Por Gabriel Fernández*
Hace pocos días los medios de comunicación norteamericanos generaron una noticia sensacional: censuraron la palabra del presidente de su país, Donald Trump, y argumentaron a favor de esa determinación. ABC, CBS y MSNBC dejaron de emitir una alocución en la cual el jefe de Estado realizaba consideraciones sobre el reciente proceso electoral. En línea semejante, CNN y FOX, aunque dejaron la imagen del rubicundo, incluyeron graphs y comentarios en off desmintiendo sus observaciones.
Los directivos y editores, en algunos casos a través de sus periodistas en pantalla, señalaron que adoptaron esa decisión porque Trump apuntaba la posibilidad de un fraude y ellos evaluaron que eso no era cierto. Pero no interesa tanto debatir sobre la temática –cuántas cosas carentes de veracidad se han dicho en esas y otras emisoras sin que nadie cambiara de cámara o bajara el sonido- sino en la auto designación empresarial como portadores de la verdad, al punto de arrogarse el derecho de sacar del aire a un presidente.
Brian Williams, de la MSNBC afirmó, tras la anulación de la cobertura, que “Estamos de nuevo aquí en la inusual posición de no sólo interrumpir al presidente de Estados Unidos, sino de corregir al presidente de Estados Unidos”. “Tenemos que interrumpir aquí porque el presidente está haciendo declaraciones falsas, incluida la idea de que ha habido una elección fraudulenta”, dijo Lester Holt, de NBC. La CNN impuso el titular “Sin presentar pruebas, Trump afirma que le hacen trampa”. FOX, ligada al Partido Republicano, señaló que el vociferante mandatario “no tiene pruebas de lo que afirma”.
El disparate se extendió como reguero de pólvora. Si por un lado Twitter refrendó su “derecho” a evitar las “fake news” planteadas por Trump, USA Today, a través de su editora Nicole Carrol, publicó “El Presidente Trump, el jueves, hizo reclamos infundados acerca de que la elección fue fraudulenta y corrupta. En respuesta a eso, cortamos sus comentarios y removimos el video con sus declaraciones de nuestras plataformas”. Así siguiendo. En definitiva, una polémica sobre el conteo de los sufragios, algo bastante habitual en todas las democracias del mundo, quedó con una sola campana resonando. El pueblo norteamericano no pudo enterarse de la postura de su presidente al respecto.
En julio pasado planteamos, a través del artículo Weiss / Apuntes sobre la nueva censura en el periodismo, la advertencia de quien fuera editora de Opinión del The New York Times. Dos párrafos nomás, y remitimos al texto completo:
“En los Estados Unidos está prohibido escribir con fundamentos a favor del presidente Donald Trump. Esto se desprende de la interesantísima renuncia de la periodista Bari Weiss, hasta hace pocos días editora de Opinión en The New York Times. Sus reflexiones, traducidas en un gesto terminante como el alejamiento de un medio de enorme volumen local e internacional, facilitan el desarrollo de un debate comunicacional significativo y con varias aristas.
El panorama descripto por la periodista es el siguiente: hay un discurso único que se asienta en la corrección política cuyos contenidos no son otros que los parámetros progresistas en boga. Esos factores son hegemónicos en las redes sociales. Esas tramas, especialmente twitter, repercuten sobre la dirección del diario y el mismo fuerza que los artículos se orienten en esa dirección. Cuando algún colega se corre del esquema, es cuestionado y, eventualmente, censurado”.
Lo acaecido días atrás es una nueva y muy intensa vuelta de tuerca sobre el problema. Quien esto escribe no tiene información acerca de si los comicios norteamericanos se desarrollaron normalmente o si hubo alguna variante fraudulenta en los mismos. Es más: en este caso no le interesa adentrarse en una discusión de esa naturaleza y prefiere consultar a los colegas confiables que se encuentran en el país del Norte. Lo que sí preocupa es una pregunta de conmovedora respuesta: ¿Quiénes son los propietarios de los grandes medios para determinar ante toda una sociedad qué es verdad y qué es mentira? ¿Cómo pueden autoproclamarse jueces sobre un debate en desarrollo que ha evidenciado más dudas que certezas?
Es más: ¿Cómo es posible que se posicionen por encima de la institucionalidad norteamericana al punto de erigirse en censores de un jefe de Estado que representó a la mayoría de los votantes hace cuatro años y ahora, en el peor de los casos, se acerca a la mitad del electorado? ¿A quién representan los ejecutivos de esas empresas en realidad? ¿Y cómo saben que los votantes de Trump, pero también los de Joe Biden, no están interesados en seguir los puntos de vista de ambos contendientes?
La réplica es transparente para quienes hemos visto funcionar medios concentrados desde adentro, para los que en el trabajo diario observan las inclinaciones y tergiversaciones de las coberturas y para un sector avispado del público. Pero no es tan visible para quienes, bienintencionados, suponen que esos espacios periodísticos se encargan de brindar información. Entonces ¿Qué es lo que sucede? En esencia, desde hace tres décadas, las compañías vertebradas por el capital financiero vienen adquiriendo las acciones de las firmas comunicacionales con el sencillo y nítido objetivo de narrar el presente según su interés, desdeñando de plano la realidad que debería transformarse en información.
De tal modo, cualquiera de las cadenas mencionadas es una empresa más de los conglomerados que se ocupan de controlar los grandes bancos, las empresas armamentísticas y otros negocios aún menos prestigiosos. Son puntos en el mapa económico que se tornan más visibles por su función pero obedecen a los mismos factores de costo y beneficio que el resto, al tiempo que desarrollan la propaganda necesaria para afirmar esos negocios. No nos engañemos: allí está la Sociedad Interamericana de Prensa y allí sus adláteres locales, conocidos por todos los que leen estas líneas.
En esta ocasión han dado un salto de calidad. No sólo mintieron como es habitual sobre los más variados aspectos de la actualidad nacional estadounidense y de la internacional, sino que resolvieron sacar del aire al presidente constitucional y dar por terminado un conteo que necesita muchas certificaciones y garantías para derivar en un anuncio formal. Los directivos de las empresas comunicacionales ligadas al capital financiero decidieron que ellos dirán al mundo quién es el nuevo titular del Poder Ejecutivo del país del Norte, como si hubieran sido investidos por ese derecho a través de alguna herramienta digna de la proclamada hasta el hartazgo democracia norteamericana.
La gravedad del hecho es significativa. Profunda. No se trata, reiteramos, de señalar ganó tal o cual. Lo importante es aprehender la dimensión de la acción mediática destinada a anular la voz institucional por antonomasia de ese país y relevarla por el parecer de un puñado de empresarios.
Los Estados Unidos constituyen una nación arrasada. Nada realmente serio funciona en su interior. Todo el andamiaje publicitario está articulado para ocultar esa sencilla verdad. Banderas, declamaciones, derechos, películas, series, medios y voceros externos que reproducen lo que esos mismos jefes disponen que escuche el planeta.
Es preciso saberlo desde acá, porque los asociados locales han evidenciado su tendencia a operar de un modo semejante. Ya hay censura social explícita: una minoría narra a las grandes mayorías argentinas lo que pasa, según su propio interés. De allí a sacar del aire –esto es, lanzar por los aires- a un presidente constitucional, hay un trecho no tan extenso.
*Director Periodístico Radio Gráfica / La Señal Medios / Sindical Federal
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