Por Fernando Muñoz *
Se está cumpliendo un año de la nueva ley de alquileres, la segunda que el Congreso trata y vota en la “nueva democracia”, la iniciada en 1983, luego de la dictadura cívico militar que fue contundente y sobre todo concluyente con el ciclo de protección de alquileres de vivienda que había iniciado el Primer Peronismo.
La Ley de Alquileres sancionada hace un año, no va a ser exhibida en el Museo de la Revolución Peronista. No alcanza la plenitud de derechos ni el cenit de justicia. No, ni mucho menos.
Pero sin embargo, tiene el suficiente rechazo activo del establishment y los editoriales de la prensa conservadora. Y aún los que la respaldaron prefieren salir de escena, como si fuese un conflicto marginal, excluyente del debate político.
La Argentina fue quizás, en el continente, el país más avanzado en materia de derechos inquilinos. Desde mediados de la década del 40 del siglo pasado y hasta mediados de los 70, la vivienda fue considerada un bien social.
La década peronista inauguró la política de derechos de acceso a la vivienda alquilada más democrática y popular de nuestra historia: determinó los precios de los nuevos alquileres, obligó a los especuladores a alquilar sus viviendas, creó el único organismo nacional de control y penalización (la Cámara de Alquileres) y fue la época de la menor incidencia del gasto de alquiler en los ingresos de los trabajadores.
En una sociedad con pleno empleo, jubilaciones dignas, paritarias, sindicalización y dirigencia con conciencia nacional, la renta, el vivir de rentas era algo especial, un negocio de minorías. Ni siquiera había departamentos para vender, porque los edificios no eran subdivisibles, tenían un solo dueño, un rentista que alquilaba viviendas.
El Peronismo duplicó el acceso a la propiedad, realizó la ley de propiedad horizontal y desarrolló como ninguno complejos de vivienda para familias trabajadoras, y muchas ciudades de pequeños propietarios.
La Argentina liberal y dependiente -que se dedicó a liquidar industrias y trabajo, que volvió a ser productora de alimentos y puerta de entrada a la especulación financiera, a la cultura del beneficio sin trabajar-, potenció la libertad de contratación y la libertad de precio para alquilar, y abrió las puertas a una clase rentista más diversificada.
Las crisis sucesivas fueron transformando el alquiler de vivienda en un asunto de negocios multiplicados, con un consumidor cautivo que si no acepta las condiciones del mercado, no tiene otra opción que ocupar tierras o dormir bajo las estrellas y morir en una vereda.
No quedaron alternativas. El debate de 1984 en el Congreso había mostrado la vergüenza que sentía la clase política post-dictadura por los logros que había conquistado el peronismo en materia de vivienda y prácticamente hizo un juramento colectivo que no habría jamás en la Argentina congelamiento de precios o prórroga de contratos.
Y de ahí en adelante solo tuvieron buenas noticias los que viven del negocio. En cambio, los que tienen que vivir de sus ingresos, fuimos comprobando que la voracidad del mercado no tiene límites, que te sacan todo, que lo único que te dejan es un lugar para dormir. Y hasta nos robaron la memoria.
Por eso estamos volviendo de a poco. Casi cinco años nos llevó la discusión en el Congreso de una ley de alquileres que para nosotros debía contener tres cuestiones básicas para poder empezar a recuperar un piso de derechos inquilinos:
El plazo de 3 años mínimo para vivienda, por primera vez en cien años.
El aumento anual con un índice público, un índice político, fijado por el Estado, el Estado responsable de lo que pase de ahora en más con el índice de alquileres.
La obligación de registrar los contratos en la AFIP, una regla básica que una y otra vez había sido rechazada y volteada por el mercado inmobiliario cuando los ex ministros Felisa Miceli y Axel Kiciloff quisieron implementarlo a través de resoluciones del ministerio de Economía.
Contra el pesimismo y los agoreros del “igual no cumple nadie con la ley…”, tenemos ley de alquileres, en un contexto donde la renta ganada con el trabajo de los demás es moneda habitual, adaptación natural o compulsiva al juntar dinero con el esfuerzo ajeno.
Somos clase trabajadora, y como aprendimos de la CGT de los Argentinos, no nos alcanza pelear por mejores condiciones de trabajo y salarios. El alquiler de vivienda, el gasto principal de más de dos millones de hermanas y hermanos de clase, es nuestra reivindicación y debate.
Y en el marco de la disputa por la renta volveremos a insistir en que es el Estado el que debe decidir cuánto sale habitar una vivienda que está vacía, ociosa, y cómo se debe comercializar.
Porque la vivienda es un asunto demasiado serio para seguir dejándola en manos del mercado.
(*) Coordinador Inquilinos Defensoría del Pueblo CABA. Autor del libro “La desigualdad bajo techo”
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