Por Alberto «Pepe» Robles*
En apenas dos semanas la situación política en América Latina ha cambiado considerablemente, de la mano de los resultados en la elección del presidente de Bolivia y el plebiscito en Chile. Y puede cambiar aún más si el martes que viene Joe Biden gana las elecciones en Estados Unidos.
Hace un año el macrismo fue derrotado inesperadamente. Macri buscaba su reelección y contaba con un apoyo financiero exhorbitante que le habían regalado Trump y el FMI. El peronismo volvía al poder apenas cuatro años después de finalizar una secuencia de tres gobiernos sucesivos (12 años) -al que debe sumarse el año y medio del interinato de Duhalde-, interrumpiendo así, tempranamente, lo que puede llamarse el período “antipopulista”, en el que fueron desplazados del gobierno, en varios gobiernos latinoamericanos calificados como “populistas”, para ser reemplazados por gobiernos neoliberales, de derecha e incluso de extrema derecha.
Este período “antipopulista” se inició en 2014 con el golpe parlamentario que desalojó a Dilma Rousseff de la presidencia en Brasil, se consolidó con la elección de Macri en 2015, se fortaleció enormemente con la elección de Bolsonaro en 2018 y se radicalizó con el nombramiento en 2019 del hijo de Bolsonaro como coordinador para América Latina de la organización internacional de extrema derecha conocida como El Movimiento, impulsada desde Estados Unidos por Steve Bannon, uno de los ideólogos de Trump, referente global de los movimientos de extrema derecha que están en auge en Europa.
El período “antipopulista” sucedió a un relativamente extenso período de gobiernos “no neoliberales” de quince años, a veces también referidos como “progresistas” (o peyorativamente como “populistas”), iniciado en 1999 con la elección de Hugo Chávez en Venezuela, seguido por Lula en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez en Uruguay, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Fernando Lugo en Paraguay.
Bolivia: un inteligente golpe al golpe
El desplazamiento del poder de Evo Morales y la interrupción del orden constitucional en ese país, en noviembre de 2019, parecía consolidar la hegemonía “antipopulista”, aislando y encapsulando al gobierno peronista de Alberto Fernández en Argentina, jaqueado por una deuda impagable y una situación socio/económica terminal que le dejó Macri (4,7% de reducción del PBI), sobre la que además cayó la tragedia global de la pandemia, causando una disminución del PBI del 12,3% para 2020.
En esa situación crítica y cuando aún falta al menos medio año para comenzar a dejar atrás a la pandemia, se produce el triunfo del MAS, en Bolivia con el triunfo de Luis Arce en primera vuelta, al alcanzar 55% del voto popular y más de 25 puntos de diferencia con el segundo. Se trató de un nuevo triunfo inesperado, como lo fue el de Alberto Fernández en Argentina. No fue anticipado por los encuestadores ni los grandes medios de comunicación, mostrando que en nuestros países hay amplios sectores sociales postergados que resultan invisibles e incontrolables para las élites.
El gobierno argentino contribuyó activamente al triunfo del MAS, en tanto que el Papa Francisco legitimó el papel de Evo Morales en la campaña par recuperar pacífica y democráticamente la Presidencia.
El triunfo del MAS mostró la eficiencia de una estrategia política inteligente y pacífica para retomar el poder usurpado por un golpe de extrema derecha, con apoyo internacional. En gran parte, la amplitud del triunfo se debe a un replanteo del frente liderado por el MAS, eligiendo a un candidato “blanco” -propuesto por Evo Morales contra la opinión de un importante sector interno del MAS que exigía un candidato indígena-, con la intención de consolidar el apoyo de un sector de la población boliviana que no se considera indígena, principalmente en la clase media. Resulta inevitable asimilar esa decisión estratégica, con la que tomara Cristina Fernández cuando sorprendió a propios y ajenos, proponiendo la candidatura de Alberto Fernández, quién a su vez incorporó a Sergio Massa, extendiendo el margen derecho de la alianza hacia sectores medios críticos del kirchnerismo.
Chile: 78 por ciento!!!!!!!!!!!
Cuando aún las élites continentales no habían terminado de salir de su estupor por el regreso del MAS al poder en Bolivia, se produjo una semana después el abrumador triunfo en Chile, cuando un imprevisto 78% de los y las votantes decidió en plebiscito que hay que reformar totalmente la Constitución que el dictador Pinochet redactara para que nunca pudiera ser reformada. Falta superar aún varios obstáculos: elegir a los convencionales constituyentes en abríl próximo, un año más para que la Convención apruebe cada artículo de la nueva constitución por dos tercios de los votos, y luego un nuevo plebiscito en 2022, esta vez con voto obligatorio. Pero otra vez, una inesperada mayoría permite pensar que las normas establecidas para reducir el poder de las mayorías (como los balotages en Argentina y Bolivia), podrían ser superadas por nuevos formatos de coaliciones que integren a sectores populares y sectores medios.
Los triunfos de las coaliciones populares (calificadas de “populistas” por las élites) en Argentina, Bolivia y Chile, no alcanzan para reestablecer un predominio “progresista” en la región, como sucedió en la primera década del siglo XXI. Principalmente debido a Brasil. Brasil, a ojo de buen cubero, es un tercio de la región, tanto por población, como por poderío económico. También por la presencia de Trump en el gobierno de Estados Unidos, que ha establecido una agresiva política de recuperación de “América para Estados Unidos”.
Pero al menos, los triunfos en Bolivia y Chile, permiten sacar a la Argentina del aislamiento, reduciendo así, aunque no eliminando, el impacto de las operaciones de desestabilización política.
Coadyudan también a la estabilidad democrática de la región, el gobierno de López Obrador en México, así como los gobiernos de Cuba, Nicaragüa y Venezuela (éste último con muchos problemas incluyendo los causados por el propio gobierno). También es importante la alta representatividad que preservó el Frente Amplio en Uruguay, que en 2019 perdió las elecciones luego de tres gobiernos sucesivos, pero lo hizo por apenas un punto de diferencia, manteniendo la mayoría en el Parlamento.
Bolsonaro: el mayor problema de la región
El mayor problema para la recuperación de una estabilidad democrática en América Latina se encuentra en Brasil, donde el bolsonarismo, apoyado por la Internacional de la Nueva Derecha llamada The Movement, con una ideología extrema basada en el racismo, la homofobia, el machismo, el macartismo y el negacionismo del cambio climático, propone una lógica de descalificación de las oposiciones que las élites califiquen como “populistas”, inhabilitando toda posibilidad de democracia y política autónoma en la región, similar a la situación que predominó durante la Guerra Fría.
¿Y si pierde Trump?
En esta situación de equilibrio inestable, las elecciones presidenciales en Estados Unidos el martes 3 de noviembre devienen decisivas. Hay que empezar por decir que los presidentes en principio no pierden las reelecciones. Perder una reelección es una catástrofe política para la fuerza derrotada. En la primera elección el pueblo vota promesas, pero en la reelección el pueblo vota realidades.
Un triunfo de Trump en principio mantendría las cosas como están: alto nivel de conflicto con China y apoyo a los gobiernos de derecha en América Latina, promoviendo la desestabilización de los gobiernos considerados “populistas”, “liberales” o “de izquierda”.
Por el contrario, un triunfo de Biden significaría un cambio pronunciado de la política hacia China y un cambio moderado de la política hacia América Latina, aunque no hacia Brasil, que vería si situación cambiar notablemente.
Con respecto a China, Biden es el político más abiertamente “pro chino” de todos los que ocupan altas posiciones en Estados Unidos, algo que constituye una de sus principales diferencias con Bernie Sanders. Biden fue uno de los primeros occidentales en apostar al cambio de política económica propuesto de Deng Xiaoping a fines de la década de 1970, integrando con 37 años el grupo de senadores que viajó por primera vez a China en 1979, para entrevistarse con el presidente Deng Xiaoping. Volvió a visitar China en 2001, ya como presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, para promover la integración de China a la globalización, luego de su reciente ingreso a la Organización Mundial de Comercio. Y finalmente, Biden, como vicepresidente, fue la persona enviada por Obama en 2011, para establecer un contacto estrecho con quien era vicepresidente chino en ese momento, Xi Jinping, atendiendo al hecho de que sería el próximo presidente del gigante asiático. Biden definió su enfoque ante China, como “empatía estratégica”. Por otra parte el hijo de Biden, Hunter Biden, mantiene desde hace años fuertes relaciones comerciales con grandes empresas chinas, llegando a formar parte del directorio de BHR Partners, un importante fondo de inversión chino, controlado por el Banco de China. Un triunfo de Biden, además, seguramente reactivaría la acción de Estados Unidos en los organismos multilaterales.
El resultado electoral seguramente definirá si continúa o no continúa la Guerra Comercial entre Estados Unidos y China, peligrosamente cerca de un enfrentamiento militar abierto, que desarticuló el precario orden global establecido por Estados Unidos en 1989, con las reformas de 2008 que dieron origen a la Cumbre Presidencial del G20. La pandemia ha puesto todo patas para arriba, porque las instituciones internacionales existentes se han mostrado impotentes para responder a la mayor amenaza que ha sufrido la humanidad en toda su historia, dejando a cada país librado a su propia suerte. En gran medida la crisis de la globalización neoliberal, que muchas personas consideran terminal, se debe a la aparición desde hace ya dos décadas de un mundo multipolar, que busca expresarse a través de instituciones diseñadas para un mundo unipolar.
El impacto sobre América Latina de un eventual triunfo de Biden, sería de un cambio moderado para la región como un todo, pero de gran importancia en lo que respecta a Brasil. Bolsonaro ha construido su política exterior básicamente sobre la base de una identificación plena con Trump, al punto de declarar públicamente que él desea un triunfo de Trump el martes 3 de noviembre. Una derrota de Trump aislaría internacionalmente a Bolsonaro, situación que ayudaría mucho a la estabilidad política de la región y podría incluso reavivar organismos subregionales multilaterales como el Mercosur, al que Temer y Bolsonaro buscar “enflaquecer”. Simultáneamente se debilitaría el hijo de Bolsonaro, como presidente latinoamericano de la Internacional de la Nueva Derecha, reduciéndose también sus acciones desestabilizadoras.
Las encuestas han dejado mucho que desear desde hace ya varios años, pero según el pool de encuestas que utiliza el diario español El País, las posibilidades de un triunfo de Biden alcanza al 83% una semana antes de las elecciones, ya sea que el voto se mida a nivel general del país o por estados.
¿Ganará Biden y cambiará el equilibrio de fuerzas en América Latina? Lo cierto es que algo que parecía alocado apenas un año atrás, hoy tiene una alta probabilidad de suceder.
(*) Instituto del Mundo del Trabajo «Julio Godio» (UNTREF)
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