Por David Acuña *
Dos Demonios
El golpe de Estado de 1976 no solo fue un corte abrupto en la vida institucional del país, sino un punto de inflexión en su devenir económico. Bajo la excusa de combatir la subversión marxista se atacó fundamentalmente a la clase trabajadora organizada, base social de sustento a diversas tendencias políticas críticas de la estructura material, productiva y de distribución de la riqueza nacional. La Doctrina de Seguridad Nacional implementada por los militares en el gobierno hundía sus raíces tanto en la reacción oligárquica como en el Plan Cóndor diseñado por la CIA y el Departamento de Estado de los EEUU para la recolonización de toda América Latina.
El terrorismo de Estado, las desapariciones y asesinato de miles de compatriotas constituyeron el mecanismo que le permitió a la burguesía argentina en convivencia con el capital extranjero reformatear el país en clave neoliberal. José Alfredo Martínez de Hoz, como jefe civil de la dictadura, fue el encargado de sentar las bases estructurales de un modelo de fuga de capitales, endeudamiento externo constante, reprimarización del aparato productivo, concentración de la riqueza y enajenación extranjera de nuestros recursos naturales, vigente hasta el día de hoy. Salvo el destello de luz que implicó Néstor Kirchner oponiéndose al ALCA y cerrando la oficina del FMI en el Palacio de Hacienda, ningún gobierno surgido desde la restauración democrática de 1983, ni la clase política en general, ni las centrales sindicales, ni los sectores religiosos y mucho menos el empresariado argentino, pasaron de la retórica a la acción concreta por desmantelar los mecanismos de la entrega de nuestra soberanía.
La UCR, partido triunfante en las elecciones de ese momento restaurativo, construyó un relato donde la represión ilegal fue el producto del enfrentamiento entre dos demonios. Esta teoría presentaba a las organizaciones populares, particularmente a las guerrilleras, como las desencadenantes del genocidio. Explicación lineal y simplona que fue tomada por algunos sectores de la sociedad para enmascarar con los hechos ocurridos una vedada condena a los fundamentos de la crítica política en clave de liberación nacional y social.
De esta manera, el tan mentado Nunca Más no solo operaba como una formula condenatoria de la violencia genocida, sino de todo tipo de violencia, aun la surgida desde las bases populares como instancias de autodefensa o de vector de canalización revolucionaria.
El negacionismo del vetusto partido militar no solo encuentra en Macri, Villarruel o Milei nuevos portavoces, sino que converge con las posturas timoratas de una socialdemocracia que ante cada muestra de hartazgo popular intenta poner paños fríos y distanciarse de metodologías de acción directa.
Las histriónicas declaraciones de Juan Grabois tildando de “asesina montonera” a Patricia Bullrich denotan una lectura reaccionaria y por derecha de los 70 que no suman para nada a la unidad del campo popular. Teoría de los Dos Demonios remixada que vuelve a sopesar el accionar de la guerrilla en el pasado con el presente represivo del gobierno.
Hugo Yasky, por su parte, en declaraciones radiales ante la realización de la manifestación en apoyo a los jubilados el pasado miércoles, se cansó de decir que participarían de la marcha “en paz y sin taparse la cara”. Triste aclaración que lo único que provoca es la construcción de “un otro violento” estigmatizando de antemano cualquier posible manifestación de ira popular.
Estas declaraciones no solo denotan un egocentrismo por parte de quienes las profieren, sino una falta de pensamiento estratégico al sopesar miradas o preferencias tácticas personales por sobre el plural accionar del campo popular tanto en el pasado como en el presente.
Memoria militante
En los 80 se construyó una narrativa (CONADEP-Nunca Más; película La Noche de los Lápices) que presentaba a las víctimas del terrorismo de Estado como carentes de filiación política. De esta manera, no solo la mayoría de los detenidos-desaparecidos eran mostrados como individuos factibles de haber sido manipulados por vaya a saber quién, sino que los militares aparecían como villanos carentes de todo fin racional que actuaban por un odio patológico. No fue así.
Ambos sectores eran emergentes de proyectos políticos antagónicos. La diferencia radicó, que las juntas de militares enmascararon sus acciones argumentando que se encontraban ante un escenario de guerra interna cuando en verdad la guerrilla se encontraba en declive y, en todo caso, desde un punto de vista estatista podía haber sido contenida con mecanismo dentro de la institucionalidad democrática. Los militares sediciosos que se alzaron contra el gobierno de Isabel Perón lo hicieron bajo la racionalidad de imponer un modelo económico que no se hubiera dado sin la utilización del terror político, la suspensión de derechos civiles y la erradicación de conquistas sociales.
El repudio al terrorismo de Estado también implica la recuperación explícita de los proyectos de transformación social y liberación nacional que la militancia popular como actor colectivo intentaba llevar adelante en los 70 y no su victimización en términos de ciudadanía individual.
Nuestra mirada crítica sobre el pasado no solo implica retomar una praxis política de transformación de las estructuras sociales que moldearon las actuales injusticias materiales (incluida la democracia de baja intensidad en la cual vivimos), sino de despojarnos de las miradas macartistas o buchonas por la cual, la socialdemocracia, juzga el accionar de los sectores populares a los cuales teme.
(*) Historiador, profesor y militante peronista.
Discusión acerca de esta noticia