Por Esteban Magnani
El lunes último escuchamos en distintos medios “progres” cómo distintos comunicadores desmenuzaban la entrevista que el Presidente le dio a su actual compañera, Yuyito González. Como bien destacaban los periodistas críticos del gobierno, el estudio del canal de cable tenía todos los vicios de esos espacios: mala iluminación, una ventana a un supuesto parque floreado que era un decorado evidente, cámaras mal ubicadas que tomaban desde arriba a una suerte de claqué celebratoria sentada sobre sillones en los que se mezclaban funcionarios de peso con personas “comunes”. Todos competían por celebrar con más intensidad las virtudes presidenciales ante una expresión de alegría infantil del blanco de los elogios.
La escena incluyó, además, el canto presidencial, referencias a la intimidad sexual de la pareja protagónica y deslices sobre las condiciones psicológicas del entrevistado algo tenebrosas, entre muchas otras perlitas, cada una más sorprendente que la otra. Todo aquel que haya visto Chachachá o Todo por dos pesos no podía dejar de recordar las parodias de programas de canal de cable que allí se hacían. Solo faltaba la aparición de Fabio Alberti o Alfredo Casero disfrazados como en tiempos de “Boluda total”. En esos años la gente rota se hacía visible marginalmente en algunos canales de cable; resultaban tan extrañas que causaban gracia. En la versión actual, como destacaba uno de los periodistas entre carcajada y carcajada, la risa por momentos se apagaba al recordar que quien aparecía allí era el Presidente de la nación, una persona que decide el destino de millones.
Es cierto que históricamente los débiles han usado la risa para burlarse de los poderosos. Si ese alguien está, además, habituado a insultar o alegrarse cruelmente de la desgracia ajena, no parece haber un límite moral para la risa despiadada. Sin embargo, al mismo tiempo resultaba tan evidente la fragilidad emocional, la inconsciencia de los efectos de la exposición de quien estaba frente a las cámaras, que además de vergüenza ajena, daba un poco de lástima. Ese personaje, con todo el mal que es capaz de hacer a millones de personas, exponía sus heridas, sus debilidades y obsesiones por aparentar algo que no es, sin darse cuenta. A quienes percibimos eso, que fuimos muchos, seguramente nos surgió la pregunta de qué estarían viendo otros, sobre todo los que asesoran al Presidente y le dicen que hacer ese show de muy mala calidad puede ser beneficioso para su carrera. La pregunta también cabe para los (muchos) que lo votan. Como decía una periodista sobre este y otros episodios: “Quiero ver los resultados del focus group donde dice que esto garpa”. A esta altura del partido está claro que a quienes pensamos en estos términos hay algo que se nos escapa, que “no la vemos”.
Pese a todo, queda la pregunta de si esa burla no es también hacia nosotros mismos. El personaje con algunas características que ya eran evidentes pero parecen ahora insoslayables, fue elegido para tomar decisiones. Por supuesto, hay quienes tienen intereses muy concretos en que ese personaje lleve adelante su idea de que el mercado debe regular todo porque así gana el más fuerte, y ellos lo son. Pero, ¿y los que son débiles? ¿Qué ven ellos en ese estudio? ¿La venganza de los rotos los satisface?
Pero por último surge otra sensación: que la risa como herramienta contra los poderosos en este caso es inseparable de la crueldad contra los débiles, contra los que no pueden ver su propia vulnerabilidad porque tienen una claqué de aplaudidores alrededor por primera vez en su vida y eso los hace sentir empoderados, libres al fin, para sacar lo que les sale de dentro. Ante esa sensación surge, al menos para este cronista, la pregunta de si la risa no es la victoria final de un modo de sociabilidad basado en la crueldad, la misma que nos habilita a disfrutar con de la debilidad ajena para olvidarnos de las miserias de la cotidianidad al menos por un rato.
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