el teniente coronel José de San Martín- suscita las esperanzas del elenco gobernante. Es un momento muy especial para las Provincias Unidas, con severas derrotas en el Norte y en el Paraguay. Mientras el gobierno revolucionario combate al enemigo con procedimientos anticuados y con milicias, los realistas al mando de Goyeneche pelean siguiendo las nuevas técnicas francesas. San Martín será “el Goyeneche” del bando patriota. Atesora dos décadas de experiencia como soldado y conoce los modernos métodos que se utilizan en el arte de la guerra. Por eso, el primer rol que le asigna el Triunvirato es el de organizador militar. Esto es en lo que más lo destaca entre los muchos hombres de armas de la causa emancipadora. Los Granaderos a Caballo son hijos de su ingenio: un modelo de elite en el que se aplicarán las tácticas napoleónicas que se replicará en todos los cuerpos rioplatenses[1].
El Libertador dejó el Río de la Plata a los seis años. Su familia, de pura cepa española, tuvo un paso bastante fugaz por América. Su padre, funcionario militar de la corona, luego de cumplir con su destino como gobernador de Yapeyú vuelve a España con su mujer y sus hijos. En la península San Martín servirá al rey desde los 13 a los 33 años, en cuanta guerra la corona lo necesite. La decisión de regresar a América no es un hecho derivado de su amor al terruño sino de sus concepciones políticas liberales, de su desilusión con España y de una idea de identidad americana. Primero estará contra el absolutismo monárquico y Napoleón, luego contra Fernando VII, aunque tendrá mucho en común con los militares peninsulares liberales a los que va a enfrentar pero con los que también dialogará durante toda la guerra de la Independencia[2].
A principios de 1811 participa en Cádiz de una reunión de americanos “sabedores” de los primeros movimientos acaecidos en Caracas y Buenos Aires que resuelven “regresar cada uno al país de nacimiento a fin de prestarle servicios en la lucha que se habría de empeñar”[3]. En su renuncia al ejército español argumenta un viaje a Lima para atender intereses financieros, pero su destino será Londres donde permanecerá cuatro meses. Demasiado tarde para conocer a los venezolanos Simón Bolívar y Francisco de Miranda, pero a tiempo para conversar con Andrés Bello, Luis López Méndez, Carlos María de Alvear y José Matías Zapiola. Aquellos meses en la capital del Reino Unido también le permiten adquirir un sustituto de la espada de puño de plata trenzada que le habían obsequiado con motivo de su desempeño en la batalla de Bailén. ¿Si iba a enfrentar a los chapetones no era una verdadera ironía hacerlo con un arma esgrimida al servicio del rey? La suerte quiso que en una tienda de Londres descubriera el “sable árabe dorado”[4] que lo acompañaría durante toda la guerra por la Independencia de la América del Sur. Con empuñadura de pistola, de hoja curva y un solo filo, aquella arma blanca -de moda entre la oficialidad europea de entonces- era ideal para el soldado de caballería que podía derribar al oponente de una sola estocada. Transcurrido un año y medio de su arribo a Buenos Aires las manos del recién ascendido coronel despertarán a la certera cimitarra en un combate frente al río Paraná que apenas dura 15 minutos y donde la esforzada resistencia de los maturrangos “sostenida por los fuegos de sus buques, no fue capaz de contener el intrépido arrojo con que los granaderos, sable en mano, sin disparar un solo tiro, cargaron sobre ellos”[5].
Historiadores calificados han expresado que la cualidad de organizador militar junto con la hazaña del cruce de los Andes constituyen los grandes legados de San Martín a la Revolución[6]. Sin menoscabo de esta rigurosa afirmación habría que agregar al acervo hereditario sanmartiniano el sable mameluco, sólo desenvainado “contra los enemigos de independencia de Sud América”[7] y 700 libros, la mayoría de ellos escritos en francés, posesión digna de esperarse en un hombre de la Ilustración en cuya correspondencia se advertían preferencias por Diderot y lecturas del Emilio y el Contrato Social de Rousseau[8]. De allí el empeño del Libertador por esparcir en las flamantes bibliotecas de Argentina, Chile y Perú aquella “librería” originada en Europa, pero engrosada con ejemplares obtenidos en sus peripecias militares pues “los días de estreno de los establecimientos de ilustración son tan luctuosos para los tiranos como plausibles a los amantes de la libertad[9].”
(*) Docente. Abogado. Coautor de Diálogos con el Gran Capitán.
[1] Alejandro RABINOVICH. Conferencia en el MHN (20- 08-2020).
[2] John Lynch: San Martín, soldado argentino, héroe americano.
[3] Carta de San Martín dirigida al estadista peruano, general Ramón Castilla. (1848)
[4] Así lo denomina San Martín. Ver http://lasarmasblancas.blogspot.com/2012/10/las-armas-blancas-de-san-martin.html
[5] San Martín. Parte del combate de San Lorenzo.
[6] Alejandro RABINOVICH. Conferencia en el MHN (20- 08-2020).
[7] “El general san Martín jamás derramará sangre de sus compatriotas y sólo desenvainara su espada contra los enemigos de independencia de Sud América”. Manifiesto de San Martín, Valparaíso 27/7/1820
[8] Prólogo de Horacio González a “San Martín y los libros” Biblioteca Nacional 2014.
[9] Decreto del 14 de septiembre de 1822. Inauguración de la Biblioteca Nacional de Lima.














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