Por Fidel Fourcade*, enviado especial
Pero primero, informemos: Kendrick volvió al país luego de 6 años en el marco de la “Grand National Tour”, gira mundial que de este lado del mundo pasó por México, Colombia, Brasil, Argentina y termina en Chile el 8 de octubre. Gira que tenía como “teloneros” estelares a Catriel y Paco Amoroso.
“La fecha en Argentina será una de las más esperadas del Grand National Tour, gira mundial que ya es catalogada como una de las más ambiciosas del año”, decía el comunicado oficial. Más cerca de una expresión de deseo que de una realidad, llegó el día y “en la cancha se ven los pingos”.
Impactante, potente, abrumador. Todas palabras que no describen lo que se vio el sábado en River.
No soy fan de Kendrick Lamar, pero fui con curiosidad: entender por qué su nombre ocupa ese pedestal de genio incomprendido del rap contemporáneo. La pregunta se evaporó rápido. El show fue prolijo, lleno de luces, fuegos, humo y coreografías… pero sin alma. Tenía todo por ganar, me fui en tablas a mi casa.
En redes, la discusión venía servida: Lamar no logró llenar los estadios de su gira latinoamericana. No me interesa detenerme ahí, aunque algo dice sobre el fenómeno. El problema no fue el tamaño del estadio, sino la escala del vínculo. Lo que se sintió en el Monumental fue que el público había ido a ver a la figura, no al músico. Como si la experiencia estuviera reservada solo a quienes conocen cada guiño interno, cada capa del personaje. Si no estás dentro del código, te quedás afuera del hechizo.

El show, por momentos, pareció un despliegue para TikTok: fuegos, pantallas, repeticiones, sincronías quirúrgicas. Una obra más de dirección que de interpretación. Difícil sostener un recital entero sobre bases pregrabadas, especialmente en Argentina, donde el vivo se defiende como dogma. Quizás ahí esté la explicación del “fenómeno fallido”: el show no se sostiene si no creés en el mito.
No podés pretender llenar un River tirando pistas, muñeco.
Y hace ruido, porque en el fondo Lamar tiene con qué. Canciones como “Not Like Us” o “Euphoria” levantaron al público, pero el resto fue un loop de fuegos artificiales y solemnidad. Es el síndrome del artista que se cree más grande que sus canciones.
He visto a El Doctor hacerlo con más gracia en el Teatro Flores y banda incluida. ¿Casos en los que tocar con pista sale bien? Rosalía en el Movistar presentando Motomami y al Wu-Tang Clan en el Luna Park tocando una hora y 15 minutos. Kendrick estuvo más cerca de Améri del Duki que de otra cosa.

Caso contrario, Catriel y Paco Amoroso. Con banda en vivo, humor y una naturalidad desarmante, se robaron la mitad del show sin proponérselo. Mientras Lamar jugaba a ser el Mesías del flow, ellos fueron los tipos que vinieron a disfrutar. “Si quieres ser alguien, no puedes ser tú”, cantan. Quizás sin querer, resumieron toda la noche.
Porque de eso se trató: de un artista monumental peleando con su propio mito. De un River a medio llenar que miró más el fuego que el fuego sagrado.
Cualquiera puede llenar un River, pero no cualquiera.
(*) Columnista de Resistiendo con Ideas.











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